Sabiduría, naturaleza y enfermedad. Mauricio Besio Roller
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No pretendemos, ni mucho menos, que el concepto biomédico de la enfermedad sea un concepto errado. Sería difícil y estéril pretender negar, por ejemplo, que la diabetes mellitus pueda ser conceptualizada adecuadamente en base a una serie de alteraciones estructurales, bioquímicas y fisiopatológicas que afectan entre otras cosas al metabolismo de los carbohidratos. Se trata de precisar más bien que el concepto biomédico de enfermedad no solo no es el único que debe entrar en consideración al examinar la enfermedad desde el punto de vista científico33, sino que, más importante aún, no es evidente que sea este concepto el que deba ser el eje organizador de la actividad médica.
Sostenemos que el punto de partida y eje estructurador de la actividad médica debe estar dado por aquello mismo que da origen a la medicina en tanto que actividad34, y que es esto lo que primariamente debe intentar ser conceptualizado. Esto que parece bastante obvio en términos generales, ¿qué significa exactamente en concreto? La actividad médica existe como tal, como una respuesta, y como respuesta a una petición. Petición que puede ser explícita o tácita, pero que a todas luces aparece como razonable y legítima. Se trata de una petición de ayuda, por parte de una persona determinada, que se considera a sí misma necesitada en lo que se refiere a su salud.
La conceptualización de la enfermedad y el orden de los conceptos
Observamos, desde ya, que la petición de ayuda procede desde una persona singular, con todos sus condicionamientos genéricos e individuales, que la afectan en su dimensión biológica, psicológica, biográfica, espiritual y cultural. Esta petición se dirige a una o más personas, quienes también poseen múltiples condicionamientos. En consecuencia, el punto de partida real de la actividad médica como tal no es la enfermedad, en la conceptualización científica (biomédica o no), que podamos hacernos acerca de ella, sino que es una petición de ayuda de una persona singular dirigida a otra u otras personas, a fin de solicitar asistencia acerca de lo que le aqueja en el ámbito de “la salud”.
A partir de este punto vemos también que la medicina aparece como una actividad “reactiva”, es decir, en respuesta a algo, y con la intención de resolver, modificar o atenuar una situación de enfermedad que aparece como algo negativo. Además, el detonante de esta actividad, la petición de ayuda, se encuentra estrechamente ligado a su finalidad, esto es, a responder adecuadamente a dicha solicitud. Por otra parte, esta petición aparece en la mayor parte de los casos como razonable y legítima, fundada en una necesidad real de la persona. Aparece, por lo tanto, como éticamente justificado (y hasta mandatorio) el que la persona necesitada solicite ayuda. Esta necesidad, entonces, pareciera formar parte integrante de aquella realidad que llamamos enfermedad.
Todo lo anterior significa que el primer concepto común y espontáneo de enfermedad, en sentido cronológico y genético, precede con mucho a cualquier concepto “científico” de enfermedad. El concepto científico de enfermedad supone al concepto común y espontáneo, a él remite y en él en último término se verifica. Por “común” queremos decir que, al menos, en el seno de un grupo humano determinado, todos entienden aproximadamente lo mismo cuando se expresa que alguien está enfermo. Por “espontáneo” entendemos que esa comunidad de comprensión no deriva de un proceso adquirido por vías de enseñanza formal. Lo que quiere decir que esta comunidad de significación encuentra su raíz en la referencia a una experiencia que surge espontáneamente en cualquier persona y con relativa frecuencia.
La experiencia y la idea de enfermedad
En los apartados anteriores hemos aludido a la necesidad de distinguir entre un concepto “común” de enfermedad y un concepto “científico” de enfermedad. Y hemos visto que ni siquiera es posible hablar de un concepto científico único de enfermedad, ya que diversas disciplinas científicas tienen cada una mucho que contribuir a esta materia. En este apartado queremos reflexionar a partir de que este concepto común o espontáneo de enfermedad es complejo y a veces ni siquiera es tan común. En efecto, dada nuestra naturaleza de vivientes cognoscitivos, la idea que formulamos acerca de lo que nos ocurre no es ajena a la experiencia, sino que forma parte de ella.
La actitud asumida frente a la enfermedad ha sido tan variable desde los inicios de la historia de la humanidad como lo es todavía en nuestros días y siempre han existido múltiples reacciones frente a ella. En diversas culturas originarias la enfermedad aparece frecuentemente ligada a conceptualizaciones imaginativas que asumen la existencia real de poderes que van más allá de lo empíricamente verificable, a los que se ha solido denominar como mágicos o transnaturales. Estos poderes o facultades, aunque pueden ser atribuidos a objetos, se retrotraen casi siempre en último análisis a sujetos humanos o semihumanos particulares que serían capaces de disponer de ellos de modo voluntario. Los seres humanos que se estima que poseen estos poderes, habitualmente adquiridos luego de un aprendizaje iniciático, son denominados magos, chamanes, meicas, brujos u otros según sea el caso. En este contexto los cambios inducidos en otras personas por parte de estos individuos pueden ser dirigidos tanto a causar un efecto dañino como a retirar de ellas una realidad indeseada. Lo que se entienda por enfermedad en este marco cultural no será sino un efecto provocado por la acción voluntaria de un sujeto investido por poderes transnaturales, que causa o retira la enfermedad por razones que se conocen y se aceptan culturalmente. Un miembro no iniciado de esa comunidad evita que él o los suyos se hagan merecedores de ese efecto; sin embargo, al haberlo adquirido, se somete a los ritos establecidos para intentar revertirlo. Es muy probable también que, salvo un daño como una herida provocada por una evidente causa externa, el resto de las afecciones hayan sido conceptualizadas como derivadas del influjo mágico de esos sujetos35.
En clima imaginativo-mágico, entonces, la enfermedad es conceptualizada como poseedora de una causa eficiente conocida, cuya presencia suele entenderse como castigo por no respetar alguna cláusula, tabú o código culturalmente validado, y cuya “sanación” depende de la voluntad del mismo causante36. La sintomatología específica en este esquema conceptual es poco relevante, ya que conociendo esa causa única para todas las afecciones, y el rito al que debían someterse, el análisis de la expresión específica de la dolencia carece de sentido.
En forma separada, y muchas veces simultánea con la concepción imaginativo-mágica de enfermedad, coexiste la interpretación religiosa de ella como un efecto causado por una falta moral en relación a la divinidad37. Esa coexistencia de magia y religión es plausible, ya que quienes eran revestidos por poderes mágicos solían ejercer también como sacerdotes, en sus caracterizaciones de chamanes, druidas, machis, etcétera. La atribución de causalidad divina para las diversas experiencias de difícil comprensión, como asimismo de toda realidad inexplicable por la sola percepción sensible, era frecuente en las primeras civilizaciones. A partir de sus registros literarios, nos encontramos con cuán emblemáticos son los efectos provocados directamente a los mortales por las divinidades egipcias, griegas y romanas, así como la personificación en dioses particulares de realidades o atributos tales como el amor, la justicia o la ira.
La dolencia experimentada por los seres humanos era seguramente entendida y querida –buscada directamente o a través de un intermediario– por alguna divinidad. Toda actitud evasiva consistía en procurar que esa divinidad revirtiera o no causara el mal temido. De allí los ritos y sacrificios de carácter religioso,