Maybe Managua. Cartalina Murillo Valverde

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Maybe Managua - Cartalina Murillo Valverde Sulayom

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      Catalina Murillo

      Maybe Managua

logoUruk

      Colección Sulayom

       San José, Costa Rica

      Primera edición, 2017.

       © Uruk Editores, S.A.

       © Catalina Murillo.

       San José, Costa Rica.

       Teléfono: (506) 2271-6321.

       Correo electrónico: [email protected]

       Internet: www.urukeditores.com

       Fotografía de portada: David Paniagua.

       Prohibida la reproducción total o parcial por medios mecánicos, electrónicos, digitales o cualquier otro, sin la autorización escrita del editor. Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley.

       Impresión: Publicaciones El Atabal, S.A., San José, Costa Rica.

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        PORTADILLA

        CREDITOS

        CAPITULO1

        CAPITULO2

        CAPITULO3

      “Si no estás seguro de lo que quieres, puedes estar seguro de que no lo conseguirás”, leyó en el cartoncito de esa semana. Cada jueves la cocinera clavaba un mensaje de esa suerte en un tablón de la entrada. Él ojeaba con condescendencia aquellos lemas animosos, pero esta vez la forma paradójica y el fondo amenazante de la frase lo interpelaron directamente. Fingió que no sentía la inquietud que sí sentía, pasó adelante, se sentó en su taburete habitual y pidió un ceviche, para empezar.

      Muchos extranjeros iban al Mercado Central a comprar hamacas y artesanías, pero ninguno se sentaba como él a comer sin remilgos los platos típicos, abundantes y baratos del lugar. Podía pasar dos horas en la barra con vistas al pasillo de aquel puesto de comidas, presenciando entre vapores las escenas efímeras que se sucedían en los tenderetes abarrotados, espiando conversaciones y gestos nimios a los que añadía encanto la fugacidad.

      De segundo solía pedir “olla’e carne”, un guiso cremoso lleno de cilantro y tubérculos de colores, pero esta vez no pudo siquiera acabar el ceviche. Llevaba trece horas con un humor tóxico envenenándole la sangre. “Maldito imbécil”. Por no habérselo soltado en el momento, no paraba ahora de insultarlo mentalmente; seguía escuchando la vocecilla ridícula de Gerardo al teléfono, esa voz de guiñol que sentenció con deleite: “¡Te has quedado colgado en ese país de mierda!”.

      Llevaban más de un año sin hablar, sin escribirse siquiera y no se explicaba por qué la noche anterior había alzado el teléfono para llamarlo, larga distancia, cobro revertido. Lo animó a cruzar el charco. Le dijo que viniera a visitarlo, que justo empezaba la estación seca en aquel país, que había mil negocios por emprender…

      “¿Qué pasa, que te has quedado sin pasta?”. Gerardo no lo dejó siquiera terminar la invitación y se puso a sermonearlo. “¡Esos países son la muerte pelada!”. Había dicho así, “esos países”, y le preguntó qué se le había perdido en ese agujero del mundo. Él respondió con algún juego de palabras del que ahora se avergonzaba, algo como que no era lo que se le había perdido sino lo que esperaba encontrar, y claro: no logró engañar al otro.

      Tras un falso mea culpa (“Todo esto es culpa mía, qué error he cometido poniéndote dinero en las manos”), Gerardo aprovechó para recordarle la deuda que tenía con él y le aseguró que, por su bien, jamás se la condonaría. Pero lo peor fue cuando, arrepentido de su dureza, ofreció comprarle un billete. Dinero no, ni un duro, pero podía pagarle el avión para que volviese a España.

      Volver… España… Estas palabras fueron el revulsivo final. A esta caridad sí respondió con todo el desprecio que pudo poner en la voz. Le dijo: “Eres un cateto, Gerardo. Nunca has entendido nada. Nada de nada”, y colgó. Pensó: “Maldito imbécil” y desde entonces no había parado de repetírselo.

      Con la boca amarga, salió del mercado sombrío a la calle y la luz y el aire fresco lo reanimaron un poco. Encendió un cigarrillo y se llenó los pulmones. Empezaba lo que ahí llamaban verano; de un día para otro, igual que habían empezado, cesaban las lluvias torrenciales y entraban por el norte los vientos alisios dorados y fríos. Echó a andar por la Avenida Central.

      —Macho, dólares –le dijo un hombrecillo esmirriado vestido de rojo y con una barba blanca postiza.

      Era imposible recorrer aquella avenida sin ser acosado por los cambistas callejeros. Llamaban machos a los rubios y rubio a cualquiera que tuviera el pelo más claro que el carbón. Al histérico centro de San José (un hormiguero de peatones sorteando puestos callejeros, montañas de basura, buses humeantes, gritos, pitos, altavoces vomitando publicidad sobre la gente…) se añadía ahora la decoración navideña: abetos, trineos, renos de plástico y una nieve sucia que cubría los escaparates y los suelos de las tiendas y que rodaba hasta las aceras, hecha de diminutas bolitas blancas de poliestireno que taponaban caños y alcantarillas.

      Vio una cabina telefónica y recordó que tenía que llamar a Kathy… Otro sermón que le acechaba tras los agujeritos de un auricular. Descolgó, rebuscó monedas en sus bolsillos, puso cien colones en la ranura, marcó y después de unos segundos escuchó satisfecho la señal de ocupado. Colgó. Se fijó en la hora para poder esgrimir el dato más tarde. 14:41. Fácil.

      Se dirigía al Gran Hotel Costa Rica. En las últimas semanas, a espaldas suyas, una rutina se había implantado sigilosa y a sus dilatados almuerzos se añadieron tardes enteras en la terraza a pie de calle de ese hotel, único sitio donde se podía beber un café aceptable. En aquel país productor del mejor grano del mundo, se bebía el peor preparado, un brebaje recalentado y exánime.

      Él se sentaba ahí a fumar uno tras otro, hasta quedar semioculto en una nube de humo. Pasar desapercibido era su mayor empeño (desde niño soñó con ser invisible), pero tuvo siempre el hándicap de ser demasiado guapo. En aquella tierra de hombres tiznados y paticortos más difícil lo tenía, con sus piernas espigadas y su espalda más ancha en los hombros que en la cintura, sus ojos verde aceituna y su pelo color arena que empezaba a canear.

      Compró el periódico El País a precio exorbitante en la tienda del hotel, se dirigió a su rincón favorito en la terraza y ordenó el café de siempre, pero imposible aquietarse esa tarde, necesitaba moverse y andar

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