La hija del huracán. Kacen Callender
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¿Por qué quieres volar, mirlo?
No sé nada sobre los mirlos, porque nunca he visto uno con mis propios ojos, pero da igual: sé que soy uno de ellos. Cuando cantábamos tan fuerte como podíamos, mi madre me cogía en brazos y me giraba sobre su cabeza, y yo gritaba y ambas casi nos caíamos entre risas. Sabía que nadie me querría nunca tanto como mi madre. Nadie, nunca, volvería a quererme de esa manera.
La última vez que mi madre estuvo cerca de mí, no tanto como para poder tocarla, pero sí más cerca de lo que está ahora, fue cuando nos enviaba las postales. Y creo que, quizás, la última postal que nos mandó podría ser donde está ahora.
Mi padre no tiró esas postales. Sé que las tiene guardadas en un cuarto en el que no duerme nadie, junto a las herramientas del jardín y los libros viejos, montones de libros ilustrados de cartoné que mi madre me solía leer. Hay cestas llenas de tarjetas sin usar. Mi madre solía comprar muchas tarjetas, tarjetas de Feliz cumpleaños y ¡Felicidades! y Sentimos tu pérdida para estar siempre preparada para un cumpleaños del que se había olvidado o una muerte repentina.
Las cestas están llenas de estas tarjetas, pero no veo por ninguna parte las postales de mi madre, así que busco, busco, busco y vuelco las cestas, y, cuando he mirado hasta la última tarjeta, busco también dentro de los libros ilustrados, por si alguien ha usado las postales de marcapáginas. Y miro detrás de las herramientas del jardín y dentro de los aparadores mientras intento no llorar de frustración. Tengo las manos llenas de cortes por el papel. Y al final, me siento en el suelo y admito que las postales no están en ninguna parte.
—Caroline, ¿qué haces?
Mi padre aparece detrás de mí con expresión preocupada. No lo esperaba; me ha dado un susto tan grande que el corazón me late como las alas de un colibrí y una sensación cálida se me derrama en el pecho, como cuando me despierto de una pesadilla terrible en la cama.
—Busco una cosa.
—Ya veo. ¿Qué es?
Dudo. Si se lo cuento, ¿sabrá que busco a mi madre? ¿O me dirá dónde ha dejado las postales, sin más? Decido arriesgarme.
—Estoy buscando las postales que nos enviaba mamá.
—¡Ah! —Se cruza de brazos—. ¿Y para qué?
Abro la boca y se me escapa una mentira antes de pensar siquiera en alguna.
—En el cole nos han mandado un trabajo sobre geografía mundial y quería elegir uno de los países donde estuvo ella.
—¡Ah! —dice mi padre de nuevo—. Pues… tiré esas postales hace tiempo.
Intento ocultar la decepción que me arrolla como una ola, pero no debo de hacerlo muy bien, porque mi padre sonríe y me ayuda a levantarme.
—Se me ocurren otros países que puedes elegir —dice—. Yo he estado en muchos.
No sabía eso de mi padre. Llevo toda la vida a su lado y él me conocía incluso antes de que yo existiera, así que es raro pensar que todavía hay muchas cosas que no sé de él.
La clase de la señora Wilhelmina bulle de emoción a la mañana siguiente. Ese tipo de emoción nunca acaba bien para mí. En general, las cabezas inclinadas juntas y las carcajadas que se escapan significan que Anise tiene algo planeado. Entro en la sala, esperando que comiencen a tirarme libros a la cabeza, pero respiro con alivio cuando veo que apenas me miran. Respiro con alivio. Vaya, casi parece que tengo miedo. Odio tener miedo. Odio ser cobarde. Decido que no voy a volver a respirar con alivio nunca.
Como todas me ignoran, me siento en mi pupitre y escucho los cuchicheos en torno a mí.
—¿La has visto?
—Parece una salvaje.
—Dicen que es de las Barbados.
No es mucha información, pero sumo dos más dos: hay una alumna nueva en clase. Nuestro colegio es tan pequeño que la última alumna nueva que tuvimos fue hace cuatro años. Era una niña que solo vino un día y luego se puso a llorar, sollozar y gemir, con los mocos cayéndole por la ropa y todo, y su madre tuvo que venir a buscarla antes de empezar el recreo. Nunca volvimos a verla.
La señora Wilhelmina entra en clase en ese momento y todas se callan como si estuvieran en la iglesia: se conocen mis azotainas lo bastante bien como para tenerle miedo a la profesora. Hoy tiene el gesto contraído, como si hubiera entrado en una sala y hubiera visto un jamón olvidado y cubierto de gusanos (algo que sucedió justo así en el puente de Acción de Gracias del año anterior). Cruza las manos sobre la barriga.
—Niñas —dice con su voz nasal, como si no solo pudiera ver el jamón, sino también olerlo—, tenéis una nueva compañera. Dad la bienvenida a Kalinda Francis.
Entra una niña y las cabezas se vuelven. Yo me estiro para verla mejor. Apenas se la ve desde detrás de las primeras filas. Aunque la señora Wilhelmina sigue allí, vuelven los cuchicheos sorprendidos y Anise dice algo que hace aullar a su grupo de hienas. La señora Wilhelmina se yergue y se hace grande hasta que la clase se calla de nuevo.
—Saluda, Kalinda —susurra la señora Wilhelmina, y su voz rebosa desagrado.
Solo veo son rodillas marrones y peladas, calcetines blancos y mocasines negros y relucientes, pero la voz que brota parece la de una mujer: es profunda y grave.
—Me llamo Kalinda Francis y tengo doce años.
Kalinda suena tan seria que podría estar hablando en un funeral. La señora Wilhelmina le dice que se siente en primera fila, junto a María Antonieta. Entonces le veo el pelo: lo lleva en rastas gruesas, retorcidas y atadas en la parte superior de la cabeza. ¡Es tan alto que es un milagro que no se le rompa el cuello! Abro mucho la boca al verla y no soy la única que se queda mirando. Si Kalinda se da cuenta, no parece que le importe mucho. Se sienta donde le han dicho y alza la cabeza, tanto y tan orgullosa que me recuerda a los cuadros de las reinas africanas que mi madre nos dejó colgados en las paredes del salón.
Cuando la señora Wilhelmina nos da la espalda para empezar la lección, Anise comienza a murmurar desde la segunda fila.
—Dicen que los rastafaris no se lavan el pelo. Por eso tienen hasta orugas ahí dentro. ¿Sabes lo del rastafari de Tutu? Un día se levantó y le dolía mucho la cabeza, así que se fue al médico, pero no le encontraron nada y lo mandaron a casa; pero le dolía la cabeza cada vez más, ¡hasta que un día se cayó al suelo muerto! Y cuando el médico fue a ver al rastafari otra vez, resulta que una araña le había hecho un nido dentro del pelo y le había perforado el cráneo.
Se oyen grititos y risas. Normalmente, la señora Wilhelmina se giraría, daría unas palmadas, y exigiría que la responsable saliera del aula y se quedara en el patio, a pleno sol, el resto de la hora (a menos que fuera yo; si fuera