Maybe Managua. Cartalina Murillo Valverde

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Maybe Managua - Cartalina Murillo Valverde Sulayom

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cortaron la línea –informó Mechas y de nuevo pensó que qué raro ese tipo, le pedía el teléfono y después se alegraba de no poder usarlo.

      —Si me comprás el pájaro te hago un pack con el jeep.

      —El coche ideal para un estafador… –se burló Juan.

      —¿Qué tiene de malo el Vigoroso?

      —Hombre, muy discreto no es…

      Juan se vio trepado en aquel armatoste y se echó a reír. Pero cuando Mechas destapó la jaula se le heló el gesto. El pájaro era una alucinación psicodélica. Parecía hecho de lajas de vidrio en toda la gama de azules, con reflejos esmeralda y rojo encendido. Juan sintió una inexplicable, aunque no novedosa, aflicción. Le pasaba desde niño, las fotos de animales prehistóricos o del fondo del océano, animales insólitos, moluscos tornasolados, insectos de antenas como melcochas de colores o peces con tres bocas en espiral, lo afligían.

      —Juancito, por ser vos, te lo dejo en tres mil dólares.

      —¿Eh? –Juan estaba todavía descolocado.

      —Cinco mil, con el carro. Es un ofertón, güevón.

      Juan volvió a tierra.

      —¿Ese es el precio para los amigos? –bromeó cada vez más disgustado. Nunca había sido de regatear, pero puesto que no se tomaba en serio al Mechas, podía hacerlo en plan experimental.

      Mechas volvió a la carga.

      —La primera vez que vendés el bicho, ya recuperás la plata. La segunda ¡flop! –Mechas se metió un dinero imaginario al bolsillo–, directo a la bolsa.

      Contaba Mechas que el guacamayo estaba adiestrado. Con el pájaro venía un silbato. Uno iba, lo vendía, se alejaba del sitio no más de quinientos metros, soplaba el pito y entonces el pájaro abría la jaula y volaba de regreso a su dueño siguiendo el silbido. Así de fácil, tantas veces como compradores hubiera, a tres mil o cuatro mil dólares la ronda.

      “Maldito imbécil”, un coletazo de la rabia de la noche anterior volvió a sacudir a Juan por dentro, pero ahora dirigida contra Mechas. ¿En serio le estaba planteando ese negocio? ¿Le había visto cara de feriante de cuarta? “¿Por quién me tomas?”, la ridícula pregunta se esbozó en la mente de Juan.

      A Mechas no le gustó la vibra que sintió en el ambiente, volvió a echar el trapo encima de la jaula y dejó el tema. Tal vez Juan no era tan inofensivo como parecía; a fin de cuentas, ¿qué sabía de él? Parecía muy refinado, hasta delicado a veces, pero si un día le decían que aquel español había entrado a un centro comercial con una ametralladora y había acribillado a todo el mundo, él no se fingiría sorprendido.

      —Mechas… –suspiró Juan.

      —¿Qué pasó?

      —En mi próxima vida quiero ser como tú.

      —No jodás –repitió el Mechas esta vez cabreado.

      Lamentó haber traído a Juan al bar, haberle revelado tantos detalles de su intimidad.

      La tercera vez que vio una cabina telefónica dijo para sus adentros imitando al extraterrestre: “Teléfono, Kathy, teléfono, Kathy”, haciendo un chiste consigo mismo con la ayuda de medio litro de ron que ya recorría sus sesos.

      Eran las dos de la madrugada. El teléfono fue lo último que vio antes de entrar en un nightclub con Gianni Tetas, un italiano mafiosillo al que llamaban así porque había sido productor de videos pornográficos, pero también para diferenciarlo de Gianni El Fino, un italiano muy mesurado que trabajaba en la embajada. Costa Rica se estaba llenando de italianos.

      Gianni Tetas había pasado donde Mechas a comprar algo de cocaína. Él y Juan tomaron ron con coca cola y pasada la medianoche Gianni invitó al Menecas. Quien entraba con él no pagaba. Mechas dejó salir su extrañeza por la afición que aquellos europeos le tenían a semejante antro.

      —Una puta de verdad tiene que ser barata –dijo Gianni Tetas.

      —Al sida le da igual el precio –replicó Mechas.

      —Pero Mechas –dijo Gianni uniendo las yemas de sus cinco dedos–, ¿usted todavía cree en el sida?

      Más o menos. Cierto que Mechas nunca le había parado mucha bola a aquella paranoia venérea; pero estaba sensible con el tema desde que se había enterado, hacía unas semanas, de que para dejarlo entrar a Estados Unidos le analizarían la sangre.

      De todas formas, a Gianni le gustaba ir al Menecas a hablar sin parar, y a Juan, a arropar su silencio y acercarse a su fantasía de ser un observador transparente. Pero no le gustaba mucho el sitio, a decir verdad; estaba ahí porque él, últimamente, se dejaba llevar. Juan había soltado riendas.

      Se sentaron en una mesita alejada del escenario porque las chicas se comportaban con Gianni como actrices con los productores de Hollywood, mutatis mutandis, y a veces bajaban de la tarima para sentarse sudorosas en su regazo, cosa que no era agradable de necesidad.

      Pero esa noche Gianni estaba más acelerado que de costumbre y no deseaba interrupciones; no quería ni podía parar de beber, fumar y hablar. Una botella de ron se irguió entre ellos como un micrófono.

      —Hay que largarse de aquí, Juan.

      —¿De dónde?

      —De Costa Rica.

      —¿Adónde?

      —A Nicaragua.

      —¿Por dónde?

      Gianni notó que Juan lo estaba vacilando, pero no se lo tomó personal ni se ofendió, e hizo bien: Juan bromeaba por motivos ajenos a su interlocutor.

      —Este país está dejando de ser lo que era –dijo y añadió una frase que en unos años devendría en cliché–: Aquí hay todo lo malo del primer mundo y nada de lo bueno del tercero. Costa Rica es un país en vías de desarrollo y lo malo es que…

      —…está a punto de llegar… –interrumpió Juan.

      —…el desarrollo en realidad es una… Cosa hai detto?

      Gianni tardó en asimilar la ocurrencia de Juan. Se quedó masticando la frase y repitió–: Costa Rica es un país en vías de desarrollo ¡y lo malo es que está a punto de llegar! Jajaja–. Viendo que Juan no se reía le preguntó–: Hai capito?

      Solo disfrutaba los chistes cuando le parecía que habían salido de su sesera. Volvió a su monorraíl:

      —Nicaragua, Juan. Hay que irse a Nicaragua.

      Juan no dijo ni que sí ni que no. Por eso a la gente le gustaba hablar para él. Tetas se lanzó a contarle de las maderas llamadas preciosas, igual que las piedras, maderas lustrosas, aromáticas como la canela, duras como el diamante y que valían su peso en oro, sin exagerar, un bosque era una mina y además, dijo vengativo, en Nicaragua no había tanta burocracia. Burocracia: era la palabra que usaban los extranjeros para referirse al aparato que intentaba refrenar su apetito depredador.

      —Nicaragua

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