La hija del huracán. Kacen Callender
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Marie también parece sorprendida, pero asiente a modo de saludo.
—¿Quieres dar un paseo después de clase? —le pregunto, porque sé que vive en Frenchtown, que es donde viven la mayoría de los blancos de Santo Tomás, junto a la costa.
Marie duda; luego, mira a Anise y a sus otras amigas, me mira y niega con la cabeza. Se marcha, y Anise se echa a reír a carcajadas y empieza a gritarles a sus amigas:
—¿Pero qué hace? ¿Quién se cree que es?
E incluso entonces, aunque Marie sonríe igual que las demás, la veo girarse para mirarme en el pasillo, como si intentara enviarme un mensaje telepático; pero yo no estoy conectada a la frecuencia apropiada para recibirlo.
Cuando llego a casa, mi padre aún no ha vuelto del trabajo. Me quito con los pies los zapatos y los calcetines, y los dejo tirados en la puerta de mi dormitorio, como siempre, y veo el diario que me dio la directora Joe en la mesilla de noche. Lo cojo, pensando que a lo mejor sí que le escribo una carta a mi madre, pero luego lo arrojo lejos de mí con todas mis fuerzas. El diario choca con una lámpara que a mi madre le pareció exquisita en cuanto la vio y la compró inmediatamente, y me dio una sorpresa cuando la puso en mi habitación en vez del salón, donde todos podrían verla. La lámpara cae al suelo y se rompe en mil pedazos, algunos tan pequeños que son casi polvo.
Estoy por tirarme al suelo y llorar, pero llorar no va a ayudarme, por lo que en vez de eso huyo de casa. Cierro de un portazo la puerta con mosquitera y corro descalza por el agua estancada, saltando sobre las raíces e hiriéndome los pies con las piedras, hasta que llego a la barca azul de mi padre. Inspiro hondo y jadeo, y tiro y gruño hasta que los brazos se me vuelven líquidos y me tiemblan las piernas, sudo al calor de la tarde y los mosquitos se me enredan en el pelo; pero no me detengo hasta que la barca vuelve a estar boca arriba. Tomo aire otra vez y empujo, empujo, empujo hasta que llega a la orilla del agua. No sé adónde voy, no sé dónde está mi madre, pero no importa. Decido que las olas me llevarán hasta ella. Me subo a la barca y el mar me sacude arriba y abajo, arriba y abajo. Y, cuando tomo los remos, la veo: sentada al otro lado de la barca, enfrente de mí, como una vieja amiga cuyo nombre no recuerdo.
Los ojos le brillan como dos lunas llenas, pero todo lo demás es negro y apenas puedo verla, como si solo existiera cuando la miro de reojo y desapareciera si intento fijarme en ella.
Me quedo quieta. Escucho el suave sonido del agua al chocar contra el casco de la barca y miro el océano que se ha abierto frente a mí, tranquilo y liso como un cristal negro. Ella ya se ha ido, pero susurro:
—Mamá, ¿eres tú?
Nada responde salvo los vientos alisios, que se me enredan en el pelo. Hace rato que la mujer de negro se ha ido, pero todavía la siento cerca de mí. En la lejanía, oigo que mi padre grita mi nombre:
—¡Caroline! ¡Caroline! ¡Caroooline!
Salto de la barca. Los pies se me hunden en el agua salada y la arena, y las heridas me escuecen, y empujo la barca a través del limo del manglar muerto hasta que encalla en la tierra. Para cuando regreso a casa de mi padre, estoy cubierta de barro y lágrimas. Él me espera en lo alto de la escalera; la luz de la casa resplandece a través de la mosquitera. Creo que va a chillarme y, por un instante, él debe de pensar lo mismo; pero entonces me ve y abre los brazos y me estrecha con fuerza, y me acaricia el pelo igual que haría mi madre. No me abraza hasta que le pido que me suelte, pero aprecio igualmente el detalle.
Y me siento mal, porque sé que voy a dejarlo solo aquí, en esta casa, igual que nuestra madre nos abandonó a los dos.
Soy una hija del huracán. No significa nada especial, salvo que nací en mitad de un huracán. Mi madre contaba esa historia al menos una vez al mes; y a veces dos, si tenía un ataque de amor, cuando se ponía tan cariñosa que me daba miedo que me fuese a ahogar y quería compartirlo conmigo recordando el momento en que nací. Por eso recuerdo la historia casi de memoria: no solo las palabras, sino también las pausas, cuando mi madre se detenía y cerraba los ojos y la boca se le curvaba en una sonrisa.
Era su historia favorita. No esperaba que yo llegara esa noche, pero al igual que no siempre puedes saber cuándo se va a morir alguien y va a dejar este mundo, yo irrumpí en él un mes antes de lo previsto. En ese punto de la historia, mi madre sonreía. Mi padre estaba fuera, como el buen hombre que era, ayudando a unas vecinas a atar los techos y reforzar las ventanas de sus casas. Y, aunque ya había móviles por entonces, a veces parecía que una barrera mágica impedía el paso de cualquier tecnología a Water Island, que seguía como siempre había estado; así que esa noche mi madre gritó y gritó, pero nadie la oyó.
Llenó la bañera de agua tibia y se metió en ella, y se quedó allí mientras la tormenta azotaba las islas antes de lo que nadie esperaba; la lluvia caía a raudales sobre el techo de la casa; el viento arrancó la ventana de la cocina y alzó el mar contra nuestra casa. El piso de abajo se llenó de agua, tanta que le llegaba a las rodillas a un hombre adulto. Y siempre que le preguntaba a mi madre, ella decía que sabía que aquello no era solo un huracán, sino también una manga de agua; una especie de tornado que nace en el océano y que arrasa la tierra hasta que muere, del mismo modo que algunos insectos nacen y mueren todos en el mismo segundo.
Mi madre apretaba los puños. Decía que mi padre se había tenido que quedar en casa de la vecina y estaba escondido junto a una de las ancianas bajo el fregadero, pero en cuanto la manga de agua dejó de rugir, salió de allí y corrió bajo la tormenta hasta que nos encontró: a mi madre, sentada en una bañera de agua sanguinolenta, y a mí. Aunque había nacido un mes demasiado pronto, era como si hubiera estado en su barriga un año, porque era enorme y lloraba a pleno pulmón por encima del viento y la lluvia. Casi como si no perteneciera a este mundo. El huracán me arrancó del mundo de los espíritus y me escupió en este. Mi madre me besaba la mejilla y me acariciaba el pelo.
Nunca me dijo lo que significaba ser una hija del huracán. Eso no era parte de la historia. Pero me entero de lo que significa cuando las ancianas que viven cerca vienen de visita; su amiga muerta lo susurra. Que es una maldición nacer cuando hay un huracán. Que no tendré suerte durante el resto de mi vida y que la tristeza me seguirá dondequiera que vaya.
Y él te llamó melancolía.
Pues me trae al pairo esa maldición. Escupo sobre esa maldición.
No necesito la suerte de este mundo para vivir. Ni siquiera necesito caerle bien a nadie.
Solo tengo una cosa que hacer: encontrar a mi madre. Eso es todo lo que necesito.