La puta gastronomía. Remartini
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Casi llorando, pedí ayuda a gritos. Desde otra habitación de la casa, Patricio, mi mejor amigo, un hombre gay atrapado en las indignaciones de una señora sueca, vino en mi auxilio. Al entrar en la cocina, gritó:
—¿Pero qué coño has hecho? ¡La que has liao, surnormal! —etcétera.
Recibí varios golpes, de los que no pude defenderme por tener las manos emplastadas en la masa, a la que, más que procesar, sujetaba con miedo, porque a esas alturas ya le atribuía vida. ¿Qué clase de demonio inventó la harina? ¿Cómo puede ser más inestable que un electrón? ¿Cómo puede descubrir y adosarse a rincones de tu cocina que ni siquiera tú sabías que existían? Mi socorrista me despejó del todo la encimera y limpió los tarros, la tostadora y los cuchillos, sin dejar de insultarme en ningún momento. Cabizbajo, decidí al menos acabar lo que tan desastrosamente había empezado.
Y entonces descubrí el verdadero placer. Porque amasar pan divierte que no veas, es mucho más agradable en las manos que la masa para la pasta doméstica —para los espaguetis—, porque la masa del pan, con esa humedad del agua, te deja un tacto más terso y fresco, como de tetilla de moza al salir de la piscina. Así se lo transmití a la loca de Patricio, a fin de recomponer de paso su trastocado humor.
Al escuchar la analogía, me atizó tal colleja que se me clavó la nariz en la masa.
—¡¿Cómo puedes ser tan cerdo?! —etcétera.
—No sé, es una metáfora, yo no le veo tanto escándalo. Si lo piensas, así adquiere más sentido la expresión pasárselo teta.
Fui nuevamente golpeado.
Cuando la masa ya estaba terminada, y como último e inolvidable remate a una actuación delirante, abrí un armario superior para coger un plato grande donde dejarla reposar. De nuevo olvidé que mis manos eran manoplas de harina y agua, y de nuevo manché de un modo inexplicable y apocalíptico. En este caso, toda la maldita pila de platos. Y por el canto, de tal forma que el cemento blanco se introdujo poco, pero en todos y cada uno de ellos.
No debería confesarlo, pero al descubrirlo me golpeé a mí mismo con odio.
Igual fue ese golpe el que me hizo olvidar luego, cuando la masa reposó, levó y duplicó su volumen, que con semejante tamaño podía hacer dos, si no tres barras. O quizá fuera que le había cogido cariño e, inconscientemente, ni me planteara maltratar más a mi criatura. O quizá estaba agotado de tanta destrucción. El caso es que solo formé una barra potencial, que dentro del horno se tornó descomunal. Al sacarla tras una hora, si la cogías, pensabas que era un adorno de loza. Pesaba la de dios y para cortarla necesitabas un hacha. Pero estaba muy rica, estaba buenísima. Estaba tetica.
De aquella experiencia tan sensual concluí que cocinar —al menos en mi caso— te convierte en una bestia. De alguna forma, la Naturaleza te devuelve al lugar en donde tus ancestros se irguieron para otear bien el horizonte. Usas las manos, tocas objetos orgánicos. Sientes el frío y el calor. Te mueves entre humos. Y con unas habilidades similares a las de un Cromañón, consigues un resultado plausible: mi primera barra superaba en sabor a cualquiera de las que compramos en los supermercados envueltas en plástico por 40 o 50 céntimos, como también a las barras precocidas que recalientan en sus pequeños hornos las franquicias pijas de la nueva panadería, esa burbuja de tiendas cucas, cual sucursales de Hänsel y Gretel, tan en boga.
Junto con el amasado, otro de los placeres que descubrí cuando empecé a guisar fue el despiece de animales. Comprar un pollo entero, sacarle las pechugas, descoyuntar los muslos, los contramuslos y las alas aprovechando el giro de sus articulaciones, y despejar el lánguido esqueleto para preparar un caldo. Este aprendizaje —que me ha costado mucha sangre— ha sido un acto regresivo, innecesario como cliente y que además he desarrollado por burda imitación mientras me fijaba haciendo cola en los mercados. Desde pequeño me hipnotiza ver trabajar a un carnicero o a un buen pescadero: sus movimientos precisos con cuchillos descomunales, el riesgo de presenciar un accidente en directo, el brillo de las carnes recién seccionadas, y el tacto, casi telepático, que transmite su soltura al manejar el género.
Semejante espectáculo circense y primitivo es el que llevo años plagiando en casa con gran felicidad, con felicidad bestial. Con el tiempo he añadido otros comportamientos cavernícolas: huelo todo con profundidad de rata, muerdo las verduras en crudo antes de arrojarlas a la cazuela, pruebo cualquier plato en sus distintos estadios, me corto, me quemo, me exalto con el mortero, canto mientras controlo el sofrito, aliño las ensaladas con las manos y con ellas giro los mariscos, filetes o cualesquiera ingredientes cuando los cocino a la plancha. Porque en la cocina le pierdes miedo a meter la pata, es un espacio blanco para el error. Y esa cualidad, en esta sociedad intolerante con los fallos que nos obliga a una constante actualización de nuestras habilidades —a mantenernos más guapos, listos y modernos; más profesionales— supone un inmenso bálsamo para quienes carecemos de talentos reseñables. Para la gente común, vaya. En la cocina te liberas del miedo a equivocarte, aprendes a convivir con el error y el caos. Excepto si eres un tiquismiquis crónico, caso del mencionado Julian Barnes:
«En la cocina soy un perfeccionista inquieto. Me guío por la temperatura del fuego y los tiempos de cocción. Confío más en los instrumentos que en mí mismo. Dudo de que alguna vez llegue a palpar con el índice un pedazo de carne para comprobar si está hecho. La única libertad que me tomo con una receta es aumentar la cantidad de un ingrediente que me gusta particularmente. Esto no es un precepto infalible, como lo confirma un plato sumamente asqueroso que guisé una vez mezclando caballa, Martini y migas de pan: los invitados acabaron más borrachos que saciados».
Pero incluso Barnes, uno de los novelistas más colosales de nuestro tiempo, ha encontrado en los fogones una afición tan fundamental —«un placer tenso»— que le ha propiciado un libro de liberación: El perfeccionista en la cocina. Un libro delicioso y completamente hilarante, pues dedica sus páginas a reírse de sí mismo. La cocina, de nuevo, como relato.
Lo mejor de cocinar, no obstante, es que cuando sacas tu cuento del horno te comes lo cocinado. A ser posible, en compañía de esa gente a la que guardas tus mayores afectos, para cuyo deleite te has aplicado previamente ante el fuego, enfrentándote a tus limitaciones y arriesgando incluso tu salud. Tal cual hizo Jesucristo, quien antes de ser crucificado se llevó a los amigos al huerto y les despachó como despedida vino sin ton ni son. Vino con pan, por supuesto.
No en vano, durante milenios nos hemos alimentado de mendrugos. El pan contiene suficiente nutrientes para mantenernos en pie. También precisa de un simple proceso químico para nacer, lo que facilita su elaboración en cualquier casa por un coste mínimo. Harina, agua, sal, levadura y calor: ya está. Como a todo proceso químico, el hombre le ha otorgado poderes mágicos mientras no lo ha entendido, ha creído ver magia en esa carambola de la naturaleza, así que el pan ha permanecido durante milenios como un símbolo religioso, como una fábula de nuestra presunta condición trascendental. Ha sido la parábola de Hänsel y Gretel para los pobres mientras no han podido empacharse de dulces.
Hemos bendecido el pan nuestro de cada día hasta que ya no lo hemos necesitado, hasta que el progreso —es decir, la imaginación aplicada a la ciencia en lugar de al mito— nos ha proporcionado otros alimentos baratos y suficientes que lo han acabado por arrinconar. Los curas lo han cambiado por obleas y los laicos hemos prescindido de él en nuestra