Maybe Managua. Cartalina Murillo Valverde

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Maybe Managua - Cartalina Murillo Valverde Sulayom

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entre morales, psicológicos y sanitarios; del sida se hablaba solo de pasada, aunque era lo más inquietante.

      La razón, de todas formas, Kathy ya la tenía nublada. No entendía nada de nada. En su juventud, eran las mujeres las que hacían eso de calentar a los hombres sin satisfacerlos; pero es que encima –decía otra voz dentro de ella–, entre adultos maduros, una perdía a un hombre por decirle que no, no por decirle que sí. “Yo, si no follo, no me enamoro”, le había dicho Juan la noche en que se conocieron. Y habían terminado en la cama. Era la única vez que un primer acueste había tenido un orgasmo, cosa rarísima, porque Kathy solo tenía orgasmos con hombres que no la intimidaran en ningún sentido, hombres de los que no esperara absolutamente nada, que de algún modo considerara inferiores. Hombres que a veces hasta le repugnaban una vez pasado el clímax.

      Juan había sido la excepción. Sería eso lo que la había enamorado de forma fulminante. Nunca había conocido un hombre tan viril y delicado a la vez. Juan parecía sacado de una película antigua. Era tan… enigmático… Siempre parecía ausente, con la mente vagando por lugares lejanos. Cuando lo conoció, ese mutismo la llevó a pensar: es un hombre interesante.

      Él ya había hecho eso de bajarse excitado del carro. Ante la extrañeza de ella, una noche le había explicado vagamente que disfrutaba más la cresta del deseo que la satisfacción del deseo; vagamente lo había entendido Kathy, la explicación había sido bastante clara. “Me gusta quedarme así”, había dicho.

      Esta vez no la calentó ni se calentó él. Ya le había parecido a Kathy que más que una caricia había sido un gesto de despedida. Juan abrió la puerta y se bajó del 4x4. La cara de Kathy condensaba todo su desconcierto y desesperación.

      —¿Y la silla?

      —Ponla en tu tienda. Veamos qué opinan tus clientas… Había sido como tirarle un hueso a un perro. Era bastante evidente, pero Kathy lo consideró una pequeña victoria de esa noche.

      —¿Nos vemos mañana?

      —Ya es mañana.

      —Ay, Juan…

      —Claro que sí, mujer.

      Rodeó el carro y le dio un beso en la frente antes de dar media vuelta y alejarse hacia la casona por un caminillo de piedras blancas iluminado con focos de colores que lo fueron tiñendo de rojo, azul, verde… No vio, ni sintió siquiera, la mirada de Kathy sobre sus hombros. Una mirada demasiado aprensiva para ser de amor.

      Juan abrió candados y cerraduras de la entrada principal de El Hotelito con sus propias llaves. Después trancó todo bien, como ordenaban las normas de seguridad del sitio. Siempre que tenía que cumplir con ese ritual, se sentía él el intruso.

      Avanzó sigiloso por el pasillo iluminado por la luna. Estaba impaciente por llegar a su habitación. Estaba pensando en el pájaro; no se lo había podido sacar de la cabeza.

      Abrió su puerta con una agitación igual a cuando de niño se levantaba impaciente por tener entre sus manos el juguete que le habían regalado la noche anterior. Tenía ganas de verlo. Sin encender la luz, como si la oscuridad reforzara el silencio, fue hasta la jaula y la destapó.

      El pequeño guacamayo azul no le pareció tan esplendoroso como a la luz del sol. Juan tragó saliva… Qué había hecho. “No pierdo nada”, se repitió, como se había repetido en la tarde, camino del Green Bar. En el peor de los casos lo vendería por lo mismo que lo había comprado, y en el mejor, era cierto todo el cuento. Mechas aseguraba haber vendido y recuperado el ave seis veces. Seis por tres, dieciocho.

      Juan hizo cálculos mientras se cepillaba los dientes y se quitaba la ropa para meterse en la cama. Ya entre las sábanas se quedó observando la silueta del pájaro en la oscuridad y los ánimos se le precipitaron. Qué cagada, al final Mechas lo había embaucado, pensó, sin percatarse de que mientras maldecía su sino jugueteaba con el silbato entre sus dedos como un talismán.

      Teléfono. A esas horas, solo podía ser Gerardo. Ahora llamaba, el maldito imbécil. Intentó desenchufar de la pared el aparato, pero no pudo y preocupado por el timbre que rompía el silencio del pequeño hotel, levantó el auricular.

      Era Kathy. Estaba triste, dijo, y su voz delataba que era verdad. Llamaba para preguntarle (casi con idénticas palabras) lo que ya le había preguntado en el auto, sus objetivos con ella y con la vida. A Juan lo calentó aquella voz lastimera. Estiró el ensortijado cable del teléfono y volvió a la cama.

      —Cómo es el erotismo –la interrumpió–, ahora oyéndote se me está poniendo dura.

      Kathy se quedó muda. Tuvo ganas de decirle “cabrón” y también de arrancarle los pantalones y agarrar esa erección a lengüetazos. Pero ambos impulsos eran inconfesables hasta para ella misma.

      —¿Me la vas a mamar, Katita? –le preguntó Juan excitado.

      Silencio.

      —¿Me la vas a chupar como solo tú sabes, Katita mía?

      Kathy se sorbió los mocos y accedió a entrar en la charla caliente que su novio le proponía, pero entibiándola, tratando de arrastrar a Juan al amor y la ternura.

      —“La ternura me la pone dura” –recitó Juan. Era un lema de Gerardo.

      Al final, ninguno de los dos consiguió llevar al otro a su terreno. Ni lágrimas ni semen fueron derramados.

      —¿Nos deja, don Juan? –la señora de la limpieza lo lamentó de corazón. Le gustaba aquel inquilino. Era un hombre sencillo, que la trataba de igual a igual; uno de los raros extranjeros que no se sentía superior a los lugareños–. ¿Cuándo se va?

      —En este instante.

      Tras anunciar en El Hotelito que se marchaba, y capear preguntas sobre su futuro inmediato, en la mañanita del segundo jueves de diciembre se subió Juan con sus bártulos al jeep amarillo huevo que perteneciera al Mechas. No era ni de lejos su auto soñado, pero se lo había dejado tirado de precio. Juan, cuando imaginaba cómo contaría él su propia historia, se veía atravesando el continente americano en un mustang descapotable de asientos acolchados como bembas coloradas.

      Había sido un golpe intuitivo comprar el pájaro. Parecía una locura, pero era su posibilidad más concreta de mantenerse. ¿Si no, qué? ¿Irse a vivir con Kathy? ¿Buscar trabajo como arquitecto? No. Vivir de la arquitectura, no. Era algo que había tardado mucho en entender e imposible de explicar a la gente. No era por principios ni por no prostituirse, todo trabajo podía ser considerado una forma de prostitución y él estaba dispuesto a hacerlo y lo hacía, pero no con la arquitectura. La arquitectura era (o había sido) lo más cercano a una pasión en su vida.

      Diletante, quería ser él. Esa palabra tan desprestigiada había terminado por resultarle muy adecuada. Solo así le parecía aceptable dedicarse a la arquitectura. Proclamarse profesional de la arquitectura tenía que ser un chiste, o un eufemismo, como decir “profesional del sexo”.

      Era agotador hacérselo ver a los demás. Hacía pocos años había decidido dejar de dar explicaciones; ese había sido el inicio de su liberación. De los quince a los cuarenta había vivido explicándose, justificándose, deseando ser comprendido sin saber por qué ni para qué. Así era expulsado uno de la infancia hacia la adultez; ser adulto significaba hacerse comprensible para los demás. Harto, una vez le dijo a Gerardo: “Si te lo tengo que explicar es que no lo vas a entender”, y cayó en cuenta de

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