La Fontana de Oro. Benito Pérez Galdós
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Es de advertir que el matutero era conocido entre los de su calaña por el extravagante nombre de Chaleco.
«Déjamelo a mí -exclamó el chalán-. Tríncalo por el piscuezo: quío ver lo que tienen esos realistas dentro del buche».
Muy mal parado estaba el infeliz Elías; y ya se encomendaba a Dios con toda su alma, cuando la inesperada llegada de un nuevo personaje puso tregua a la cólera de sus enemigos, salvándole de una muerte segura.
Era un militar alto, joven, bien parecido y persona de noble casa sin duda, porque, a pesar de su juventud, llevaba charreteras de una alta graduación. Traía largo capote azul, y uno de aquellos antiguos y pesados sables, capaces de cercenar de un tajo la cabeza de cualquier enemigo. Al verle que se interponía en defensa del anciano, los otros se apartaron con cierto respeto, y ninguno se atrevió a insistir.
«Vamos, señores, dejen ustedes en paz a ese pobre viejo, que no les hace ningún daño» dijo el militar.
-Si es Coletilla, el mismo Coletilla.
-Pero sois cinco contra él, y él es un pobre señor indefenso.
-Eso mismo decía yo -exclamó Calleja, con la misma risa de borracho.
-Poz que diga «¡viva el Rey constitucional!».
-Lo dirá cuando se vea libre de vosotros. Yo respondo de que es un buen liberal y hombre de bien.
-¡Si es un servilón! -exclamó Chaleco.
-¿Y qué queréis hacer con él? -preguntó el militar.
-Poca cosa -dijo Tres Pesetas, que era el más atrevido-. No más que abrirle un tragaluz en la barriga pa que salgan a misa las asaúras.
-Vamos, marchaos a vuestras casas -dijo el militar con mucha entereza-: yo lo defiendo.
-¿Usía?
-Sí, yo. Marchaos, yo respondo de él.
-Pues si no ize ¡viva la...!
-Di «¡viva la Constitución!» -exclamaron todos a la vez, menos Calleja, que se estaba riendo como un idiota.
-Vamos -manifestó el militar, dirigiéndose a Elías-: dígalo usted, es cosa que cuesta poco, y además hoy debe decirlo todo buen español.
-¡Que lo diga!
-¡Que lo iga pronto!
El militar persistía en que dijera aquellas palabras, como un medio de verse libre; pero Elías continuaba en silencio.
«Vamos, padrito, pronto» dijo el matutero.
-¡No! -exclamó Elías con profunda voz y trémulo de indignación.
Entonces Tres Pesetas alzó la vara sobre el viejo; los demás se dispusieron a acometerle, y fue preciso que el militar empleara todas sus fuerzas y todo su prestigio para impedir un mal desenlace.
«Diga usted '¡viva la Constitución!'».
-¡No! -repitió Elías. Y como si recibiera inspiración del cielo, en un arrebato de supremo valor exclamó: «¡Muera!».
Los cuatro desalmados rugieron con ira; pero el militar parecía resuelto a defender a Elías hasta el último trance.
«Apartaos -dijo-. Este hombre está loco. ¿No conocéis que está loco?».
-Que retire esas palabras -dijo riendo siempre Calleja, que aun en la embriaguez blasonaba de usar con propiedad las fórmulas parlamentarias.
-¿Qué ritire ni ritire?
-Sí, está loco -dijo Chaleco-; y si no está loco está bo... bo... borracho.
-¡Eso es... eso... borracho! -gritó Calleja, que al fin había necesitado apoyarse en la pared para no caer en tierra.
Algunos vecinos se habían asomado; algunos transeúntes trabaron conversación con el venerable Tres Pesetas, y ya sea que un ebrio se distrae fácilmente, ya que les impusiera temor la actitud firme del militar, lo cierto es que los cuatro amigos de Calleja dejaron en paz a Elías, el cual, ayudado de su protector, se levantó como pudo y se puso el gorro que casi había perdido la forma bajo los pies del matutero. El militar, al detener con un vigoroso esfuerzo el movimiento agresivo de Chaleco contra Elías, se rozó la mano izquierda con la extremidad puntiaguda de la empuñadura de la navaja que el mozo llevaba en la faja. Esta rozadura le levantó un poco la piel y le hizo derramar alguna sangre. El militar se envolvió la mano en un pañuelo, y con la derecha tomó el brazo del viejo. Este se hallaba magullado, roto y en un estado de desfallecimiento tal que no podía andar sino a pasos cortos y vacilando a cada momento.
El militar le sostuvo con fuerza, y andando con él muy lentamente, le preguntó dónde estaba su casa para llevarle a ella. Elías, sin contestarle, le encaminó haciéndole señas por la calle de Alcalá, dirigiéndose a la del Barquillo para tomar al fin la de Válgame Dios, donde aquel buen hombre vivía.
El joven militar era sin duda poco amante del silencio, y de carácter alegre y comunicativo, porque por el camino comenzó a hablar con singular volubilidad, pareciendo que el obstinado mutismo del vicio estimulaba más su prolija locuacidad.
No podemos transcribir los términos precisos en que habló este, que desde ahora es nuestro amigo, y nos acompañará en todo el tránsito de esta dilatada historia; pero conociendo su carácter como lo conocemos, es seguro que no será aventurado poner en boca suya estas o parecidas palabras:
«Hay que deplorar, amigo mío, en esta imperfecta vida humana, que las cosas mejores y más bellas tienen siempre un lado malo; fatal obscuridad que proyecta en breve parte de su esfera lo más resplandeciente y luminoso. Las instituciones más justas y buenas, ideadas por el hombre para producir efectos de bien común, ofrecen en los primeros tiempos de práctica extraños resultados, que hacen dudar a los de poca fe de la bondad y justicia de ellas. Los hombres mismos que fabrican un objeto de sutil mecanismo, vacilan en los primeros momentos del uso, y no aciertan a regular su compás y reposado movimiento. La libertad política, aplicación al gobierno del más bello de los atributos del hombre, es el ideal de los Estados. Pero ¡qué penosos son los primeros días de práctica! ¡Cómo nos aturde y desespera el primer ensayo de esta máquina!
»El mayor inconveniente es la impaciencia. Hay que tener perseverancia y fe, esperar a que la libertad dé sus frutos, y no condenarla desde el primer día. ¿No sería loco el que plantando un árbol le arrancara desesperado al ver que no echaba raíces, crecía y daba flores y frutos al primer día?».
Es probable que el militar no empleara estos mismos términos; pero es seguro que las ideas eran las mismas. Lo cierto es que al concluir esperó a ver si su peroración producía algún efecto en el viejo; pero este, sumamente abstraído, daba muestras de no atender a sus palabras y de hacer en su interior otras consideraciones no menos trascendentales y profundas.
«Es de deplorar -continuó el militar reforzando su elocuencia con un poco de mímica-, es de deplorar que los primeros derechos concedidos por la libertad sean mal empleados por algunos hombres. El hábito de la libertad es uno de los más difíciles de adquirir, y tenemos que sufrir los desaciertos de los que por su natural rudeza tardan más en adquirir este hábito. Pero no desconfiemos por eso, amigo.