Maybe Managua. Cartalina Murillo Valverde

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Maybe Managua - Cartalina Murillo Valverde Sulayom

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una guirnalda con ribetes plateados. Se acercaba la navidad. ¿Sería eso? Los festivos impuestos siempre conseguían malearle el humor. El espíritu de fin de año lo estaba amargando. 1993 ya. La vida estaba pasando rápido, pensó, y eso lo confortó un poco.

      Caminó hacia los barrios del sur buscando un zapatero remendón. Quería darles otra oportunidad a unos zapatos que le habían costado una fortuna. Kathy le había dicho que los tirara a la basura, que parecían de peón; entonces él se dio cuenta de que les tenía querencia y decidió mimarse ese pequeño fetichismo. Empezó a sentirse mejor, cerca incluso de convertir en un chiste la pifia de la madrugada.

      Pero en estas elucubraciones iba cuando la visión de un bulto en mitad de la acera hizo que una corriente eléctrica le recorriera en zigzag la espina dorsal. Era un improvisado campamento hecho de cartones y mantas raídas. Se acercó atraído por una fuerza abisal y descubrió a un hombre acurrucado ahí dentro, rellenando un crucigrama. El menesteroso levantó la cabeza y le dirigió una mirada que no era humana, una mirada animal que solo veía en él la posibilidad de una moneda. Entonces una garra de angustia le estranguló la boca del estómago y volvió a escuchar en su cabeza: “Te has quedado colgado en ese país de mierda”.

      No pudo dar un paso más, paralizado en mitad de la acera. ¿Qué era eso, una premonición? ¿Un recuerdo de su futuro? Tuvo tiempo de preguntarse pero no de responderse. Una ola le cayó en la espalda y estuvo a punto de revolcarlo, una ola de música reggae, gritos y bocinazos entre los cuales alcanzó a oír:

      —¡Juancito! ¡Te llamé con la mente!

      Se giró y vio detenerse junto a él un jeep amarillo huevo con unas llantas gigantescas, descapotado, lleno de pegatinas y abalorios colgando de los espejos. Conduciendo iba el Mechas, un flaco tostado por el sol hasta el achicharramiento, lleno él también de pulseritas, tobilleras, aretes y collares.

      —¡Juancito, tengo algo que contarte! –le dijo a gritos. Después bajó la música y añadió misterioso–: Pasó una cosa y… tengo un negocillo que proponerte…

      Desde que vivía en aquella ciudad, era la primera vez que a Juan un conocido lo reconocía en la acera. Se quedó mirando a Mechas y se echó a reír; pudo parecer una risa burlona, pero no era así, simplemente le hacía gracia, todo y cada detalle, y más su abombada melena rastafari recortada contra el cielo como un aura negra.

      “¡Movete, hijueputa!”. Un taxista detenido detrás de Mechas empezó a pitar y la pequeña cola de automóviles que se había formado hizo lo mismo.

      —Vení, vení –apremió Mechas a Juan palmeando el asiento del copiloto. Juan subió de un salto al lado del rasta, que volvió a subir la música al tiempo que aceleró, metiéndole gasolina a la vida.

      Con el viento en las caras y el sol amable de diciembre en las espaldas se alejaron envueltos en reggae hacia la zona universitaria y bohemia, donde Mechas tenía el mítico Green Bar.

      —¡Me tocó la lotería, Juancito! –le dijo el Mechas entre el estruendo de la música y el motor.

      Juan no lo pudo evitar, soltó una carcajada. Si le hubieran preguntado de qué reía no habría podido responder.

      —Te la fumaste muy verde, Juancito –le dijo el Mechas ofendido y ofensivo. Juan reía mientras buscaba una fórmula para felicitarlo por aquello que no merecía felicitaciones. En eso, Mechas le explicó en qué consistía la lotería que le había tocado. Cada cierto tiempo la embajada americana rifaba visas y permisos para trabajar legalmente en los Estados Unidos durante cinco años. Se presentaban cientos de miles de personas de toda Latinoamérica. Y hacía un par de horas Mechas se había enterado de que le había tocado una.

      —Ya tengo la vida resuelta –dijo mirando a Juan sin dejar lugar a extravagantes carcajadas.

      Llegaron al Green Bar, una desvencijada casa de madera pintada de rojo, verde y amarillo. Mechas dio un frenazo y al apagarse la música se quedó marchito. Sacó un manojo de llaves y abrió los candados que ataban con cadenas el portón oxidado de la entrada. Cualquiera habría dicho que el sitio estaba abandonado, pero no, era la tónica del país, todo, aun lo más impensable, estaba atado; el papel higiénico de los baños públicos, las tapas de hierro fundido de las alcantarillas, hasta algunos basureros, todo amarrado como si los objetos tuvieran ánimos secretos de salir huyendo.

      Juan nunca había visto el Green Bar a la luz del día. Le pareció deprimente, no el sitio, sino recordarse entre los parroquianos que cada noche, al activarse la música y las luces de colores, hacían la pantomima de alegrarse cual ratas de laboratorio. Mechas, aunque no era de ahondar en el porqué de las cosas, bien conocía esta nefasta fotosíntesis y se dirigió raudo tras la barra a servirle un ron strike al otro.

      Sin nada en las tripas, el alcohol no tardó en sumergir a Juan en un sopor desaprensivo y en minutos estaba considerando su existencia con la misma indiferencia con que consideraba la de los demás… Entrar en Estados Unidos sin mojarse la espalda y, una vez ahí, trabajar en lo que fuese, ahorrar como si no existiera el presente, volver a Costa Rica, construir dos cabañas a la orilla del mar, vivir en una, alquilar la otra y no trabajar nunca más: ese era el sueño del Mechas.

      Juan oía esos planes desde una bruma de ron. En sus cuarenta y cuatro años nunca había trabajado tanto como para entender aquella obcecación colectiva de vivir sin trabajar.

      —Juan… –Mechas se dio cuenta de que el otro no le estaba poniendo mayor atención–. ¿Vos, qué?

      Era la pregunta que más le habían hecho en la vida. Juan sabía que quien eso preguntaba más que esperar una respuesta estaba deseando lanzarle una arenga.

      —¿A vos qué te obliga a estar aquí? ¿Qué estás haciendo en esta ciudad horrenda?

      —En las ciudades bonitas, el feo es uno –dijo Juan.

      Una inquietud cruzó imperceptible la cara del Mechas. Queriendo sonar convencido y amigable, soltó lo que tenía en mente.

      —Juancito, comprame el pájaro.

      De nuevo a Juan le dieron ganas de soltar la risa pero se contuvo. Se conformó con decir:

      —Ah, pero ¿ese pájaro de verdad existe?

      —No jodás, guëvón –respondió Mechas molesto–, ese pájaro existe y es el pájaro de los huevos de oro.

      Mechas decía eso de los huevos de oro cada vez que hablaba del bendito pájaro. Se puso a liar un purito de marihuana y afectando indiferencia, contó lo de siempre: era un tipo de guacamayo enano (no medía dos palmos de altura) que algunos creían ya extinto, muy apreciado por traficantes y coleccionistas, algunos dispuestos a pagar hasta cuatro mil dólares por el espécimen. Él mismo le facilitaría una lista de seguros compradores, el truco no fallaba nunca, lo que se dice nunca, Juancito, dijo levantando la mirada del porro para clavársela a Juan.

      Juan encendió un pitillo con la punta ardiente del que estaba rematando. Esperando que Mechas cambiara de tema, paseó su mirada por las fotos que había detrás de la barra. En todas estaba el futuro migrante a la orilla del mar, con numerosas tablas de surf y otras tantas y variopintas chicas.

      —Un momento –dijo Mechas y se internó por una puerta trasera hacia el interior del local.

      Juan se quedó observando el mueble de detrás de la barra, el pequeño santuario en honor al surf y al cannabis, cerca de la caja y el teléfono. El teléfono. Tenía que llamar a Kathy.

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