La Fontana de Oro. Benito Pérez Galdós
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Читать онлайн книгу La Fontana de Oro - Benito Pérez Galdós страница 11
El militar, poco cuidadoso al fin de las imprecaciones del realista, comenzó a sentir interés hacia aquella pobrecilla, que, sin saber por qué, le inspiró mucha lástima desde el principio.
Pero llegó un momento en que el joven sintió su situación embarazosa. Elías continuaba en voz baja su soliloquio sin cuidarse de él; era preciso marcharse; y eso de marcharse sin satisfacer un poco la curiosidad y hablar otro poco con la joven, no le gustaba. Miró a Elías con insistencia y se acercó a él; pero este no daba muestras de fijar en el otro la atención, ni tenía gratitud, ni afecto, ni cortesía, ni era, al parecer, cortado por el común patrón de los demás hombres. Al fin, viéndole tan abstraído, resolvió tomar pretexto de la protección que le había dispensado para hacer hablar a la muchacha.
«No tema usted nada -le dijo en voz baja, apartándose hacia la ventana-. No ha recibido golpe ninguno. Está aterrado por la sorpresa y la ira; pero se calmará».
-Sí, se calmará... un poco.
-Y se pondrá contento.
-Contento, no.
-Cuidado: por usted no estará triste.
Esto, que podía pasar por una galantería, no hizo efecto ninguno en Clara. Volviose para mirar a Elías, que continuaba en la misma postura, gesticulando a solas. De tiempo en tiempo profería sus adjetivos predilectos: «¡Malvados, perros!».
El militar arriesgó entonces la pregunta, y bajando más la voz, y apartándose hasta llegar al hueco de la ventana, dijo:
«Tal vez será indiscreción la pregunta que voy a hacerle a usted; pero me disculpa el gran interés que por ese caballero me he tomado, y el deseo de servirle bien en lo que pueda. ¿Este señor está en su cabal juicio?».
Clara miró al militar con expresión de gran asombro; y como si la pregunta fuera una revelación, contestó:
«¿Loco?...» y después de una pausa, añadió encogiéndose de hombros: «No sé».
La curiosidad del militar creció.
«No lo tome usted a agravio; pero su conducta, sus palabras en aquella pendencia, lo sombrío de su aspecto, lo que ahora acaba de decir, me hacen creer que padece una enajenación».
Clara miraba al joven con expresión que tenía algo de afirmativa.
«Yo no sé -dijo al fin-. El pobrecito padece mucho. Yo también padezco de verle. No está nunca alegre: a veces creo que se me va a morir en un arrebato de ira. Pasa las noches leyendo libros, escribiendo cartas, y a veces habla consigo mismo como ahora. A Pascuala y a mí nos da mucho miedo: le sentimos levantarse y pasear precipitadamente, dando vueltas en este cuarto. De día sale temprano, y está fuera toda la noche».
El militar sintió aumentarse la compasión que Clara le inspiró desde el principio, porque le parecía que aquella infeliz era una mártir que sufría resignada los atropellos de un loco.
«Pero usted -dijo con el mayor interés- ¿no es víctima de sus bruscos ademanes? ¿No la maltrata a usted? Entonces sería cosa de declararle rematado.
-¿A mí? No -dijo Clara-; no me ha maltratado nunca.
Parecerá extraño que Clara, sin conocer al militar, le hiciera declaraciones que parecen de íntima confianza; pero esto, que en circunstancias ordinarias sería raro, en este caso no lo era. Clara había vivido siempre en compañía de aquel viejo: era huérfana, no tenía parientes ni amigas, no salía nunca, no se comunicaba con nadie, se consumía en el desierto de aquella casa, sin otra cosa que algunos recuerdos y algunas esperanzas, que luego conoceremos. Su carácter era extremadamente sencillo: un incidente imprevisto le ponía delante a un hombre cortés y generoso que para satisfacer su curiosidad empleaba hábiles recursos de conversación, y ella le dijo lo que quería saber; se lo dijo obedeciendo a una poderosa necesidad de desahogo, hija de su aislamiento y melancolía.
El curioso no se atrevía a continuar investigando: ya iba a despedirse mal de su grado, cuando Clara vio que tenía una mano ensangrentada, y exclamó sobrecogida:
«¡Está usted herido!».
-No es nada: un rasguño.
-Pero sale mucha sangre. ¡Jesús!, tiene usted la mano destrozada.
-¡Oh!, no es nada... Con un poco de agua...
-Voy al momento.
Clara se marchó muy a prisa y volvió a poco rato, entrando en la habitación inmediata: traía una jofaina, que puso sobre la mesa, y llamó al militar, que no tardó en acercarse.
«¿Y tiene familia?» dijo este tocando el agua con la mano para ver si estaba muy fría.
-¿Familia? -contestó Clara con su naturalidad acostumbrada-. No: me quería mucho. Yo deseo tanto que se le quiten de la cabeza esas manías... Antes era muy bueno para mí, y estaba muy alegre... Yo era muy niña entonces.
-Antes era muy bueno. ¿Y ahora no lo es?
-Sí; pero ahora... Como tiene tantas cosas en que pensar...
-¿Y desde cuándo ha variado?
-Hace mucho tiempo, cuando hubo muchos alborotos y dijeron que iban a matar a... ¿al Rey?... no sé a quién. Pero antes de eso, ya estaba casi siempre alterado. Cuando yo era muy niña... No... entonces salíamos los domingos a paseo, y me llevaba a Chamartín y comíamos en el campo con Pascuala.
-¿Y ahora no sale usted nunca de aquí?
-Nunca -dijo Clara, como si aquella soledad en que vivía fuera la cosa más natural del mundo.
El militar se interesaba cada vez más por la persona que tan repentinamente había conocido. Cada vez sospechaba más que aquella infeliz era víctima de las brutalidades del fanático. Desde el sitio en que se hallaba, veía al viejo sentado en un sillón y entregado a su mudo frenesí. Mirando después a Clara, cuya gracia sencilla y melancólica franqueza formaban contraste con el terrible realista, se aumentaron su confusión, su curiosidad y sus temores.
«¿Y usted no sale para distraerse, para ver y reponerse de estar aquí encerrada tanto tiempo?» le dijo, casi conmovido.
-¿Yo?... ¿para qué salgo? Me pongo triste cuando salgo. No veo la calle sino cuando voy a las Góngoras los domingos muy temprano; pero al verme fuera, me parece que estoy más sola que aquí.
-¿Y él no tiene empeño en que usted se divierta, en que pase agradablemente la vida? -dijo el militar casi asustado de su curiosidad y mirando de soslayo a Elías para ver si atendía a su conversación.
-¿Él? Pero yo no quiero divertirme... porque... ¿qué voy a hacer fuera de aquí? Él dice que debo estar siempre en la casa.
-¿Pero usted no trata a nadie, no ve a nadie?
-A Pascuala, que me quiere mucho.
Ya el militar tenía ganas de