La Fontana de Oro. Benito Pérez Galdós

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La Fontana de Oro - Benito Pérez Galdós

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usted me trajo la semana pasada. ¿Pues y aquel oficialito que pronunció hace días aquel fuerte discurso en que dijo: Calendas Cartago...?

      -Delenda est Carthago, querrá usted decir.

      -Eso es: dilenda o calenda, lo mismo da -dijo el del café-. ¡Pues ese oficialito tiene unas tragaderas! Me comió dos empanadas de conejo como dos ruedas de molino. Y sobre todo, con decirle a usted que para conseguir que Andresillo Corcho saliera por esas calles gritando, como usted vio muy bien el domingo, tuve que pagarle todas sus deudas, que eran ocho meses al casero, y qué sé yo cuántos piquillos sueltos a los amigos... Y luego no gana uno para sustos, don Elías. Vuelvo a repetirle a usted que si los liberales de copete descubren estas socaliñas, no me dejarán un hueso en su lugar.

      -Mucha cautela, ten mucha cautela: nada de papeles escritos, no me dirijas cartas, no fíes al papel ni una idea sobre este punto -le dijo Elías con severidad.

      -Y dígame usted -continuó el del café, bajando la voz como si temiera ser oído por Robespierre-; dígame usted, ¿cuándo se alza la Guardia Real?

      -No sé -dijo Elías, encogiéndose de hombros.

      -Dicen que la Santa Alianza ha escrito al Rey.

      Elías debía de ser hombre prudentísimo, porque contestó «no sé» a secas como a la primera pregunta.

      Entonces se oyó otra vez, aunque muy lejano, el mismo ruido de voces, que hizo salir del club a toda la concurrencia.

      «Creo que piensan allanar la casa de Toreno».

      -Bien: me alegro -dijo el viejo con siniestra satisfacción-. Veo que empiezan a devorarse unos a otros. No podía suceder otra cosa. ¡Oh! Yo entiendo a esta canalla. ¿Y qué había de suceder? ¿España podrá estar mucho tiempo en manos de una gavilla de pensadores desesperados? Si esto durara, yo dudaría de la Providencia, que arregla a las naciones como da aliento a los individuos. España está sin Rey, que es estar sin gloria, sin vida y sin honor. ¿Había, por ventura, Constitución cuando España fue el primer país del mundo? Eso de hacer el pueblo las leyes es lo más monstruoso que cabe. ¿Cuándo se ha visto que el que ha de ser mandado haga las leyes? ¿Sería justo que nuestros criados nos mandaran? Aquí no hay Rey ni Dios. Pero esto se acabará; yo te juro que se acabará.

      Al decir esto, el viejo abría los ojos y apretaba los puños con furor. El del café no pudo resistir al encanto de tanta elocuencia, levantose de su trípode y le abrazó. Al alargar sus manos con entusiasmo, una botella cayó y fue rodando hasta dar un golpe a Robespierre, el cual, despertando súbitamente, dio un atroz maullido y fue a buscar regiones más tranquilas en lo alto del armario de los bizcochos.

      Elías sacó de un bolsillo una pequeña faja negra, que le servía de tapabocas, se la envolvió al cuello y se dispuso a salir. El cafetero, con su oficiosidad acostumbrada en presencia de aquel personaje, se dirigió a abrirle la puerta. Ya principiaba a despuntar el día. El viejo realista salió sin saludar a su amigo y tomó la dirección de su casa.

      Capítulo III

       Un lance patriótico y sus consecuencias

       Índice

      Don Elías cruzaba la Carrera de San Jerónimo, cuando vio que hacia él venían unos cuantos hombres que reían y gritaban dando vivas a la Constitución y a Riego. Trató de evitar el encuentro, y tomó la otra acera; pero ellos pasaron también, y uno le detuvo.

      Eran cinco individuos, y de ellos tres, por lo menos, estaban completamente embriagados. Nuestro ya conocido Calleja les mandaba. Componíase la cuadrilla de un chalán del barrio de Gilimón y un matutero del Salitre, un caballero particular conocido en Madrid por sus trampas y gran prestigio en la plazuela de la Cebada, y finalmente, un mocetón alto, flaco y negro, que tenía fama de guerrillero, y del cual se contaban maravillas en las campañas de 1809 y después en los sucesos del 20. El sello de sus hazañas marcaba siniestramente su rostro en un chirlo, que le cogía desde la frente hasta el carrillo, cegándole un ojo y abollándole media nariz.

      Los cinco detuvieron al anciano.

      «¡Mátale, mátale!» dijo con aguardentosa voz el matutero, pinchando con la varita que llevaba en la mano el pecho de Elías.

      -No, déjale, Perico: ¿de qué vale despachurrar a este bicho?

      -Si es Coletilla -exclamó el del chirlo, reconociéndole-. Coletilla, el amigo de Vinuesa, el que anda por los clubs para contarle al Rey lo que pasa.

      -¡Que cante el Trágala! -dijo el chalán, que estaba envuelto desde el pescuezo a la rabadilla en un ceñidor encarnado, por entre cuyos pliegues asomaba el puño de uno de aquellos célebres alfileres de Albacete que tanto dan que hacer a la Justicia.

      -Tres Pesetas, coge por ese brazo al señorito.

      Tres Pesetas puso su mano sobre el gorro de Elías y se lo tiró al suelo, dejando al aire la pelada calva del anciano. Carcajada sonora acogió este movimiento.

      «¡Miren qué orejazas de mochuelo!» añadió el guerrillero, tirándole de la derecha hasta inclinarle la cabeza sobre el hombro.

      -Pos no tiene mala cabeza e pelaílla pa jugar a los trucos -dijo el matutero, dándole un papirotazo en mitad del cráneo.

      El realista estaba lívido de cólera: apretaba los puños en convulsión nerviosa, y en sus ojos brillaron lágrimas de despecho. En esto Calleja, que parecía tener gran autoridad entre aquella gente, se agarró al brazo de Elías, y exclamó, riendo con la desenfrenada hilaridad de la embriaguez:

      «Ven, bravucón, ven con nosotros. Ciudadanos -prosiguió, volviéndose a los otros-: este es el gran Coletilla, el mismo Coletilla. Seremos amigos. Nos va a presentar al Rey constitucional para que nos haga...».

      -¡Menistros! -gritó el matutero enarbolando su vara.

      -Ciudadanos, ¡viva el Rey absoluto, viva Coletilla!

      -Vamos a jaserle comunero de la gran comuniá -dijo el matutero-. Primera prueba. ¡Qué salte!

      -¡Qué salte!

      -¡Qué salte!

      Y uno de ellos tomó de la mano a Elías como para hacerle saltar, mientras otro, empujándole con violencia, le hizo caer al suelo.

      «Zegunda prueba -chilló Tres Pesetas-: toma esta espada, pincha a uno de nosotros».

      Y sacando un sable le dio de plano tan fuerte golpe, que le obligó a caer en opuesto sentido.

      «Di '¡viva la Constitución!'».

      -¿Pues no lo ha e ezir? Y si no, yo tengo aquí unas explicaeras... -vociferó el matutero, sacando su navaja.

      -Este tunante fue el que delató al cojo de Málaga -dijo el caballero particular.

      -Y el amigo de Vinuesa.

      -Señores, este no es más que Coletilla, el gran Coletilla -afirmó Calleja con mucha gravedad.

      La ferocidad se pintaba en los ojos del matutero y del chalán. El de la cicatriz cogió por

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