La hija del huracán. Kacen Callender
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Читать онлайн книгу La hija del huracán - Kacen Callender страница 4
—No es verdad.
—Tú serás igual que ella —espeta Anise—. Te largarás con algún hombre.
—¿Como tu madre? —pregunto, ya que eso lo sabe todo el mundo; todas lo comentan entre susurros porque se lo han oído a sus padres, aunque nadie se lo dice a Anise a la cara.
A Anise le tiembla la sonrisa. No necesita hacer ninguna señal. Todas saben que deben empezar a tirar las piedras en ese preciso momento. Son pedruscos pequeños y no van a matarme, pero el barro me ensucia la blusa blanca y las partes afiladas de las piedras me arañan las orejas, las mejillas, las rodillas y las manos cuando me protejo los ojos. Anise apunta directamente a los ojos.
Cuando se quedan sin pedruscos que tirar, me miro las manos. Están manchadas de rojo y empiezan a brotar gotitas de sangre. Miro a las caras sonrientes que me rodean, me agacho para coger un puñado de guijarros del suelo y se los tiro con tanta fuerza como puedo, a todas y cada una de ellas, incluso a las que solo miraban. Ellas gritan y se dispersan, excepto Anise. Cojo la piedra más grande que encuentro y apunto a su cabeza. La piedra le da en la ceja y Anise cae al suelo.
Tres profesoras, con la señora Wilhelmina al frente, entran corriendo en el patio. Hay polvo y piedras por todas partes, y yo estoy en el medio, con las trenzas deshechas y la blusa manchada, mientras un montón de niñas me señalan y les gritan a las profesoras que yo tiré las piedras.
—No voy a expulsarla, señorita Murphy —dice la directora.
Yo estoy sentada sobre las manos en su despacho, un lugar estrecho y caluroso con estanterías que cubren todas las paredes. En cada uno de los estantes se agolpan un montón de libros y papeles sueltos, que parecen a punto de echar a volar por la estancia como un tornado. Hay tantos libros y papeles que temo que se me caigan en la cabeza.
La directora no parece tener miedo. Se llama señorita Joe y solo se dirige a las alumnas por su apellido, porque dice que así sabemos que estamos destinadas a la excelencia, aunque yo no sé bien qué tiene mi apellido que ver con nada.
Ella continúa:
—Creo que está enfadada porque le han hecho daño y necesita ayuda para superar ese dolor. Así que no me quedaría la conciencia tranquila si la expulsara. Sin embargo, ya tiene dos faltas y, si vuelve a hacer algo parecido, no tendré más remedio que pedirle que se marche.
Hay una araña inspeccionando su tela en un rincón del despacho. La directora Joe se levanta con dificultad, porque los libros están por todas partes, bailando al borde del escritorio y los estantes, y amenazando con caerse al suelo. Se detiene despacio junto a mí, que estoy sentada en la silla.
—Todas las niñas necesitan a su madre.
Es todo lo que menciona acerca del tema antes de coger un libro de la estantería. No sé cómo puede encontrar algo ahí, pero simplemente alarga el brazo y escoge el libro de entre muchos otros. Tiene una encuadernación de cuero morado y un hibisco grabado en la cubierta. La directora lo hojea, arranca unas pocas páginas y luego me lo alarga. El papel es grueso y amarillo, con motivos de flores doradas en las esquinas. Decido que es el papel de libro más bonito que he visto.
—Escríbale cartas a su madre —dice la directora—. Así, algún día, si vuelve a verla, podrá decidir si se las da o no.
Me guardo el diario y le doy las gracias, porque mi madre me enseñó a decir gracias siempre que alguien me diera algo, pero no pienso escribir nada en ese papel. Es el primer regalo que me hace una persona que no es ni mi madre ni mi padre, y pienso guardarlo en la mesilla de noche y no dejar que se manche ni una sola de las bonitas hojas de papel.
La señorita Joe sonríe y añade:
—Eso sí, no tire más piedras.
Un día antes del incidente de las piedras, yo me sentaba sola en clase, rodeada de pupitres y polvo de tiza. También me senté sola a la hora de comer, como siempre, en la pequeña y asfixiante cafetería, donde los pies se pegan a las baldosas y las mesas de plástico están manchadas de zumo de frutas; de vez en cuando, alguna salamandra se desliza entre las mosquiteras con su piel traslúcida y podemos verle los órganos sobre el cristal de la ventana.
Yo miraba a las alumnas, que ni se acercaban a mí ni me miraban, porque no hacían más que darme azotes en el culo, y porque preguntaba demasiado en clase y sabía demasiadas respuestas. Jamás me habían prestado la más mínima atención. Podía haber sido invisible, porque todas pasaban a mi lado riéndose y gastándose bromas, y se sentaban juntas en sus mesas de siempre. Nadie me decía: «Siéntate con nosotras, Caroline». Así que me pasaba el resto de la comida sintiendo lástima de mí misma y tratando de recordar que los niños que siempre estaban solos, como yo, eran los que luego crecían y llegaban a ser alguien que todos desean ser.
Un día después del incidente de las piedras, no ha cambiado nada, salvo que ahora las niñas me miran cuando yo las miro. Se inclinan hacia sus amigas, cuchichean y se ríen. Anise está sentada al otro extremo de la cafetería, pero su voz me llega por encima de los murmullos.
—Esa Caroline Murphy es una buscona —dice, aunque no dice «buscona» sino algo peor, pero mi madre me habría dado una tunda por decir esa palabrota—. Mirad lo que me hizo. Me han tenido que dar puntos y encima dicen que me quedará cicatriz. Es lo que pasa cuando no te educan bien.
Y sus amigas chasquean la lengua con desdén y sacuden la cabeza, tal y como han visto hacer a sus madres en las comidas con té de citronela, setas y pescado salado. Solo hay una chica que, aunque me mira cuando la miro, no parece tan ofendida como el resto. Es blanca, es amiga de Anise y se sienta en la misma mesa que las otras, pero no la he oído hablar en mi vida. No sé si será sorda, muda o simplemente prefiere no pronunciar palabra, igual que el Gran Jefe de Alguien voló sobre el nido del cuco, que solo conozco porque es uno de los libros que mi madre me leía en alto por la noche, cuando yo me acurrucaba a su lado en su cama blandita y le pedía que siguiera leyendo aunque ya tenía la voz ronca, y odiaba a mi padre cuando nos abría la puerta y me decía que me fuera a mi cuarto porque quería dormir.
La niña se llama Marie, pero todo el mundo la llama María Antonieta porque es blanca. Tiene el pelo amarillo y los ojos azules, y el aspecto que el resto del mundo piensa que todos deberíamos tener, porque dicen que las personas con el pelo amarillo y los ojos azules son más bellas que los demás, aunque no entienden que les han lavado el cerebro para pensar eso porque era lo que las personas con el pelo amarillo y los ojos azules querían que creyeran. Por eso, cuando vi a Marie por primera vez, decidí que no me caía bien, porque ella le cae bien a todo el mundo automáticamente por tener ese aspecto y yo le caigo mal a todo el mundo por tener el mío.
Me sigue sin caer bien, pero mientras Anise continúa hablando en voz alta, María Antonieta me observa en silencio y, cada vez que nuestros ojos se encuentran, baja la vista a la mesa. Luego vuelve a mirarme otra vez y otra vez y otra vez, hasta que, cuando termina la hora de comer, la he pillado mirándome casi dieciséis veces. Son muchas veces, así que supongo que querrá algo de mí. Decido preguntarle directamente en vez de pasarme el resto del día con dudas.