Maybe Managua. Cartalina Murillo Valverde

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Maybe Managua - Cartalina Murillo Valverde Sulayom

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de qué se burlaba él.

      En balde se proponía Kathy cada día no regañar a Juan, no pedirle explicaciones, no dirigirse a él como la madre abnegada de un niño tonto. Ahora, escuchaba harta sus propios sermones como si los dijese otra. Conforme perdía bríos fue bajando el volumen… hasta que con un suspiro su voz se apagó como una llamita.

      Juan sacó el último cigarrillo que quedaba en la última cajetilla, sin darse cuenta de que había dejado su mirada perdida en la de Kathy.

      —¿Qué estás pensando? ¿Por qué me ves así? –preguntó ella inquieta.

      Por qué estaba tan enamorada de él una mujer que lo menospreciaba tanto, eso estaba pensando.

      —En que me he quedado sin tabaco –dijo y se puso a acariciar de arriba abajo el cigarrillo, postergando el momento de darle fuego.

      Kathy fingió ver la hora en su muñeca y se levantó sobreactuando tener prisa y montones por resolver en el día laboral que tenían enfrente. Pensaba que así le contagiaría las ganas de hacer cosas. Ella, con aquella vida amodorrada y errática, estaría deprimida.

      Repitió su amenaza de pasar donde el carpintero a exigirle la entrega inmediata de la silla piloto que les estaba haciendo; esperó que Juan le prohibiera meterse en sus asuntos, pero ni eso. Le propuso recogerlo para ir a la cena que daban esa noche los Giannis, y tampoco. Juan, tras dudarlo unos instantes, dijo que llegaría por su cuenta. En realidad no lo había dudado. Lo que Kathy vio en sus ojos, un segundo no más, fue un plan para esa tarde, una aventura de la que ella no sería parte.

      —Adiós, Juan.

      Últimamente cada vez que decía esas dos palabras le entraban ganas de llorar.

      Iban a dar las nueve de la noche cuando Kathy notó que por los nervios tenía mal aliento y se llevó un chicle de menta a la boca. Juan, que era obstinadamente puntual, no había aparecido aún. Gianni el Fino veía compungido cómo su vino chianti era deglutido por aquella boca mentolada. Anunció molesto que echaría la pasta al agua, y en eso sonó el timbre. “Nunca falla”, dijo el anfitrión y desapareció hacia la cocina. Kathy sintió un calambre y rio exageradamente con la coincidencia.

      Una de las empleadas nicaragüenses bajó a abrir. La casa de los Giannis (el hogar conformado por Gianni El Fino, su mujer Giannina y sus dos hijos, de tres y cinco años) tenía una disposición inusual; las habitaciones quedaban abajo, y la cocina y la zona social, arriba. Era algo muy inconveniente en un país tan húmedo, pero ellos no lo sabían cuando mandaron diseñar la vivienda. Sorprendidos de que nadie lo pensara antes, creyeron darle un giro mínimo y genial a la arquitectura local, y buscaron aprovechar las vistas de la ciudad que, de noche y de lejos, parecía hermosa.

      Juan le dio su paraguas y su gabardina a la empleada nica y la saludó, tuteándola. A él se le perdonaba. Subió las escaleras, giró a la izquierda bordeando un biombo y entró al salón donde, erguida en medio de los invitados, estaba la silla siendo venerada como un tótem. Todas las miradas se volvieron hacia Juan.

      —¡Están fascinados con tu silla! –exclamó Kathy acercándose a él mascando chicle. Parecía que lo iba a devorar pero le dio solo un besito de periquito, para no mancharlo con pintura de labios.

      La silla era muy ligera, apenas una evocación de silla, hecha con las líneas mínimas para poder decir: esto es una silla.

      —No encuentras una silla así en todo Costa Rica –dijo Giannina y se acercó a saludarlo con dos sonoros besos.

      Kathy aplaudió, espontánea, roja de orgullo. A Giannina y a Juan les dio vergüenza ajena.

      —No te lo esperabas, ¿eh? –le dijo Juan a su novia. Pero lo dijo con gran sonrisa y Kathy no percibió el sarcasmo.

      —Qué malo eres –le dijo Giannina a Juan, sonriendo con sus ojazos azules.

      Aquella silla era para Kathy la consumación de algo. Todo había empezado ahí mismo, en casa de los Giannis, una lluviosa tarde de domingo bebiendo grapa después del almuerzo. Kathy y Juan llevaban un par de meses saliendo y Juan la había llevado por primera vez adonde sus amigos. Entonces salió a la conversación que Juan era arquitecto. Kathy no lo sabía y no le dio mayor importancia hasta que vio la cara de sorpresa y admiración de Giannina.

      “Eres arquitecto…”, repitió Giannina. “Fui arquitecto”, exclamó Juan, pero la broma no fue suficiente para desviar la atención y Giannina se lanzó a hacerle el cuestionario que Kathy no habría osado –ni podido– hacerle. Así se enteraron de que Juan se había graduado con honores en la mejor escuela de Barcelona; su tesis le había llevado cinco años y había sido expuesta en una prestigiosa galería.

      Juan, ya bastante bebido, había terminado por contar que hacía unos años se había ganado el premio no sé qué de diseño (Kathy no retuvo el nombre ni le importaba). A ella se le había clavado en el alma la cara de Giannina al enterarse de todo aquello. Lo que la había llenado de orgullo había sido la mueca muda y boquiabierta de veneración que la otra le había dedicado a su Juan.

      Giannina (aún decepcionada por aquella “novia” hortera que les había traído Juan a casa) quiso marcar la diferencia entre su admiración y la de la rubia de raíces oscuras. “Ser arquitecto en Europa no es tan fácil como aquí, le dijo, allá los títulos no se compran en las universidades de garaje”.

      Esto había sido un largo domingo lluvioso. Y por eso:

      —Qué malo eres –repitió Giannina, para que no pasara desapercibida la burla de Juan y para, una vez más, marcar la distancia entre ambas femeninas admiraciones.

      Los otros invitados a la cena eran Gianni Tetas (con dos ojeras que testificaban la noche anterior) y Lenin, un costarricense de veintiocho años que trabajaba en la embajada de Italia haciendo lo que fuera, como una forma de sentirse ocho horas al día en territorio italiano. La reiterada broma era que a Lenin le pagaban porque no sabían que para ellos trabajaría gratis. Tenía una filia enfermiza por aquel país, sobre todo por la ciudad de Roma, donde algún día viviría en una buhardilla haciendo un doctorado en el pensamiento de Gramsci. Era cual si ya hubiese vivido ahí, de tantas películas y libros que había tragado, le dijo a Juan cuando se conocieron, en aquel salón. Juan le dijo que a él le había sucedido igual con Nueva York y que “se te pasará, ya lo verás”.

      —¡Está lista la pasta! –anunció Gianni y pareció que hubiese gritado ¡soldados, a las barricadas!, tal fue la carrera que pegaron todos hacia la mesa.

      Para Kathy era extraño el carácter ceremonial que tenía la comida para aquellos italianos y que Juan secundaba divertido. La pasta tenía que cocerse equis minutos exactos y comerse de inmediato; el vino se abría así, se dejaba respirar asá, se servía así, se olía asá y se bebía acusá… Una vez en la mesa, pasaban toda la cena hablando de la preparación de los platos, entrando en matices que Kathy ni sospechaba que existían. Gianni había cristalizado la cebolla por tres horas; a los tomates les había quitado cáscara y semillas; en lugar de pimienta negra había usado pimienta larga, que tenía que traer en barco desde Italia… A Kathy a veces le parecía que estaban todos montando una escena, para burlarse de ella. Si hubiera tenido un poco de seguridad en sus propios criterios, habría considerado aquella parafernalia una pedantería.

      Esta vez quiso aprovechar la velada para llevarse la silla de Juan a su molino, buscando el apoyo de todos para motivar a su hombre a ganarse la vida vendiéndoles muebles a los extranjeros ricos. No es que estuviera convencida de que tal cosa fuera posible,

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