Matar un reino. Alexandra Christo
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Mis dedos presionan más profundamente el cráneo de la nereida y desaparecen dentro de su carne fresca de arcoíris. Puedo sentir el afilado hueso de su esqueleto. La nereida se queda inmóvil, pero no me detengo. Hundo más mis dedos y tiro.
Su cabeza cae al fondo del océano.
Pienso en llevársela a mi madre como trofeo. Clavarla en una pica fuera del palacio Keto como advertencia para todas las nereidas que se atrevan a desafiar a una sirena. Pero la Reina del Mar no lo aprobaría. Las nereidas son sus súbditas, no importa si son seres inferiores. Le echo una última mirada desdeñosa a la criatura y luego nado hasta la superficie en busca de mi príncipe.
Lo localizo rápidamente, en el borde de un pequeño parche de arena cerca de los muelles. Tose con tanta violencia que todo su cuerpo se sacude. Escupe grandes bocanadas de agua y luego se desploma sobre su estómago. Nado tan cerca de la orilla como puedo y después me impulso el resto del camino, hasta que sólo la punta de mi aleta queda en las aguas poco profundas.
Extiendo la mano, agarro el tobillo del príncipe y lo arrastro para que su cuerpo quede al mismo nivel que el mío.
Lo sacudo por los hombros y, cuando él no se mueve, lo ruedo sobre su espalda. La arena se adhiere al dorado de sus mejillas y sus labios se abren ligeramente, húmedos de océano. Parece medio muerto ya.
Su camisa se adhiere a su piel y la sangre se filtra a través de las rasgaduras que hizo la nereida. Su pecho apenas se mueve con la respiración y si no pudiera escuchar el débil sonido de su corazón, entonces tendría la certeza de que no es más que un hermoso cadáver.
Presiono una mano en su rostro y dibujo con la uña desde el rabillo del ojo hasta su mejilla. Una delgada línea roja burbujea sobre su piel, pero él no se mueve. Su mandíbula es tan afilada que podría atravesarme.
Despacio, busco debajo de su camisa y presiono una mano contra su pecho. Su corazón golpea con desesperación bajo mi palma. Apoyo mi cabeza y escucho los latidos con una sonrisa. Puedo oler el océano en él, una sal inconfundible, pero debajo de todo percibo el leve aroma del anís. Huele a los dulces negros de los pescadores. El aceite de sacarina que usan para atraer a sus presas.
Me encuentro deseando que despierte para poder captar el destello de esos ojos de algas marinas antes de coger su corazón y dárselo a mi madre. Levanto mi cabeza de su pecho y cierro mi mano sobre su corazón. Mis uñas se agarran a su piel, y me preparo para hundir mi puño más profundo.
—¡Su Alteza!
Levanto la cabeza. Una legión de guardias reales corre por los muelles hacia nosotros. Miro otra vez al príncipe, sus ojos comienzan a abrirse. Su cabeza yace lánguidamente en la arena y entonces su mirada se enfoca. En mí. Sus ojos se entrecierran al ver el color de mi cabello y el único ojo del mismo tono. No parece preocupado ante el hecho de que mis uñas estén clavadas en su pecho, o asustado por su inminente muerte. En cambio, se ve resuelto. Y extrañamente satisfecho.
No tengo tiempo para pensar qué significa eso. Los guardias se están acercando rápidamente, gritando por su príncipe, con pistolas y espadas listas. Todas apuntadas hacia mí. Miro el pecho del príncipe una vez más, y el corazón que estaba tan cerca de ganar. Luego, más rápido que la luz, me lanzo de regreso al océano y me alejo de él.
ONCE
Mis sueños están llenos de sangre que no es mía. Nunca es mía, porque soy tan inmortal en mis sueños como parezco serlo en la vida real. Estoy hecho de cicatrices y recuerdos, y ninguno de ellos es relevante.
Han pasado dos días desde el ataque, y el rostro de la sirena atormenta mis noches. O lo poco que recuerdo de ella. Cada vez que intento rememorar un solo momento, todo lo que veo son sus ojos. Uno como el atardecer y el otro como el océano que tanto amo.
La Perdición de los Príncipes.
Estaba aturdido cuando desperté en la playa, pero podría haber hecho algo. Estirarme a por el cuchillo que llevo en mi cinturón y dejar que bebiera su sangre. Estrellar mi puño sobre su mejilla y sujetarla mientras un guardia salía a buscar a mi padre. Podría haberla matado, pero no lo hice, porque ella es maravillosa. Una criatura que me ha eludido durante tanto tiempo y luego, finalmente, aparece. Pude conocer un rostro del que pocos hombres viven para hablar.
Mi monstruo me encontró y yo voy a encontrarla otra vez.
—¡Es un ultraje!
El rey irrumpe en mi habitación, con el rostro encendido. Mi madre flota detrás de él, vistiendo un kalasiris verde y una expresión exasperada. Cuando ella me ve, su ceño se frunce.
—Ninguno de ellos puede decirme nada —dice mi padre—. ¿De qué sirven los vigilantes marinos si no custodian el maldito mar?
—Cariño —mi madre coloca una mano gentil sobre su hombro—, ellos buscan naves en la superficie. No recuerdo que les hayamos dicho que nadaran bajo el agua y buscaran sirenas.
—¡Debería ser evidente! —mi padre está indignado—. Iniciativa es lo que necesitan esos hombres. Sobre todo, con su futuro rey aquí. Deberían haber sabido que la perra del mar vendría a por él.
—Radamés —lo reprende mi madre—, tu hijo preferiría tu preocupación a tu ira.
Mi padre se vuelve hacia mí, como si de pronto se diera cuenta de mi presencia, a pesar de que está en mi habitación. Puedo ver el momento en que nota la línea de sudor que cubre mi frente y se filtra de mi cuerpo a las sábanas.
Su rostro se suaviza.
—¿Te sientes mejor? —pregunta—. Podría buscar al médico.
—Estoy bien —mi voz ronca delata la mentira.
—No lo parece.
Niego con la mano. Odio sentirme como un niño otra vez, que necesita que mi padre me proteja de los monstruos.
—No creo que nadie luzca muy bien antes del desayuno —le digo—. Y apuesto a que aun así podría conquistar a cualquiera de las mujeres en la corte.
Mi madre me lanza una mirada de amonestación.
—Voy a despedirlos a todos —dice mi padre, continuando con sus pensamientos como si mi enfermedad no le hubiera dado una pausa—. Cada vigilante marino es una vergüenza.
Me apoyo contra la cabecera.
—Creo que estás exagerando.
—¿Exagerando? ¡Podrías haber sido asesinado en nuestra propia tierra a plena luz del día!
Me levanto de la cama. Me balanceo un poco, inestable, pero me recupero lo suficientemente rápido para que pase desapercibido.
—Apenas culpo a los vigilantes por no haberla visto —digo mientras recojo mi camisa del suelo—. Se necesita un ojo entrenado.
Lo cual es verdad, por cierto, aunque dudo que a mi padre le importe. Ni siquiera parece recordar que los vigilantes cuidan la superficie en busca de naves enemigas y no se les exige, de ninguna manera, que busquen debajo de la superficie a diablos y demonios. El