La Fontana de Oro. Benito Pérez Galdós
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Frente por frente al mostrador, y en el más obscuro sitio del café, principió a destacarse una figura humana, invisible hasta entonces. Esta persona salía de la sombra, y avanzando lentamente hacia el mostrador, entraba en el foco de la escasa luz que aclaraba el recinto, siendo posible entonces observar las formas de aquel silencioso y extraño personaje.
Era un hombre de edad avanzada; pero en vez de la decrepitud propia de sus años, mostraba entereza, vigor y energía. Su cara era huesosa, irregular, sumamente abultada en la parte superior; la frente tenía una exagerada convexidad, mientras la boca y los carrillos quedaban reducidos a muy mezquinas proporciones. A esto contribuía la falta absoluta de dientes, que, habiendo hecho de la boca una concavidad vacía, determinaba en sus labios y en sus mejillas depresiones profundas que hacían resaltar más la angulosa armazón de sus quijadas. En su cuello, los tendones, huesos y nervios formaban como una serie de piezas articuladas, cuyo movimiento mecánico se observaba muy bien, a pesar de la piel que las cubría. Los ojos eran grandes y revelaban haber sido hermosos. Por extraño fenómeno, mientras los cabellos habían emblanquecido enteramente, las cejas conservaban el color de la juventud, y estaban formadas de pelos muy fuertes, rígidos y erizados. Su nariz corva y fina debió también de haber sido muy hermosa, aunque al fin, por la fuerza de los años, se había afilado y encorvado más, hasta el punto de ser enteramente igual al pico de un ave de rapiña. Alrededor de su boca, que no era más que una hendidura, y encima de sus quijadas, que no eran otra cosa que una armazón, crecía un vello tenaz, los fuertes retoños blancos de su barba que, afeitada semanalmente en cuarenta años, despuntaban rígidos y brillantes como alambres de plata. Hacían más singular el aspecto de esta cara dos enormes orejas extendidas, colgantes y transparentes. La amplitud de estos pabellones cartilaginosos correspondía a la extrema delicadeza timpánica del individuo, la cual, en vez de disminuir, parecía aumentar con la edad. Su mirada era como la mirada de los pájaros nocturnos, intensa, luminosa y más siniestra por el contraste obscuro de sus grandes cejas, por la elasticidad y sutileza de sus párpados sombríos, que en la obscuridad se dilataban mostrando dos pupilas muy claras. Estas, además de ver mucho, parecía que iluminaban lo que veían. Esta mirada anunciaba la vitalidad de su espíritu, sostenido a pesar del deterioro del cuerpo, el cual era inclinado hacia adelante, delgado y de poca talla. Sus manos eran muy flacas, pudiéndose contar en ellas las venas y los nervios; los dedos parecían, por lo angulosos y puntiagudos, garras de pájaro rapaz.
La piel de la frente era amarilla y arrugada como las hojas de un incunable; y mientras hablaba, esta piel se movía rápidamente y se replegaba sobre las cejas formando una serie de círculos concéntricos alrededor de los ojos, que remataban en semejanza con un lechuzo. Vestía de negro, y en la cabeza llevaba una gorrilla de terciopelo.
Cuando este hombre estuvo cerca del mostrador, levantose el cafetero con recelo, se fue a la puerta de la calle y escuchó atentamente algún tiempo; volvió, se asomó a un ventanillo que daba al patio, y después repitió la misma operación en una puerta que daba a la escalera. De los tres mozos del café, uno sólo estaba allí, roncando sobre un banco: el amo le despertó y le despidió. Atrancada bien la puerta, volvió aquel a su trípode, y estableciéndose en ella, miró al del gorro, como si esperara de él una gran cosa.
«¡Buena la has armado! -dijo en voz alta, seguro de no ser escuchado por voces extrañas-. ¡Otro alboroto esta noche! Y dicen que la Guardia Real prepara un gran tumulto. Usted, don Elías, debe saberlo».
-Deje usted andar, amigo; deje usted andar, que ya llegarán -dijo el flaco con voz sonora y profunda.
Y metiendo la mano en el bolsillo, sacó un pequeño envoltorio que, por el sonido que produjo al ser puesto sobre la mesa, indicaba contener dinero. El cafetero miró con singular expresión de cariño el envoltorio, mientras el viejo lo desenvolvió con mucha cachaza, y sacando unas onzas que dentro había, comenzó a contar.
Al ruido de las monedas, Robespierre abrió los ojos; y viendo que no era cosa que le interesaba, los volvió a cerrar, quedándose otra vez dormido. El viejo contó diez medias onzas, y se las dio al del café.
«Vamos, señor don Elías -dijo éste descontento-. ¿Qué hago yo con cinco onzas?».
-Por cinco onzas se vende la diosa misma de la libertad- replicó Elías sin mirar al cafetero.
-Quite usted allá: aquí hay patriotas que no dirán «viva el Rey» por todo el oro del mundo.
-Sí: es mucha entereza la de esos señores -exclamó Elías con un acento de ironía que debía de ser el acento habitual de su palabra.
-Vaya usted a ofrecer dinero a Alcalá Galiano y a Moreno Guerra...
-Esos alborotan allá, en las Cortes; de esos no se trata. Tratamos de los que alborotan aquí.
-Pues le aseguro a usted, señor don Elías de mi alma, que con lo que me ha dado, no tengo ni para la correa del zapato del orador más malo de este club.
-Le digo a usted que basta con eso. El señor no está para gastos.
-¡Y qué tacaño se va volviendo el Absoluto! Mala landre le mate, si con estas miserias logra derribar la Constitución.
-Deje usted andar, que ya se arreglará esto -contestó el viejo dando un suspiro. Y al darlo cerró la boca de tal modo, que parecía que la mandíbula inferior se le quedaba incrustada dentro de la superior.
-Pero, don Elías de mis pecados, ¿qué quiere usted que haga yo con cinco onzas...? ¿Qué le pareció aquel sargentón que habló anoche? Dicen que es un bruto; pero lo cierto es que hace ruido y nos sirve bien. Pues me cuesta un ojo de la cara cada párrafo de aquellos que sublevan la multitud y ponen al pueblo encendido... ¡Y hay otros tan reacios, don Elías!... Anteanoche subió a la tribuna uno que suele venir ahí con el barbero Calleja: ¡qué voz de becerro tenía! Empezó a hablar de la Convención, y dijo que era preciso cortar las cabezas de adormidera. Le aplaudieron mucho, y yo confieso que fue una gran cosa, aunque, a decir verdad, no le entendí más que si hubiera hablado en judío. Cuando acabó la sesión, quise picarle para que hablara por segunda vez; pero no sé si caló mis intenciones: lo cierto es que dijo que me iba a cortar el pescuezo, añadiendo que no me descuidara. ¡Qué susto me llevé! ¡Y esto se me paga tan mal! Aquel discurso que pronunció anoche a última hora el estudiantillo valenciano, me costó dos raciones de carne estofada y dos botellas de vino. ¡Ay! Si llegaran a saber estos manejos Alcalá Galiano y Flórez Estrada... le digo a usted que me voy a reír de gusto.
-Esas son las cabezas de adormidera que es preciso cortar -exclamó el viejo, guiñando el ojo y haciendo con la mano derecha, movida horizontalmente, la señal de quien corta alguna cosa.
-Pues fuera una lástima, porque son buenos chicos. Yo, francamente se lo digo a usted, aunque soy en lo íntimo de mi corazón partidario amantísimo de mi Rey absoluto, cuando oigo a esos muchachos, y especialmente cuando veo a Alcalá Galiano subir a la tribuna, y empieza a echar flores por aquella boca, y después culebras, me da un escarabajeo tan grande, que me baila el corazón y me dan ganas de abrazarle.
-Déjalos que griten: eso precisamente es lo que se busca. Mira el motín de esta noche: a ellos se les debe. Con muchos así, pronto estallará la cuerda. Eso es lo que quiere el Rey. ¡Oh! Ya verás qué pronto se despedazarán unos a otros.
-¿Pero qué hago yo con cinco onzas? -volvió a decir el dueño del café.
-Ya lo he dicho. El Rey no está para despilfarros, y para levantar de cascos a esta gente no es preciso mucho dinero.