La puta gastronomía. Remartini

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La puta gastronomía - Remartini Altoparlante

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apetito era sinónimo de hambre para tres cuartas partes de la población. Hoy, por el contrario, podemos elegir, lo cual ha multiplicado nuestros apetitos. Nos podemos permitir incluso el lujo de preocuparnos por nuestra salud física y ponernos a dieta, esto es, de restringirnos determinados alimentos, de restringirnos apetencias. En general, nuestras comidas transcurren igual que nuestras conversaciones: muy rápidas, variadas y divertidas. Fugaces y sin cesar. A dos carrillos. ¿Qué poco dura el deleite de unas palomitas de microondas, verdad? Desaparece casi tan rápido como el propio bol, como la satisfacción de obtener un like. Lo ves, y ya estás esperando que llegue otro. Otra palomita que lanzarte a la boca.

      Paremos. Detengámonos. Sin un relato, la cocina —o las redes sociales, o el amor, o el trabajo— se reducen a una absurda sucesión de accidentes. Necesitamos ordenar nuestra vida para conferirle sentido al final. Además, el momento lo merece, y el asunto que tenemos entre manos suele ser ignorado en nuestras narraciones colectivas: «Las historias tradicionales sobre tecnología e invención no hacen demasiado caso a la comida, y tienden a concentrarse en los imponentes avances industriales y militares: ruedas y buques, pólvora y telégrafos, aviones y radios. Si se menciona la comida, suele ser en el contexto de la agricultura, más que en el ámbito doméstico de la cocina», apunta la experta Bee Wilson para subrayar la importancia del tenedor en la civilización humana.

      En tan solo medio siglo, España ha perdido su condición agrícola y se ha convertido en un país irreconocible ante el mantel. De hecho, ni siquiera usamos en casa el mantel, esa sábana de tela para vestir las mesas que solo conservan los restaurantes de copetín. No tenemos tiempo ni ganas para lavarlos, no suelen merecernos la pena. Mejor uno de esos rectángulos decorados de Ikea fácilmente renovables. O salgamos a cenar, aprovechando que mientras todo lo anterior sucedía, mientras en las casas nos acostumbrábamos a comer tumbados para pasar el rato, olvidándonos entre snacks y redes sociales de la insoportable levedad del ser, España se ha alzado como uno de los países con mejor oferta hostelera y vinícola del mundo. Coge un vuelo barato y constata lo difícil que es reservar mesa tan bien y barato en los restaurantes de Londres, Berlín o Roma.

      Pero entonces, ¿comemos peor o mejor que cuando yo era crío? ¿Comemos mal los españoles, aunque la gastronomía esté de moda? ¿Por qué nos sentimos culpables en el sofá y magníficos en los restaurantes? ¿Esta revolución ha sido para bien o para mal? ¿Nos ha superado el tsunami de surimi?

      En definitiva: ¿quién construye hoy en día el relato de la gastronomía?

      Una respuesta rápida a esa pregunta sería Los gastrónomos. Si existieran. El problema es que en España no abundan los tipos como Michael Pollan.

      Aquellos a quienes identificamos como gastrónomos casi nunca opinan o reflexionan sobre nuestra alimentación, sobre las cosas que realmente comemos. Se centran en el espectáculo, alentando una nueva religión que se nutre de sus propios dogmas, templos y endiosamientos, y que divide a los comensales en entendidos —o sea, los fieles— y en salvajes —los demás, los incoherentes—. Los gastrónomos son capaces de vendernos a la vez la salud y el arte, la tradición y la vanguardia. Venden la vida y la muerte, como siempre han hecho los sacerdotes, solo que a sus liturgias contemporáneas las llaman experiencias; o mejor dicho, #experiencias. Es la comunión del hashtag de mi querido Gastromonguer.

      Pero yo no digo amén a esa almohadilla elitista, porque no nos sirve a los torpes. Si la cocina me ha enseñado a no avergonzarme nunca de lo que me gusta y a celebrar mis errores, si hasta me ha curado de mis peores demonios, no puedo tolerar que alguien venga a decirme qué es comer bien y qué no. Y tú tampoco, querido amigo. Aunque nunca hayas cocinado en tu casa una barra de dos toneladas.

      Hemos de perderle otra vez el respeto a los sacerdotes, como se lo perdimos después de Franco para ganar el progreso. Y para ello necesitamos un relato que integre las abundantes formas que, precisamente gracias a la civilización y la democracia, ha adquirido nuestra alimentación. Un relato que aúne todas las historias: el mercado con el hipermercado; la pereza del tresillo, con el aire fresco de una granja; el placer de hornear tus hogazas, con el derecho a comprar chocolatinas en el Lidl; los debates de Twitter sobre la Guia Michelin, con los recetarios del siglo XIX. Y ya de paso, que derribe mitos como el vino de Rioja, el arte de los egochefs o la malignidad de las hamburguesas. Que aplauda las ventajas de la comida industrial, que respete la salud como una decisión privada y que recuerde que España es un país donde el entendido, en cualquier ámbito, no es el más cultivado, sino el que acusa con más fuerza a los demás de ser unos ignorantes. Necesitamos un relato que nos devuelva a los comensales, al público incongruente, la soberanía de nuestros estómagos.

      Necesitamos, en definitiva, derribar la puta gastronomía que nos han vendido.

      Tal es el propósito de este libro. Que por supuesto, también es un cuento.

      LA COFRADÍA DE LA MANTEQUILLA NEGRA

      Una vez estuve viviendo en una ciudad extraña a la que el viento parecía darle de lado, trastornando a la gente, y donde un amigo repentino me descubrió, durante una noche de copas, un restaurante clandestino que se ocultaba dentro de otro restaurante menor, como un gigante de cuento que jugara a esconderse en el tronco de un árbol.

      Era aquel restaurante (y supongo que sigue siendo) mucho más grande que el local principal que le servía de cobertura, al parecer un simple despacho de pizzas congeladas y de otras comidas rápidas. Digo al parecer porque, para participar de aquella organización oscura, mi amigo me exigió que aceptara llegar al lugar con los ojos vendados. Así que solo pude oler la entrada al establecimiento. Me descubrieron la cara cuando ya estaba en un pasillo, frente a una puerta estrecha, encajada junto a las dos habituales para los aseos y donde se leía un cartel de Privado similar al de cualquier otro negocio. Nada sospechoso, o fácil de localizar, pues.

      Al franquear la puerta descubrías un inmenso salón interior alumbrado por una araña antiquísima y ocupado por una mesa única de roble, solemne, larguísima, en cuyos laterales se podían sentar a codos estirados decenas de comensales. La coronaba un descomunal cuadro colgado sobre la cabecera presidencial donde se dibujaban, cruzados, una varilla de cocina y un cuchillo cebollero, y bajo ellos, dispuesto en horizontal, lo que identifiqué como un sacacorchos. Sobre la mesa, candelabros de siete brazos, copas abigarradas, cubiertos de plata, flores, servilletas bordadas.

      Mientras nos sentábamos, solos aún en aquella estancia inquietante, mi amigo el iniciador me explicó en voz baja que se trataba de la sede de una logia gastronómica que entendía la comida como el único placer superior capaz de asomar lo mejor de cada hombre o mujer. La lujuria puede descoyuntar el alma en mayor medida con su ardor puntual, en efecto, pero a menudo acaba gobernada por el egoísmo. La música, el arte o la lectura, aun proporcionando alturas incomparables, se disfrutan de normal en solitario, y además constituyen trampas placenteras que te acercan al misterio, pero que luego se escapan dejándote en ascuas, a punto de entenderte a ti mismo y al mundo. Un cuadro, un párrafo o una canción hermosa pueden emocionarte hasta el tuétano y sugerirte una verdad trascendente, pero esa certeza acariciada se esfumará de regreso a tu garganta cuando intentes verbalizarla, como le sucedería a un mensajero enmudecido por un hechizo. En cambio, la comida, no. En ese sentido, es completa. Desata el razonamiento sin pretensiones, acerca a quienes comparten mantel, abre los poros del entendimiento y ensancha, si no el mundo, sí al menos el espacio de alrededor.

      Así se expresaba mi amigo, como se ve bastante moñas, amante de Proust y de Voltaire, de esos que se acostarían con María Moliner aun sin saber qué pinta tenía, un alma artística, y por supuesto un cofrade de aquel conciliábulo oculto en el desván de una pizzería. Mientras él me ilustraba y yo le escuchaba, por la puerta privada iban entrando personas de todo género

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