La puta gastronomía. Remartini

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La puta gastronomía - Remartini страница 9

Автор:
Серия:
Издательство:
La puta gastronomía - Remartini Altoparlante

Скачать книгу

el sifón de nitrógeno, uno de sus primeros inventos, y sus etéreas espumas remataron a las gelatinas, espumas servidas como nubes, pues lo mismo permitían licuar unas tristes acelgas hasta esponjarlas en algo hermoso que mejorar un dulce con la pompa de una nube de algodón. Empezaba la magia de las texturas y la decoración, el desconcierto en las bocas, las flores comestibles, el elemento crujiente imperativo (la pasta filo, qué hallazgo) y el brochazo de pintor en el plato para presentar cualquier salsa o aliño. «Va a comer usted un Foie bajando las escaleras sobre fondo vaporoso de hongos, de nuestra exposición monográfica de 1996».

      En esta nueva escuela de pintura encajaron de maravilla los aceites verdes para aliñar, infusionando perejiles o albahacas en el jugo de la oliva y triturándolas hasta lograr una pasta clorofílica refulgente, cargada de aromas y densa. Pero amén de pintarrajear los platos había que contrastar texturas, y a los aceites les siguieron las arenas como guarnición contrapuesta, arenas resultantes de la deshidratación de carnes, pescados o champiñones que se fueron adelgazando a su vez en el fondo del plato hasta convertirse en polvo; en polvo de setas, polvo de chocolate, polvo de rodaballo, polvo de estrellas, claro. Porque no es lo mismo un polvo de queso que un queso en polvo, por supuesto.

      De entre todas las setas, los nuevos chefs se enamoraron con fruición de la boletus, que casualmente era la más cara, o que aumentó descabelladamente su precio a causa de ese idilio nacional. Las lujuriosas láminas de boletus se soltaban sin parar sobre esas negras bandejas de pizarra que ahora empezaban a sustituir a los platos, y que dejaban sin uñas a tantos y tantos camareros al retirar el servicio. Boletus a la plancha, boletus en sopas, en salsas, en croquetas… ¿De dónde salen tantos boletus, por dios bendito?

      Aparte de camareros, los restaurantes laureados añadían decenas de becarios conforme aumentaba su fama y se alargaban sus menús, convirtiendo las partidas de cocina en pequeños ejércitos especializados. Los pinches que salían de las escuelas de hostelería se pasaban sus primeros años entre tareas ingratas, como manipular a los peces y al marisco con pericia de cirujano. El salmonete, por ejemplo, se puso de moda servido con sus lomos desespinados y acompañado por su jugo, resultado de aprovechar los esqueletos hasta sintetizarlos en la esencia del pez. Nada de consomés: era la hora de transformar el mar en zumo. En general, al pescado se le empezó a ofrecer el respeto que merecía en un país donde siempre lo habíamos servido normalmente entero —con su cabeza, su cola y unas patatas panadera— y normalmente pasado de horno —bien tieso, para matar gérmenes y escrúpulos—. La nueva cocina nos acostumbró a los troncos y lomos marcados a la plancha y rematados en el horno o en la salamandra, pero respetando la ternura de su interior. Las pieles fueron fritas aparte cual cortezas de cerdo. El marisco fue igualmente desmenuzado y esenciado, acomodado en formas fáciles de comer y combinado con la misma audacia que por siglos ha requerido capturarlo. Bombones de oricios con trufa, qué placer. Todavía se me estremecen las ingles recordando la gula que me encendieron la primera vez que los probé en Asturias.

      Tras los peces, hubo que incorporar a las humildes verduras a la sofisticación. Primero se trituraron en cremitas servidas como anticipo del espectáculo, como sorbete de recepción al posterior desfile de viandas, que ya eran anunciadas en la carta con tres líneas de descripción y una solemne explicación del maître. En una segunda conquista, se presentaron como guarniciones breves y finas, abandonado progresivamente la costumbre de hervir judías verdes y alcachofas hasta la extenuación, y procurando dejarlas al dente con escaldados que encendían sus colores y confitados que concentraban su sabor. Finalmente, las plantas se ganaron sus propias pizarras en estos desfiles de bocados, consiguieron su cuota merecida en la factura de cien euros.

      La cesta nacional, no obstante, disponía de unas posibilidades limitadas para sorprender al comensal, así que los cocineros aprovecharon la liberalización de mercados y la interconexión global para viajar e importar a precios razonables nuevos ingredientes que dejaran al cliente estupefacto. Llegaron los ceviches, el cilantro, el chile, las gyozas.

      Y así pasamos, en un pispás, en apenas tres décadas, del cuenco de barro con migas y tocino, a la gelificación y la cocina al vacío. España se llenó de gourmets, de trampantojos y de algún que otro crítico pontificando sobre lo bonito que es el humo. Porque en muchos platos, literalmente, se insuflaba humo.

      Los comensales vulgares nos acomplejamos ante tamaños milagros. Con 30 años, yo andaba tan perdido en aquella bruma de modernidad hostelera de los restaurantes Michelin como cuando, de crío, con 10 años, intentaba calcular cuántas patatas se han utilizado para elaborar cada bolsa de patatas fritas que abría. Aquella profunda duda infantil me regresaba cada fin de semana con el vermú familiar que preparaba mi padre y que inevitablemente presidía —y sigue presidiendo—un gran cuenco rebosante de patatas fritas. Hipnotizado por aquel misterio fabril, cogía patatas fritas de un tamaño similar y las alineaba con las manos, en un absurdo intento por recomponer el puzle del tubérculo original. Mi padre, que se había gastado un dineral en la óptica para proporcionarme las gafas de culo de botella que gastaba yo, al descubrirme en esa estampa de aplastante inteligencia infantil, capaz de cuestionar por sí sola toda la Educación General Básica y tan alarmantemente parecida a la alfarería loca que practicaba el protagonista de Encuentros en la tercera fase para vaticinar dónde iban a aterrizar los extraterrestres, solía dispensarme sin pestañear un tremendo collejón. Desproporcionado, sí, pero comprensible. Quizá lo hacía con el ánimo de reiniciarme, como quien sacude un electrodoméstico encallado con esa sabiduría popular tan absurda y propia de quienes no se han leído en su vida un manual de instrucciones. El sopapo parental, no obstante, nunca me alejó de mi búsqueda tubérculo-espacial. Por eso, cuando nadie me ve, sigo juntando patatas fritas. Por eso traslado siempre al maître las abundantes dudas que me surgen ante lo que me está declamando. Por eso, también, he acabado escribiendo de comida en diversos medios y formatos. Lo contaría solo en Facebook, pero no es lo mismo. Necesito un relato más amplio.

      Curiosamente, esa transformación alimentaria fundamental que vivieron las despensas y los restaurantes de España a finales del siglo XX, y que actualmente ha llegado al paroxismo, es comparable por trascendencia a la que posteriormente, a partir del 2000, provocarían internet y las redes sociales. Los dos fenómenos comparten aparentes paradojas. Hoy los pobres están gordos, de la misma forma que muchos humanoides inadaptados se hinchan de amigos y followers en Facebook o en Instagram. Comemos toda suerte de alimentos industriales, tumbados en el sofá y hasta el hartazgo, de igual forma que nos relacionamos masivamente con seres humanos de todo el mundo desde el pequeño encapsulamiento de nuestro teléfono móvil. En general, los adultos comemos muchos más productos que cuando éramos pequeños, y delegamos la satisfacción de la cocina en empresas o en restaurantes, que tan pronto nos tratan de fábula como nos tangan. Es la fortuna de haber nacido en una época con infinitas posibilidades, donde cualquier imaginación —y cualquier trampa— es susceptible de convertirse en realidad. Pero, a causa de la complejidad de dichas ingenierías, también desconocemos cómo se fabrica, de dónde viene o qué compone casi todo lo que ingerimos. Como ignoramos quién hay detrás de nuestros innumerables contactos en la red, o cómo se utilizan nuestros datos personales y bancarios cuando nos registramos en un ciberlugar. Probablemente antes nos conducíamos con la misma inconsciencia por la vida, solo que el mundo no era tan desmesurado ni eléctrico.

      En Cooked, la serie de Netflix que adapta su fantástico libro, Michael Pollan subraya que a lo largo de las últimas décadas hemos perdido «el contacto con la comida». El camino desde la siembra hasta la mesa se ha bifurcado en tantos afluentes que hemos perdido la pista de qué es exactamente lo que estamos comiendo cuando abrimos una caja de croquetas congeladas, cuando compramos un pollo sospechosamente amarillo o cuando nos sirven una arena de boletus. «¿Me pasas la tosta de tsunami?», me pidió impasible uno de mis cuñados hace unos días en un bar mientras me señalaba un montadito de surimi al ajillo que caía a mi derecha. Casi falleció el bar entero de tanta risa.

      Comemos con fruición, sí, pero nos hemos quedado sin un relato que explique nuestras costumbres, gustos y comportamientos. Hace cien años el

Скачать книгу