La hija del huracán. Kacen Callender
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La voz de mi madre es áspera y grave. Cuando habla con extraños por teléfono, la llaman «señor». Creo que a algunas personas les sorprende que tenga una voz así, porque mi madre es preciosa —sin lugar a dudas, la mujer más bonita del mundo—, pero yo creo que combina bien con el resto de ella. Me gusta que su voz haga vibrar el aire como el sonido de un tambor. Va por casa canturreando, pero por lo bajinis, porque la gente le dice todo el rato que tiene una voz muy fea.
¿Por qué quieres volar, mirlo?
Esa es la canción que se me ha quedado en la cabeza.
Nunca volarás.
La barca azul de mi padre está boca abajo en el jardín de atrás. No es que sea un jardín de verdad, sino más bien un manglar: un lugar lleno de árboles muertos y ranas que no dejan de cantar por la noche. El manglar está tan cerca del agua que, cuando me marche de aquí, podré largarme a una velocidad que ya querría la luz para sí. Mi padre ni ha mirado la barca en un año y tres meses, que es el tiempo en el que se miden nuestras vidas: hace un año y tres meses.
La barca está preparada y yo también —me muero de ganas de irme de esta roca absurda—, pero aún no puedo marcharme, porque no sé adónde ir. Pero cuando lo sepa, me marcharé enseguida y sin decir adiós. Así que le doy la espalda a la barca de mi padre y atravieso el manglar muerto. El agua estancada apesta, como si algo más que los árboles se hubiera podrido en ella; hay tantos mosquitos que parecen nubes de humo; las hojas caídas de los cocoteros cubren el suelo como cadáveres peludos. Llego al claro, al camino blanco cubierto de grava, polvo y huellas de neumáticos, y lo recorro hasta llegar a la casa de mi padre, que continúa allí, justo a la orilla del mar. Y espero con paciencia el día en que llegue una ola y se lo lleve todo consigo.
Cuando era muy pequeña —antes de empezar el colegio, cuando apenas caminaba sola y tenía que ir de la mano de mi madre—, mi madre se iba de Water Island a Santo Tomás[1] a hacer la compra y a misa. Y siempre me llevaba con ella. Las dos hacíamos el trayecto en la lancha del señor Lochana. En el otro extremo de Water Island había un ferry que iba a Santo Tomás por diez dólares, pero el señor Lochana solo nos cobraba cinco. Era un hombre indio venido de Tobago, aunque todos pensaban que venía de Trinidad y lo llamaban señor Trini. No sé qué pensaba él de eso, porque yo habría ido por ahí diciendo la verdad a todos y callando bocas; pero cuando se lo conté, se rio.
—Qué bonito es ser joven y entusiasta, ¿eh? —le dijo a mi madre.
Yo pregunté:
—¿Entonces los adultos no sienten entusiasmo por nada?
Mi madre me dijo que me callara y me sentara quietecita: era demasiado pequeña para hablar tanto.
Me gustaba que viajáramos los tres solos y también me gustaba asomarme por la borda. Veía el casco de la lancha, pintado de bandas rojas y amarillas, reflejado en el mar cristalino. Bajo la superficie, veía el coral rosa y las rayas, y un día hasta vi un pez que era tan grande como yo. Cuando el señor Lochana dijo que era un tiburón gato, mi madre me cogió y me sujetó tan fuerte que no podía respirar, aunque el señor Lochana nos prometió que los tiburones gato no atacaban.
Un domingo por la mañana, una ola chocó contra la lancha del señor Lochana y la hizo saltar por los aires; cuando aterrizó de nuevo, me caí al mar. Como era domingo, me había puesto un vestido de encaje y lleno de perlas falsas para la iglesia; pesaba tanto que me hundí como un ancla. Cuando por fin me rescataron y me arrastraron hasta la costa de Santo Tomás, pensé en las burbujas que había vislumbrado, más grandes que la cabeza de mi madre; en la luz neblinosa que impedía ver si se acercaba otro tiburón gato; en el coral que me arañó las rodillas, y en la mujer que había visto de pie en el lecho marino. Era negra, más que el color negro; más negra aún que yo. Unas manos callosas me sacaron del agua y me golpearon el pecho una vez, dos, más, hasta que pude respirar de nuevo.
—Estuviste ahí abajo más de un minuto, hija —dijo el señor Lochana cuando abrí los ojos—. ¿Qué sentiste?
Solo le conté que el mar era más profundo de lo que esperaba y él se rio, aunque mi madre no lo encontró nada divertido. Le dijo al señor Lochana que no cogeríamos más su lancha, pero acabamos haciéndolo de nuevo a la semana siguiente, porque el ferry a Santo Tomás era demasiado caro.
Mi padre y yo vivimos solos en la misma casa. Ninguno de los dos queremos marcharnos, por si acaso mi madre volviera y se encontrara la casa vacía. La fachada de la casa está pintada de azul y a la pintura le salen burbujas grandes cuando llueve, que yo me dedico a pinchar y pinchar hasta que explotan y el agua sucia me salpica el brazo. Hay un jardincito muy bonito de margaritas silvestres, que le encantaban a mi madre; pero desde que se marchó, las flores se van marchitando lentamente, por mucho que las riegue.