La puta gastronomía. Remartini

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La puta gastronomía - Remartini Altoparlante

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noche a una de las cenas que la logia organizaba alrededor de cualesquiera argumento culinario posible, alcanzando extremos que yo —entonces en mi más florida juventud— jamás había imaginado. Festines servidos sobre los cuerpos desnudos de geishas. Catas de vinos malditos utilizados en misas negras o consagrados a las distintas formas del Mal por sectas suicidas. Menús elaborados a partir de las últimas cenas que habían pedido monstruosos asesinos en la cárcel. Celebraciones pantagruélicas donde se reproducían bacanales históricas, con animales asados en las entrañas de otros animales más grandes, que se introducían y se asaban a su vez dentro de otros cadáveres, como perdices dentro de faisanes dentro de jabalíes y dentro de novillas, servidas en camillas, y rodeadas por mil frutas junto con la cabeza intacta y las pezuñas frescas aún.

      Cuando no reproducían recetas utilizando, exclusivamente, especies en extinción.

      Esto me estaba desvelando mi amigo cuando el señor que había ocupado la presidencia se levantó, pidió silencio, saludó ceremonioso a todos los presentes (unos cincuenta) e informó de que esa noche contaban con un invitado (yo) que había sido llevado bajo mortaja y que había jurado guardar discreción. Muerto de miedo, asentí ante la lluvia de miradas que de golpe recibí sobre mi cara de lerdo. Entonces, el presidente anunció el menú de esa noche: Raya a la Mantequilla Negra, «un plato que requiere una habilidad de orfebre, pues un solo grado de temperatura excesivo en la salsa la convierte en tóxica, y quizá mortal. Por eso habréis de firmar antes, queridos amigos, un documento aceptando el riesgo de su ingestión», avisó.

      Casi me cago al oírlo.

      —¿Y lo de las geishas? —le pregunté a mi amigo.

       Pero entonces, de golpe, se asomó por la puerta un tipo gordo con un gorro de cocinero mustio y con un delantal ametrallado de arriba a abajo por manchas de tomate. Sin llegar a entrar del todo en el salón, gritó:

       —¡Olvidaros de la raya esa de los cojones!

      —¿Por qué? —preguntó el presidente, aún de pie, con cara de marqués contrariado.

       —¡Porque se me ha quemado la salsa! ¡Que cada vez que venís, pedís las chorradas más grandes!

       —¿Y entonces?

       —¡Pues para el que quiera me quedan unos pocos escalopes…, y quizá algo de caldo!

      Y desapareció, dando un portazo.

       El follón que estalló entonces en el salón fue monumental. Todo quisque empezó a protestar en voz alta, arrojando las servilletas al suelo, levantándose entre aspavientos y dirigiéndose a la salida:

      —Si es que siempre igual, no hay forma, cuando no es una cosa es la otra, coño.

      —Ya lo creo, esto ya empieza a ser un cachondeo. Eso que nos dieron en la cena anterior no era pez globo ni de coña, vamos. Una perca de oferta manchada con salsa de soja, eso era.

       —¿Y el vino de Charles Manson? ¿Desde cuándo Charles Manson produce vino? ¿Quién se creyó eso? ¿Dónde lo hace, en el váter de la celda?

      —A la supuesta geisha del mes pasado me la encontré a los pocos días en la caja del colmado de debajo de casa. No veas qué apuro.

      —¿De quién fue aquella idea de asar a las codornices vivas? ¡Y a fuego lento! Te juro que aún tengo pesadillas en donde las oigo chillar.

      —Debemos de ser la vergüenza de la red de cofradías.

      —Yo voy a dejar de pagar la cuota.

      La mayoría acabamos cenando en la pizzería. Yo, por supuesto, con los ojos vendados.

      3

       Por qué no respetamos a los gastrónomos

      A la entrada del Mercado de El Fontán, en un puesto esquinero amplio y luminoso, dos hermanos venden decenas de quesos, yogures y mantequillas, más algunos embutidos y conservas, y leche fresca de su propias vacas en una máquina de autoservicio donde pones la botella y la rellenas por un euro. Su exuberante exposición arrebuja tantos productos en unos pocos metros cuadrados que cuesta fijar los ojos en algo concreto.

      Los tenderos de este negocio desbordante poseen una explotación ganadera en La Llera, una aldea de Colunga, Asturias. Supongo que la heredaron, pues sus rubicundas caras y esa amabilidad llana que dispensan a cualquier cliente, lo conozcan o no, dándole a probar de todo, explicando cuanto despachan sin que medien preguntas, solo se pueden adquirir en el campo. Sus caras son caras de gente buena. Lo cual no significa que toda la gente de campo lo sea.

      La primera vez que fui a recoger alpacas en el pueblo de mi familia, de adolescente, para sacarme unas pesetas, me presenté a primera hora en la era del agricultor que nos había reclutado en bañador y sin camiseta, pues hacía un calor del demonio. Todos me miraron con esos ojos despectivos que te taladran cuando entras en el bar de un pueblo, esos ojos como pozos, desconfiados, que se funden en uno, que se superponen en una sola amenaza tan bizca, colectiva e inefable que acongojaría al mismísimo Edgar Allan Poe. Pero nadie aquella mañana —a pesar de conocerme la mayoría de quienes allí se habían reunido con el mismo objetivo de sacarse unas perras—, tuvo a bien advertirme de que así, a pecho descubierto, iba a acabar hecho un ecce homo al poco de cargar alpacas. Porque las alpacas, como fardos con el desecho del cereal que son, lógicamente pinchan como los clavos de Cristo. Y acarrearlas, aun con el entusiasmo de un chaval insensato de 15 años, requiere un esfuerzo tal que para moverlas has de apoyártelas encima o —más razonablemente— buscarte un socio. Amén de usar guantes. No hay otra forma. No ruedan, aun cuando sean redondas. No dejan espacio entre tus brazos para alzarlas tú solo como un cajón. No atienden a razones cuando les hablas en voz baja y a punto de llorar como si negociaras con un cachorro rebelde. No hacen nada de eso. Solo son alpacas y están muy a gusto allí donde la cosechadora las ha escupido, en ese preciso sitio, sintiéndose como lápidas orgullosas del trigo que sujetaban durante el invierno y que ahora la magia del hombre se ha llevado al Más Allá.

      Sé tanto de las alpacas porque aquella mañana lo intenté todo. Hasta que, a la quinta alpaca, murmuré que me iba un momento a casa a por una camiseta o un albornoz o un chaleco antibalas o un cirujano. Tenía las tetillas y la barriga en carne viva, y virutas incrustadas en lugares inverosímiles de mi cuerpo, incluido ese. Al enfilar la cuesta que conducía hasta mi casa, mi caminar se asemejaba dolorosamente al de Lina Morgan haciendo de patizamba en un vodevil. Mientras yo me sentía como aquella pobre niña huyendo por la carretera de Vietnam, el resto de la cuadrilla se reía a mandíbula batiente, apoyados en el tractor. Y también los vecinos que me veían ascender el vía crucis desde los visillos de sus ventanas; y los grajos que sobrevolaban el calor; y hasta mi abuelo materno, quien había seguido toda la comedia impertérrito pero descojonado desde la sombra de un olmo cercano al que, tras el desayuno y el paseo, se arrimaba cada mañana con su bastón para ver la vida pasar. Que es lo mejor que se puede hacer con ella, según me enseñó.

      Así que, como aprendí aquel día, la gente de pueblo es básicamente gente. Los propietarios de El Campu La Llera, como se llama la mencionada explotación de Colunga y su correspondiente despacho de El Fontán, son además vivaces y afables. Supongo —de nuevo— porque son felices con su trabajo, el de la granja y el del comercio, a pesar del

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