Maybe Managua. Cartalina Murillo Valverde

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Maybe Managua - Cartalina Murillo Valverde Sulayom

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cinco años, cuando Gianni Tetas había aterrizado en Costa Rica evadiendo al fisco de Italia, se había ido al Caribe y le había comprado a un patriarca de la zona una parcela de cuatro hectáreas por nueve mil dólares. Cuando estaban en el despacho del notario para firmar el papeleo, Gianni había notado algo raro en las cifras. ¿Estaba todo bien?, preguntó. Todo en orden, habían dicho el vendedor, el traductor y el notario. A Gianni le tembló el pulso al firmar. Solo deseaba salir de ahí para llamar a su mamá y contarle lo que acababa de pasar. Resultó que por nueve mil dólares no le estaban vendiendo cuatro sino cuarenta hectáreas frente al mar.

      Con las pupilas dilatadas, Gianni le dijo a Juan que él no creía en la suerte (Juan tampoco y lamentó haber usado la expresión “golpe de suerte”), sino en estar en el sitio adecuado en el momento adecuado. “Que es lo que llaman suerte”, pensó pero no dijo Juan. Había llegado a la cima y ahora empezaba la cuesta descendente del alcohol. Deseó chascar dedos y aparecer tendido en la cama esponjosa del hotel antes de que empezara a amanecer, y lo consiguió quince minutos más tarde, no por teletransportación, pero nada que no pudiera remediar un taxi.

      Olor a yerba mojada. Una bandeja de frutas carnosas.

      Café humeante y cigarrillos. Llevaba seis meses con la misma rutina y cada día disfrutaba más de sus desayunos solitarios en medio de aquel vergel tropical. Esos largos desayunos eran una conquista nunca perseguida, pero alcanzada. Algunas mañanas se las tiraba enteras siguiendo las batallas a muerte que libraban insectos, gorriones y lagartijas, leyendo entre actos el Babelia. A veces se levantaba de la silla de arabescos de mimbre cuando empezaban a llegar desde la cocina los olores del almuerzo.

      Pero por los rones y los más o menos cuarenta cigarrillos de la noche anterior, esa mañana estaba resultando particularmente densa. Una loción dulzona y el tintineo de múltiples pulseritas precedieron la aparición que terminó de estropear la fragilidad del momento. Una flaca alta cruzó como una flecha el jardín y se lanzó furibunda hacia él.

      —¿Dónde te habías metido… mi amor? –dijo crispando la boca al final de la pregunta en una sonrisa, y con ello agotó todo el ímpetu que había podido reunir y se quedó de pie frente a Juan sin saber qué hacer, agarrada a su bolso como a un escudo.

      Bajo capas de maquillaje y el pelo desteñido, sobrevivía una chica sexy. Iba vestida en rigurosa simetría, los zapatos de tacón tres a juego con la cartera, los pendientes con el collar de bolas, el pintalabios con el esmalte de las veinte uñas. “¡Pareces una ecuación!”, le dijo un día Juan. Fue evidente que no era un halago así que añadió: “Llena de incógnitas”.

      —¿Al final qué pasó ayer? Me quedé toda la tarde como una idiota sentada frente al teléfono.

      Juan, que había estado fraguando varias coartadas, se detuvo a pensar por cuál decantarse. Iba lento, esa mañana, más que de costumbre y Kathy lo embistió y le pasó por encima rumbo a otro tema:

      —¿Y la silla? ¿Pasaste donde el carpintero?

      —Sí…

      —¿Y?

      —Aún no la tenía.

      —Ay, Juan… –dijo ella con ganas de darle la espalda y largarse. En vez de eso se sentó frente a él–. Ese carpintero te está agarrando de tonto, ¿no te das cuenta? Te ve extranjero y cree que puede bailarte así… –Se quedó pensativa y murmuró, mártir–: Voy a tener que ir yo misma a hablar con él.

      Juan tomó un sorbo de café. Quería decirle que el día anterior, cada vez que había visto un teléfono, había pensado en ella. Le pareció una frase romántica. Pero no le dio tiempo de abrir la boca. Ella siguió a lo suyo:

      —Autoridad, Juan, autoridad y respeto. Tú… –con los extranjeros le salía el tuteo– ¡Tú tienes que darte tu lugar!

      Diciendo esto dio un puñetazo en la mesa y la tacita de café bailó en su plato. Sus gestos y entonaciones parecían los de un androide mal calibrado.

      —Darse su lugar… –repitió Juan con voz ronca. Esa expresión le causaba una repulsa visceral.

      Ella prefirió creer que lo había herido y como si alguien hubiese activado un interruptor cambió abruptamente la cinta por una más maternal y le soltó el sermón que tantas veces le había largado, que no podía seguir viviendo así de paso, que él no era un turista, ¿qué iba a hacer cuando se le acabara el dinero? “Focus, Juan, focus”, le dijo en inglés. Acababa de terminar un cursillo de Gestión y Motivación, y seguía bajo el influjo de ciertos lemas y preceptos.

      Todo Juan la desconcertaba. Para ella era incomprensible –y por eso inadmisible– que Juan, desde que había llegado a Costa Rica, hacía dos años, viviera en hoteles. Había venido con la idea de montar un negocio de degustación y exportación de café, pero perdió interés en el asunto casi de inmediato; en realidad, había sido solo una manera de largarse de España, un país en el que uno “se moría de asco”. Kathy no conocía esa expresión tan usual en la península ibérica; la escuchó con toda literalidad y quedó impactada. Morir. De asco.

      La de España era una situación desesperada; la única salida a la crisis es por Barajas, decía Juan que decía un chiste. Entre varios amigos (ahora examigos que le mandarían a romper las piernas) habían reunido una considerable cantidad de dinero y habían mandado a Juan, el único soltero sin hijos ni hipotecas, de avanzadilla al otro lado del mar, como un mensaje en una botella.

      Nada más llegar, Juan se había instalado en un hotel de cuatro estrellas y había comprado una gigantesca furgoneta americana: una vieja fantasía hecha realidad. Pasaron varios meses y cada día gozaba como el primero de verse subido en aquel trasto. Haciéndose un guiño a sí mismo, se compró un sombrero vaquero; nunca se atrevió a ponérselo, pero lo acompañó por los caminos polvorientos de los cafetales colgando del espaldar del asiento.

      “Estimados socios…”. Empezó varias veces la carta para pedirles más dinero; otras, para anunciarles que el negocio del café se iba a pique. Nunca envió ninguna. Abandonó la misión y redujo su nivel de vida: se pasó a un hotel más modesto y empezó a andar en taxi. Un tiempo después, los números de nuevo se descuadraron. Juan se compró un paraguas y se pasó a El Hotelito, una centenaria casona de adobe a las afueras de San José, reconvertida en bed & breakfast. El Hotelito tenía un primoroso patio interior, el patio interior tenía una glorieta victoriana, y la glorieta tenía esa mañana a Kathy intentando enderezar a su novio importado.

      Cuánto lamentaba no haberlo conocido cuando acababa de aterrizar; ella hubiera impedido aquella dilapidación, aquella falta de rumbo; hasta el negocio del café habría funcionado si lo hubiera conocido a tiempo, estaba convencida. En una ocasión le dijo: “Esta forma de vivir no es una solución”. “¿Una solución a qué?”, preguntó Juan. “Ay, Juan…”.

      Hacía un par de semanas, con mucho tiento, Kathy le había dicho: “Mi amor… Tengo algo que decirte”. Juan tuvo un escalofrío de placer reviviendo el sobresalto que le habrían dado esas palabras hacía veinte años, y que ya no. Pero no era una noticia sino una propuesta lo que desenfundó Kathy: que se fuera a vivir con ella. “Mi apartamento tiene dos cuartos. Puedes usar uno para tus diseños… y eso”. Tus diseños y eso, dijo.

      “La convivencia es the end of love”, repuso Juan tan bromista como rotundo. “Quién está hablando de amor”, dijeron sin lugar a dudas los ojos de Kathy, que insistió en su plan financiero: Juan se ahorraría todos los gastos de hotel, la convivencia abarataba la vida cotidiana, podría usar su carro en lugar de estar tirando la plata en taxis…

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