Maybe Managua. Cartalina Murillo Valverde

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Maybe Managua - Cartalina Murillo Valverde Sulayom

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que en pocos minutos se dio la vuelta a la situación. Entre broma y broma, los tres Giannis fueron considerando a Juan con la óptica de Kathy, y El Fino tuvo ganas de hacerle la pregunta que tenía para él desde que fracasara el negocio del café: de qué pensaba vivir. Por supuesto, se contuvo; aquella pregunta frisaba el tabú entre los europeos radicados en aquel mundo mal llamado tercero.

      Casi todos estaban ahí para llevar una vida de señores rentistas, aprovechando el favorable cambio de moneda y la recepción servil de los (y sobre todo de las) aborígenes. Los italianos, considerados en masa, a ellas las encontraban busconas; sería por ser ellos los mejor cotizados y a la vez los más moralistas. Un colega de Gianni Tetas había escrito un film porno que llevaba por título Las piernas abiertas de América Latina y que si lo hubiera llegado a realizar probablemente los hubiesen quemado chingos en el Parque Morazán.

      En cuanto a Gianni El Fino, si bien tenía una casona y dos sirvientas con las que no hubiera podido ni soñar en Italia, sería injusto acusarlo de bon vivant. Él era un laborioso padre de familia. Brindaba servicios a la embajada, daba clases de administración de empresas y agenciaba pequeñas importaciones… Una mañana Gianni Tetas (de vuelta de una de sus juergas) se lo encontró en las cercanías de la embajada, con unas carpetas bajo el brazo, ajetreado y trajeado como un vendedor de biblias bajo el sol de los trópicos. Tetas se sintió cansado con solo mirarlo y le hizo una broma que seguía siendo un éxito entre la colonia italiana: “Gianni –le dijo a su tocayo–, tú eres el único italiano que ha venido a Costa Rica a trabajar”.

      Kathy, animada y secundada por el señor de la casa, quiso sacarse su más clavada espina y someter al tribunal de la mesa el extraño berrinche que agarraba su novio cada vez que se le hablaba de ganarse la vida.

      —Ganarse la vida… –masculló Juan, jovial, saboreando el oxímoron que solo él veía en la vieja expresión.

      —Juan… usted está raro, hoy –dijo Giannina.

      —¿Verdad que sí? –saltó Kathy.

      Era verdad. Normalmente permanecía callado hasta el hermetismo, con exabruptos de risas inquietantes; pero esa noche ostentaba un raro desparpajo.

      —Está como… –Giannina terminó la idea haciendo revolotear sus manos cual mariposas alrededor de su pelo.

      —Tengo pájaros en la cabeza –dijo Juan y la miró como si ambos supieran de qué hablaba, aunque no era así.

      Había una complicidad enorme entre ellos. Solían estar de acuerdo en todo lo que a gustos y valoraciones estéticas o artísticas se refería. Giannina era diseñadora de joyas y solo esperaba alcanzar cierta estabilidad económica y emocional en Costa Rica para reemprender su labor. A veces ella y Juan sostenían diálogos herméticos para Kathy (“Un postmoderno es lo que tú eres, Juan.” “No, soy un neo romántico, pero lo entenderéis demasiado tarde.”) Kathy no se sentía celosa de la italiana porque no se daba cuenta de lo atractiva que era. Giannina parecía una tortillera, siempre desarrapada, sin maquillaje y lo más chocante para Kathy: aquellos zapatazos de amarrar y de suela gruesa que no se apeaba nunca.

      Muy excepcionalmente expansivo debía de estar Juan, porque se dirigió a todos en la mesa y dijo, levantando el índice y con amanerado tono de conferencista:

      —Por decir lo que pensaba de “ganarse” la vida estuvieron por internarme en un manicomio.

      Exageraba pero, en efecto, a los quince años, en el colegio, había hecho una diatriba contra eso de “ganarse” la vida, ganarse algo que recibes gratis, perder tiempo de vida ganándosela y dándola por ganada el día en que finalmente la pierdes. El escrito era irrecuperable, pero Juan creía recordar algunas frases con exactitud. De dónde, se preguntaba, había sacado aquellas ideas; acaso tiene uno más clara la esencia de la vida a los quince.

      —Solo quien no se merece la vida tiene que ganársela –bromeó Juan.

      Solo enmascaradas de bromas soltaba semejantes sentencias.

      No: no estaba drogado y sí: sí estaba de un talante raro en él, pero el motivo nunca lo sabría ninguno de los convidados a aquella cena.

      A las tres de la madrugada subía Juan al asiento del copiloto del 4x4 de Kathy rumbo al apartamento de ella, asumió ella, pero Juan se negó lo más amablemente que pudo y dijo lastimero que al día siguiente requería levantarse tranquilo y solo en su casa.

      —Si a eso llamás “tu casa”… –oyó Kathy decir a su propia voz y se espantó de su agresividad; quiso suavizar su comentario, pero temió hundirse más. Juan hizo como que no la había escuchado.

      Kathy se quedó callada reprimiendo dentro de ella un maremoto. Hubiera deseado echarse a llorar, agarrarse a sus rodillas y preguntarle qué le pasaba, qué quería de ella, por qué, por qué, por qué le rehuía. Pero si soltaba el llanto terminaría de alejar a Juan. Avanzando a tientas, ciega, sorda, al fin se atrevió a decir, derrotada:

      —Juan… ¿Cuáles son tus objetivos conmigo?

      —¿Cómo, objetivos? –y sin dar crédito a semejante pregunta, murmuró–: ¡Mis objetivos!

      Kathy suspiró. Inspirada por el cursillo de marras, se armó de paciencia y empezó a explicar:

      —A ver… En inglés se dice targets.

      Kathy tenía que estar de broma. Juan se giró a mirarla y constató que no.

      —Darle la vuelta al mundo –respondió Juan. Era lo más bonito que jamás le había dicho a una mujer, pero Kathy, centrada en sus temores, no le dio importancia.

      —Yo no sé qué querés de mí ni qué querés de nada –dijo arisca. Cuando se enojaba, volvía al voseo.

      No hubo réplica. Atravesaron las calles vacías en silencio. Iría a dejar a Juan al otro lado de la ciudad y volvería sola a su apartamento. Sin nadie que la cuidara. Un día de tantos, en la madrugada, en un semáforo en rojo, unos encapuchados, una pistola por la ventana… La asaltarían, tal vez le harían daño…

      ¿Por qué los hombres nunca la tomaban en serio? ¿En qué momento había pasado de soltera a solterona? Todas sus amigas eran ya madres; Kathy no solo se había quedado sin pretendientes, sino también sin amigos. En San José eran cuatro gatos, ya se habían acostado todos con todos y no quedaba ningún hombre libre. Cuando le presentaron a Juan, un viernes en un bar de moda, sintió la angustia de recuperar la esperanza. Aquel extranjero era su última oportunidad. Encima era atractivo, limpio y decente, no el típico viajante harapiento y desdentado que iba a parar ahí. Había sido tal su emoción que Kathy creyó que era amor. Tenía treinta y siete años y le acababan de presentar a un hombre guapo, educado y sin hijos: premio.

      Cruzaron un portalón y entraron en la finca de El Hotelito. Ese nombre sencillo y desnudo era lo que más había llamado la atención de Juan. Kathy apagó el motor. Entonces se oyeron los grillos. El parqueo del hotelito estaba rodeado de palmeras que brillaban a la luz de la luna. La brisa de diciembre, al filtrarse entre un bosquecillo de bambú, sonaba como lascas de fino cristal.

      —Bueno, decí algo –le reprochó a Juan su silencio. Juan se volvió a mirarla. Sin apartar su mirada de la de ella, le pasó una mano casi imperceptible sobre los pechos.

      Kathy sintió un calor subirle por el cuello y detrás de las orejas. Qué guapo era. Qué ojos. Qué mirada… Pero en ese mismo instante recordó una advertencia

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