La puta gastronomía. Remartini

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La puta gastronomía - Remartini Altoparlante

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un relato.

      Todos los chefs insisten en que sus largos menús degustación, presentados como un desfile ordenado de bocados, pretenden «contar una historia», es decir, lo que para ellos significa la cocina. Muchos no saben en realidad qué pretenden contar, pero la frasecita, equiparable a «El fútbol es así» de los futbolistas, les emperejila ante los micrófonos, hablando de sus ingredientes como lo haría un novelista con sus personajes. A la inversa, toda la admiración por los grandes cocineros surge también de un relato, pues la proporción de aficionados que han comido o que comieron en los restaurantes legendarios, en el Noma de René Redzepi o en El Celler de Can Roca, es lógicamente ínfima. El resto, imaginamos sus recetas desde la impotencia de nuestros salarios. Los bancos todavía no han abierto líneas de crédito para viajar a Copenhague y ponerte ciego de ostras bañadas en salsa de reno.

      De igual forma, quienes disfrutamos comiendo a menudo comentamos los platos mientras los ingerimos, a veces con simples gruñidos, otras buscando las palabras mientras tragamos, atropellándonos de entusiasmo la conversación y transformando la digestión en páginas. Incluso acabamos los grandes festines recordando comilonas pasadas, actualizando nuestra lista de banquetes memorables, como hace el obispo protagonista de La gula, el cuento de Manuel Vázquez Montalbán, después de naufragar en una isla y quedarse a solas con su memoria.

      A mí me encantan los relatos, la comida y los mercados. Atendiendo a los consejos de David de Jorge, visito a mis tenderos y me encomiendo a sus advocaciones. Leo los libros de recetas como si fueran novelas, imaginándome el proceso de elaboración y sobre todo el resultado, su sabor. Cuando voy a una panadería con obrador propio prefiero encontrar cola y aguardar mi turno: así aprovecho durante más rato el aroma a levadura. Al salir, huelo la hogaza metiendo la nariz por completo en la bolsa. De ese tipo de sensaciones provocadas por la comida he estado escribiendo durante quince años en periódicos y blogs, contando lo que veía o lo que sentía.

      Todo cuanto he escrito, no obstante, es mentira, atendiendo al impecable razonamiento de Julian Barnes en El sentido de un final:

      «¿Cuántas veces contamos la historia de nuestra vida? ¿Cuántas veces la adaptamos, la embellecemos, introducimos astutos cortes? Y cuanto más se alarga la vida, menos personas nos rodean para rebatir nuestro relato, para recordarnos que nuestra vida no es nuestra, sino solo la historia que hemos contado de ella. Contado a otros, pero sobre todo a nosotros mismos.»

      La cocina no se escapa de ese proceso de narración que necesitamos los humanos para conferirle un sentido a nuestro lamentable destino final, a la absurda condena de tener que morirnos cuando decida el azar. Cocinamos para otros, pero siempre para nosotros: somos nuestros primeros comensales, los que imaginamos el plato antes de guisarlo y sus jueces más implacables. De la misma forma, escribimos para nosotros —para entender y entendernos— antes que para los demás, aunque en último término busquemos siempre el aplauso de las masas. El periodismo intenta tomar una distancia objetiva y acercar la realidad al relato, anulando el ego y priorizando los hechos, pero nunca lo consigue del todo porque no puede sustraerse de la narración, no puede prescindir de un cauce que estructure lo sucedido y que, por ende, lo manipule. Pedro J. Ramírez y Juan Luis Cebrián saben bastante de esto.

      Yo tengo un relato propio sobre mi relación con la comida, que ha tratado de ser periodístico cuando el medio lo requería y personal cuando he disfrutado de libertad absoluta para fabular. Incluye un capítulo muy bueno sobre cómo empecé a hacer pan, comprando la levadura en El Fontán, y he de empezar por ahí como homenaje a la mejor pastilla que tomé durante mi depresión. Pero también porque casi todos los libros de cocina —o sea, sus grandes relatos— señalan el pan como alimento fundamental y origen de nuestra dieta inteligente: «Cuando nuestros antepasados empezaron a trabajar con plantas comestibles, se concentraron en recoger y posteriormente plantar las semillas más grandes y accesibles, ya que la semilla es la parte de la planta que contienen más energía, y la única que puede digerir un animal con un solo estómago», cuenta Michael Pollan en Cocinar. «Hay algo primordial en fermentar una masa de pan, formarla con tus manos y esperar que se cueza. Es inexplicable», ahonda Ibán Yarza en su manual Pan casero.

      La primera vez que hice pan, bastante antes de mi Gran Trastorno, supe que tenía que hacerlo. Como cuando sabes que ha llegado la hora de cambiar de trabajo, de leerte El Quijote o de hacer el amor en otra habitación: lo sabes y punto. Para mi receta primigenia acudí al primer libro de Jamie Oliver, La cocina de Jamie Oliver, a quien amo como a un hermano mayor. Años después llegaron Ibán Yarza y Dan Lepard, dos maestros paneros con los que también he fraguado una importante fraternidad, y Pollan, cuyo canto al amasado y al horneado te hace olvidar lo tremendo que suena su apellido en castellano:

      «Me encanta sentir el tacto de la masa entre mis manos, la forma en que, después de amasarla tres o cuatro veces, esa pasta inerte y pegajosa empieza a compactarse y a volverse gradualmente más elástica, como si estuviese formada por tendones y músculos. Me encanta (y me asusta) cuando llega el momento de la verdad y abro la puerta del horno para ver cuánto ha crecido (si es que lo ha hecho) la hogaza de pan. Y también me encanta la estática amortiguada que emite el pan al enfriarse, cuando el vapor intenso rompe la corteza al escapar, inundando la cocina de ese aroma incomparable».

      Pero el día que cociné mi primera barra no conocía a Pollan ni su poesía, solo contaba con la asistencia técnica de Jamie Oliver, junto con mi antológica incapacidad para llevar a buen puerto cualquier tarea manual sin dañarme. Unas tortuosas horas después de mi debut, el resultado de mi aventura descansaba sobre la mesa de la cocina. Tenía un sabor realmente bueno, perfectamente ajustado de sal y con un tostado rústico atractivo. La veías y te decías: «¡Coño, qué barra más maja y apetitosa, sí señor! ¡Sería una gran barra si no necesitaras las dos manos para levantarla!».

      Porque a lo largo del proceso cometí uno, o quizá dos, o media docenilla de pequeños errores.

      Antes de comenzar, despejé la encimera. Pero no la despejé del todo, como más tarde pude comprobar, con dolor. Pesé las harinas, mitad normal y mitad fuerte, y les añadí la sal. Luego pesé la levadura, y la mezclé con la mitad del agua necesaria.

      Entonces hice una montaña con las harinas y escarbé en el centro un agujero, donde debía volcar el agua de levadura y mezclar, removiendo despacio, según las instrucciones de mi querido Jamie.

      Nada más volcar el agua en el agujero salió disparada por debajo de la harina, filtrándose en todas las direcciones imaginables, como si existiera un circuito subterráneo del que nadie me había avisado. «¡Ay, ay madre!». Intenté recoger el agua que se fugaba hundiendo y moviendo deprisa la montaña, en una rápida reacción propia de un jugador de ping-pong con reflejos orientales.

      Una parte indeterminada del agua acabó en el suelo. Otra, en mi pantalón, pues traté de frenarla con la cadera cuando la vi precipitándose fuera de la encimera —¿para qué hice eso?, ¿qué pensaba conseguir? ¿Escurrir luego el pantalón?—. Para más Inri, la harina dispuesta inicialmente en la montaña, al ser golpeada con excesiva fuerza, barnizó la tostadora —que no había retirado de la encimera— y la caja grande de las especias —tampoco—, además de media vitrocerámica. Y mi cara.

      Respiré, intenté calmarme.

      Hice lo que pude por reagrupar aquel desaguisado en algo parecido a una colina. Porque todavía tenía que echar el resto del agua, siguiendo el mismo proceso de esculpir un volcán y rellenarlo.

      Con el resto del agua sucedió, más o menos, lo mismo. Creo que tengo una incapacidad congénita para hacer agujeros. He de preguntarle a mis padres cómo me comportaba en la playa de pequeño, si solo me dejaban el rastrillo y me quitaban la pala para que no me ahogara o me enterrara vivo.

      Después

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