La hija del huracán. Kacen Callender
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Читать онлайн книгу La hija del huracán - Kacen Callender страница 3
La señora Wilhelmina me empuja dentro del aula de bloques de hormigón. En el techo, unos ventiladores remueven el aire caliente en círculos.
—Siempre liándola —masculla de nuevo.
La puerta que hemos cruzado se llena de caras, ojos y bocas abiertas. Me hace gracia que todas se empujen para mirar a través de la puerta, así que me río.
—¿Te hace gracia? —me pregunta la señora Wilhelmina.
—Sí —respondo.
Las niñas que están en la puerta sofocan sus grititos de asombro a muy duras penas. La señora Wilhelmina se da la vuelta bruscamente y las ve; ellas salen corriendo. Se da la vuelta y clava los ojos en mí.
—Tú no quieres venir más a esta escuela, ¿verdad? —dice—. Eso es lo que pasa. Quieres que te expulsen de la escuela.
Razón no le falta.
—Sí.
—Te crees muy lista —dice, con la mano levantada de nuevo, pero yo la esquivo.
—Más que usted.
La señora Wilhelmina me persigue; salimos otra vez del aula al patio, donde me pega una paliza allí mismo, delante de todos, hasta que suena el timbre y otra profesora le grita que pare antes de que me mate. La señora Wilhelmina está sudando del esfuerzo. Se enjuga el entrecejo, jadea y resopla.
—Vete a casa y no vuelvas más —ordena—. ¿Me oyes?
A mí me parece bien.
Me dedico a vagar mientras una niña a la que nadie más ve me sigue dando saltitos por la calle. Cuando llego a casa, mucho después de la puesta de sol, me encuentro a mi padre en el sofá con una cara tan cansada como la de Jesucristo en la iglesia. Me dice que acaba de hablar con la directora y que me deja volver al colegio mañana, como si fuera algo por lo que debiera dar gracias.
—¿Me has oído, Caroline? —dice—. Puedes volver al colegio mañana.
No digo nada. No le cuento lo de la señora Wilhelmina ni le reprocho que, una vez más, se olvidara de dejarme el dinero sobre la encimera. Si mi madre estuviera aquí, no tendría que decir nada. Me sentaría en el suelo, delante del sofá, con los hombros contra las duras rodillas de mi madre, y ella tomaría un peine y me desharía las trenzas cantando una canción tan, tan bajito que yo ni siquiera sabría lo que cantaba, al menos no al principio; y aunque en la tele estarían echando dibujos, aguzaría el oído para oír la voz de mi madre por encima de la tele.
Porque el nombre de tu madre era soledad.
El día que se marchó y no me llevó consigo, decidí que iría a buscarla. Cuando la encuentre, le recordaré que soy Caroline Murphy, su única hija, y que me quería demasiado para dejarme atrás. Entonces ella se reirá, admitirá su error y me abrazará. Y, aunque la mayoría de gente quiere soltarse a los pocos segundos de que los abraces, mi madre no me soltará hasta que yo se lo pida; y, si de mí depende, nos quedaremos abrazadas para siempre.
—Caroline, ¿adónde vas? ¡No he terminado de hablar contigo!
Llego a mi cuarto antes de que me alcance mi padre. Cierro de un portazo y echo el pestillo tan deprisa que se preguntará de dónde ha sacado su niña esa rapidez. Me siento en el borde de la cama, con mis enormes pies sobre las sábanas y las rodillas abrazadas contra el pecho, hasta que él llama a la puerta con suavidad y me pide por favor que salga. Luego la aporrea y me grita, y me dice que soy una desobediente y que ya tiene suficientes preocupaciones. Luego se queda ahí, esperando, y me llega el sonido de su respiración. Solo abro la puerta cuando le oigo salir de casa e irse a trabajar por la mañana.
Una mañana, mi madre se levantó y se puso a recorrer medio mundo, como dice mi padre. Nos enviaba postales de todos los lugares por los que pasaba, con nombres de ciudades que no sé ni pronunciar, pero las postales dejaron de llegar cuando el océano se alzó y mató a mucha gente. Durante un tiempo, mi padre creyó que mi madre también estaba muerta. Entonces, las postales comenzaron a llegar otra vez desde pueblecitos de Europa, pero estaban escritas muy deprisa, y mi madre tenía cada vez menos que decir en cada postal y de cada lugar. Cuando dejaron de llegar otra vez, mi padre ya no creyó que mi madre estuviera muerta.
Abrir el correo por la mañana se convirtió en un ritual. Los dos, mi padre y yo, nos sentábamos a la mesa de la cocina como si fuéramos a dar las gracias antes de comer. Él sacaba el taco de cartas y facturas que había recogido de la oficina de correos, y abría los sobres uno detrás de otro; yo balanceaba las piernas y esperaba la postal que estaría allí, camuflada entre sobres. Sin embargo, cincuenta y tres mañanas después de recibir la última postal, mi padre dejó las cartas abiertas en una pila ordenada sobre la mesa y me dijo:
—Caroline, creo que no sabremos más de tu madre por un tiempo.
Eso fue todo. Yo me mordí el labio y él arrastró la silla contra las baldosas, se levantó y se fue a armar ruido con las cacerolas sobre el fogón. Yo seguí balanceando las piernas.
Y el nombre de tu padre era dolor.
Y lo supe antes de aquello. Lo supe en ese momento. Todavía lo sé.
Tenía que encontrarla.
Sé que algo va mal cuando llego a clase a la mañana siguiente y me encuentro a una niña con torsiones delante del altar de la iglesia. Nada más verme, da un bote, gira sobre sus talones y echa a correr hacia la puerta trasera de la iglesia mientras chilla:
—¡Caroline Murphy está aquí! ¡Caroline Murphy está aquí!
Grita tan alto que temo que Jesucristo y la cruz se caigan del muro. No sé qué traman, pero no soy ninguna cobarde, así que salgo de la iglesia por la puerta trasera y llego al caluroso patio interior. Un semicírculo de niñas me espera como una turba dispuesta a quemarme en una hoguera. Todas sostienen piedras.
—¿Por qué ya no tienes mamá, Caroline? —pregunta una de ellas.
La conozco bien, es Anise Fowler. Lleva el pelo planchado y algunos días casi diría que le huele a quemado. Siempre lleva las uñas pintadas porque su madre la lleva al spa. Hoy, las uñas son de un color rojo escarlata.
Espera mi respuesta. Todos la esperan.
—Sí que tengo mamá —les digo.
—Dicen