La puta gastronomía. Remartini

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La puta gastronomía - Remartini Altoparlante

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con denominación de origen o becadas a baja temperatura, el fulano aquel apenas había probado casi nada de cuanto le habían servido en plato de marqués. A los presuntos periodistas se les trata en estas excursiones subvencionadas a cuerpo de Borbón campechano, pero Gastromonguer venía ya ungido de casa. Incluso se había permitido varios desprecios, rechazando con remilgos un pichón asado al recibirlo a la antigua usanza, o sea entero y embalsamado sobre patatas panaderas, o un huevo frito de casa, de la misma granja aledaña adonde vivía el paisano que lo había frito, porque no estaba «coagulado del todo». En ese momento concreto casi le parto la boca. Una buena hostia a mano abierta con el huevo adosado a ella, que le hubiera estampado la dulce yema entre ojo y ojo chorreándole, a ser posible, el teléfono móvil. Supongo que me frenaron los abundantes ansiolíticos que ya ingería en los desayunos como parte de mi dieta matinal.

      Merced al abotargamiento de las pastillas me quedé rumiándome la ira, mientras Gastromonguer seguía colocando y recolocando el plato del huevo en distintos rincones del restaurante, cual polilla, en busca de la mejor iluminación para su foto. Una vez que acabó de instagramearlo, tuitearlo, feisbuquearlo y de enviarlo a la Estación Espacial Internacional, y con el resto de la mesa ya degustando los postres, le dirigí una mirada de odio albumínico que no recibió porque, en su arrogancia, también ignoraba a cuantos componíamos el resto de la comitiva.

      Los viajes de turismo para prensa se desarrollan más o menos así: juntas a varios individuos que publiquen en distintos medios de comunicación y los conduces deprisa pero acolchados a través de una selección de restaurantes, hoteles, museos improbables y fotografías panorámicas, atropellando el programa promocional durante dos o tres jornadas frenéticas. El viaje ha de transcurrir lo suficientemente acelerado como para que el desconcierto, el atiborre gratuito y el inevitable sentimiento de culpa consecutivo empuje a los invitados a vanagloriar en sus respectivos medios cuanto les has regalado por ser quienes son: gente influyente. Yo, que apenas podía influirme a mí mismo ayudado por la farmacopea, iba en representación de mi diario. Llevaba varios años escribiendo de comer y de beber durante mis ratos libres como periodista provinciano, y acababa de regresar de una breve baja por estrés. Mi director había tenido a bien traspasarme el viaje —estaba invitado él— para facilitarme la reincorporación. O quizá para que dejase de protestar.

      En el avión coincidí con media docena de periodistas, blogueros y escritores dedicados principalmente a la gastronomía. Especialistas, o presuntos especialistas como yo. La diferencia entre esos tres colectivos es sencilla: el periodista gastronómico escribe para que le paguen; el bloguero, para que le adulen; y el escritor, para engullir gratis. Yo mismo era periodista y bloguero a la vez, y con mis actividades procuraba ingresar dinero, aplausos y digestiones memorables. La estrella de la expedición, sin embargo, era Gastromonguer, quien atesoraba tropocientosmil seguidores en redes sociales bajo su avatar. Como hoy en día nadie sabe medir audiencias —o mejor dicho, nadie sabe sacarles rentabilidad—, el número de seguidores equivale por sí solo al baremo del éxito. Y en ese universo métrico, Gastromonguer era un crac: contaba los followers por miles, alimentaba una web llena de banners, colaboraba en una emisora de radio, publicaba columnas en dos revistas del sector y conocía a todos los próceres de la alta cocina. Estaba en el ajo, en la pomada, en el ciberespacio del gusto. Y desde allí trataba a los demás: solo abría la boca para indicar que aquella crema de boletus, de la que había sorbido una miaja con un mohín de escrúpulo, le recordaba a «la que incluyó Andoni en su menú de 2006»; o cuando sospechaba que el cordero a baja temperatura «estaba copiado del que presentó el año pasado Albert en Madrid Fusión». Madre, cuántas hostias con huevo necesitaba el pobre.

      Llegada la última cena, exploté. En lugar de llevarnos al habitual estrella Michelin, nuestros patrocinadores nos presentaron a un cocinero con talento que, tras diversas aventuras hosteleras, se había refugiado en un restaurante propio, pequeño, sin carta, donde despachaba lo que cada semana le apetecía, en función de cuanto encontraba durante sus paseos por el mercado local. Ni siquiera tenía carta de vinos: al llamar para reservar te contaba los ingredientes principales de la semana y te recomendaba que llevases tú mismo la botella o botellas que más te gustasen. Así gastabas lo que querías (el vino suele ser la condena de cualquier factura) y él se ahorraba problemas de esnobismo con los frecuentes gourmets de barrio, según me confió más tarde. Era un tipo de poco hablar, gordo pero rotundo, como son los cocineros gordos pero rotundos (un fenotipo en sí mismo), y a tenor de lo dicho sobre su actitud, un tipo inusualmente razonable como hostelero.

      Nos sentamos y empezó uno de los mejores menús que recordaré por siempre: una crema de vainas con su espuma que me puso verde las entrañas; un arroz de sardinas asadas que olía a su grasa ahumada aun a través del alioli; y unos espárragos blancos aderezados con tres suculentas salsas que no pude descifrar, pero que todavía siguen bailando en mi memoria con la alegría de las Shangri-Las y de las Ronettes.

      Nada más llegar y estudiar el local, nuestro amigo Gastropolilla pidió que le habilitaran una mesa aparte, bajo una lámpara concreta, para hacer las fotos. La mesa donde íbamos a comer recibía una iluminación demasiado tenue para alumbrar su arte. El suyo, no el del cocinero, claro, pues la difusión de imágenes de platos enlucidas por esta clase de blogueros/fotógrafos pretende apropiarse en cierto modo del talento ajeno, o cuando menos, formar parte de él: «Yo lo descubrí, yo tuve el olfato de verlo», etcétera. Gastrophone, pues, nos libró de su impertinente compañía durante la mayor parte de la velada, haciendo sus cosicas mientras los demás charlábamos y masticábamos felicidad.

      Cuando acabó la sesión/emisión y finalmente se sentó, otro compañero de viaje, un escritor asturiano, tuvo una idea que a los pocos minutos acabaría en bronca. Me pegó un codazo cómplice, tan desmesurado que me tiró el trozo de pastel justo cuando me lo aproximaba a la boca, y me sugirió que le preguntásemos al bloguero especialista qué pensaba acerca de la sidra. De la sidra asturiana, por supuesto, pues para los asturianos no existe otra. El resto son brebajes, como el resto de España es tierra reconquistada.

      Recuperando del mantel el trozo de chocolate que me había precipitado, le contesté en voz baja que no guardaba intención alguna de meterme en semejante debate, ante lo cual, decidió soltar él mismo la liebre. Los asturianos —insisto— son así.

      —Oye, tú que sabes tanto de gastronomía y eso…, ¿qué piensas de la sidra asturiana?

      Creo que la respuesta ocupó quince minutos, recitada con la solemnidad de unas coplas por la muerte de algún padre. «Al fin puedo explayarme», debió de pensar Gastromonguer, visiblemente a gusto de enfundarse en su papel de sacerdote virtual. Bajo un torrente de prosopopeya, nos ilustró sobre los orígenes de la sidra, su proceso básico de elaboración, sus variedades, las muchas sidras que había probado por distintos puntos del planeta, las principales marcas y bodegas del orbe y, finalmente, con un par de frases sentenciosas, sobre la pena (teatral) que le provocaba la sidra asturiana por carecer de calidad y representar la incapacidad de sus productores de crear algo excelso, esto es, un mercado internacional con beneficios y un prestigio culinario equiparables al champán o el vino de hielo alemán. Algo así dijo, sin permitirse siquiera pausas que facilitaran la respiración propia o la intervención ajena.

      Hubo un minuto de silencio en la mesa cuando acabó la perorata.

      Miré al escritor asturiano, esperando que contestara. Pero la sonrisa de su cara me dejó bien claro que:

      No se había enterado de nada.

      No le importaba una mierda no haberse enterado de nada.

      Se lo había pasado teta contemplando el engreimiento de la Polilla Séneca.

      A mí, sin embargo, la sangre me aporreaba las sienes. Las moléculas de los ansiolíticos se habían quedado patidifusas ante lo escuchado, permitiendo el paso de una turbamulta de glóbulos rojos armados con antorchas que exigían Justicia. Casi

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