La Fontana de Oro. Benito Pérez Galdós
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-Usted es el que no debe meterse en ellas -exclamó Carrascosa sin poderse contener-; y el tiempo que le dejan libre las barbas de sus parroquianos, debe emplearlo en arreglar su casa.
-Oiga usted, señor pedante complutense, canonista, teatino, o lo que sea, váyase a mondar patatas al convento de Móstoles, donde estará más en su lugar que aquí.
-Caballero -dijo Carrascosa, poniéndose de color de un tomate y mirando a todos lados para pedir auxilio, porque aunque tenía al barbero por lo que era, por un solemne gallina, no se atrevía con aquel corpachón de ocho pies.
-Y ahora que recuerdo -añadió con desdén el rapista-, no me ha pagado usted las sanguijuelas que llevó para esa señora de la calle de la Gorguera, hermana del tambor mayor de la Guardia Real.
-¿También me llama usted estafador? Mejor haría el ciudadano Calleja en acordarse de los diez y nueve reales que le prestó mi primo, el que tiene la pollería en la calle Mayor; reales que le ha pagado como mi abuela.
-Vamos, que tú y el pollero sois los dos del mismo estambre.
-Sí, y acuérdese de la guitarrilla que le robó a Perico Sardina el día de la merienda de Migas Calientes.
-¿La guitarrilla, eh? ¿Dice usted que yo le robé una guitarrilla? Vamos, no me venga usted a mí con indirectas... -contestó el barbero, queriendo parecer sereno.
-Véngase usted aquí con pamplinas: si no le conoceremos, señor Callejón angosto.
-Anda, que te quedaste con la colecta el día de San Antón. ¡Catorce pesos! Pero entonces eras realista y andabas al rabo de Ostolaza para que te hiciera limpia-polvos de alguna oficina. Entonces dabas vivas al Rey absoluto, y en la estudiantina del Carnaval le ofreciste un ramillete en el Prado. Anda, aprende conmigo, que, aunque barbero, he sido siempre liberal, sí, señores. Liberal, aunque barbero; que yo no soy cualquier vende-humos, sino un ciudadano honrado y liberal como cualquiera. Pero miren a estos realistones: ahora han cambiado de casaca. Después que con sus delaciones tenían las cárceles atarugadas de gente, se agarran a la Constitución, y ya están en campaña como toro en plaza, dando vivas a la libertad.
-Señor Calleja, usted es un insolente.
-¡Servilón!
Esta voz era el mayor de los insultos en aquella época. Cuando se pronunciaba, no había remedio: era preciso reñir.
Ya el arma ingeniosa, que la industria ha creado para el mejoramiento y cultivo de las barbas de la mitad del género humano, se alzaba en la mano del iracundo barbero; ya el agudo filo resplandecía en lo alto, próximo a caer sobre el indefenso cráneo del que fue lego, abate y covachuelista, cuando otra mano providencial atajó el golpe tremendo que iba a partir en dos tajadas a todo un graduado en cánones de la Complutense. Esta mano protectora era la mano robusta de la mujer de Calleja, la cual, desconcertada y trémula al ver desde el rincón de su tienda la actitud terriblemente agresiva de su esposo, dejó con rapidez la labor, echó en tierra al chicuelo, que en uno de sus monumentales pechos se alimentaba, y arreglándose lo mejor que pudo el mal encubierto seno, corrió a la puerta y libró al pobre Carrascosa de una muerte segura.
Las tres figuras permanecieron algunos segundos formando un bello grupo. Calleja, con el brazo alzado y el rostro encendido; su esposa, que era tan gigantesca como él, le sostenía el brazo; el pobre Gil, mudo y petrificado de espanto. Doña Teresa Burguillos, que así se llamaba la dama, era de formas colosales y bastas; pero tenía en aquellos momentos cierta majestad en su actitud, la cual recordaba a Minerva en el momento de detener la mano de Aquiles, pronta a desnudar el terrible acero clásico. El Agamenón de la Covachuela ofrecía un aspecto poco académico en verdad.
«Ciudadano Calleja -dijo aquella señora en tono muy reposado-, no emplees tus armas contra ese pelón, que se pudre a todo pudrir: guárdalas para los tiranos».
Calleja cerró, pues, la navaja, y la guardó para los tiranos.
Don Gil se apartó de allí, llevado por algunos amigos, que quisieron impedir una catástrofe; y poco después, el grupo que allí se había formado estaba disuelto.
La amazona cerró la puerta, y dentro continuó su perorata interrumpida. No queremos referir las muchas cosas buenas que dijo, mientras el muchacho se apoderaba otra vez del pecho, que tan bruscamente había perdido. Baste decir, para que se comprenda lo que valía doña Teresa Burguillos, que sabía leer, aunque con muchas dificultades, hallándose expuesta a entender las cosas al revés; que a fuerza de mascullones podía enterarse de algunos discursos escritos, reteniéndolos en la memoria; que alentada por la barberil elocuencia y liberalesca conducta de su esposo, se había hecho una gran política, y que era muy entusiasta de Riego y de Quiroga, aunque más que los hombres de sable le gustaban los hombres de palabra, llegando hasta decir que no conocía caballero más galantemente discreto que Paco (así mismo) Martínez de la Rosa. Es casi seguro que manifestó deseos de tener delante al bárbaro Elío para clavarle sus tijeras en el corazón. Penetremos ahora en la Fontana.
Capítulo II
El club patriótico
En la Fontana es preciso demarcar dos recintos, dos hemisferios: el correspondiente al café, y el correspondiente a la política. En el primer recinto había unas cuantas mesas destinadas al servicio. Más al fondo, y formando un ángulo, estaba el local en que se celebraban las sesiones. Al principio el orador se ponía en pie sobre una mesa, y hablaba; después el dueño del café se vio en la necesidad de construir una tribuna. El gentío que allí concurría era tan considerable, que fue preciso arreglar el local, poniendo bancos ad hoc; después, a consecuencia de los altercados que este club tuvo con el Grande Oriente, se demarcaron las filiaciones políticas; los exaltados se encastillaron en la Fontana, y expulsaron a los que no lo eran. Por último, se determinó que las sesiones fueran secretas, y entonces se trasladó el club al piso principal. Los que abajo hacían el gasto tomando café o chocolate, sentían en los momentos agitados de la polémica un estruendo espantoso en las regiones superiores, de tal modo, que algunos, temiendo que se les viniera encima el techo con toda la mole patriótica que sustentaba, tomaron las de Villadiego, abandonando la costumbre inveterada de concurrir al café.
Una de las cuestiones que más preocupaban al dueño fue la manera de armonizar lo mejor posible el patriotismo y el negocio, las sesiones del club y las visitas de los parroquianos. Dirigió conciliadoras amonestaciones para que no hicieran ruido; pero esto parece que fue interpretado como un primer conato de servilismo, y aumentó el ruido, y se fueron los parroquianos.
En la época a que nuestra historia se refiere, las sesiones estaban todavía en la planta baja. Aquellos fueron los buenos días de la Fontana. Cada bebedor de café formaba parte del público.
Entre los numerosos defectos de aquel local, no se contaba el de ser excesivamente espacioso: era, por el contrario, estrecho, irregular, bajo, casi subterráneo. Las gruesas vigas que sostenían el techo no guardaban simetría. Para formar el café fue preciso derribar algunos tabiques, dejando en pie aquellas vigas; y una vez obtenido el espacio suficiente, se pensó en decorarlo con arte.
Los artistas escogidos para esto eran los más hábiles pintores de muestra de la Villa. Tendieron su mirada de águila por las estrechas paredes,