Sabiduría, naturaleza y enfermedad. Mauricio Besio Roller
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El despertar de la inteligencia en el niño
Aristóteles decía que la inteligencia antes de haber pensado es, “como una tablilla donde todavía no hay nada escrito”13. Dicho de otro modo: en un principio el niño intelectualmente no sabe nada y todo lo tendrá que aprender. Esto se refiere obviamente al aprendizaje intelectual, porque es claro que el niño desde que nace está dotado de comportamientos instintivos que ya suponen conocimientos innatos de orden sensible.
Tendrá el niño que aprender a reconocer a su madre y a su padre, como tales y no solo de forma sensible. También el alimento que le agrada y le conviene, las cosas que lo rodean, las cosas que hay que evitar y aquellas a las que hay que tender. El niño tiene “todo por aprender”, pero no puede “aprenderlo todo”. Esto último en realidad tampoco lo sabe y llegará el día en que con resignación tendrá que descubrirlo.
De los muchos ambientes geográficos en los que habría podido nacer conocerá solo algunos; de los alimentos, conocerá sobre todo los propios de su grupo humano de origen; de las muchas vestimentas posibles, usará las de su “tribu”, y aprenderá su lengua materna de entre las innumerables lenguas maternas que un niño humano habría podido eventualmente aprender. Su inteligencia saldrá entonces desde ese estado inicial de mera potencialidad, y se especificará y especializará en ciertos órdenes de cosas, y no en otros: aprenderá esta lengua, vestirá de este modo, conocerá estas plantas, estos cerros y estas llanuras.
La inteligencia humana, en consecuencia, a medida que se actualiza, también se especifica, y al actualizarse y especificarse, se perfecciona. Junto con perfeccionarse, sin embargo, igual se acota: el que aprende guaraní de niño generalmente no aprende también francés, y el que habla chino como lengua materna no habla la multitud de otras lenguas posibles. De hecho, el niño guaraní, mientras no escuche hablar otras lenguas, pensará que la suya es la única posible, el suyo el único paisaje existente, la suya la única manera de comer. Junto con formarse y conformarse, la inteligencia humana se acota, y en cierto sentido el poseedor de esta inteligencia acotada se deforma. Se deforma porque mientras no conozca otros modos de vivir, pensará que el suyo es el único posible, y operará en función de esos límites, que son los que él está acostumbrado a ver, y no los que son posibles.
Antes de acotar su inteligencia, el niño hace afirmaciones o preguntas que nos desarman: “¿qué es lo que había antes del principio?” o “¿cómo supieron mis padres que yo me llamaba Cristóbal?”. Estos juicios nos desarman porque tienen una amplitud y una radicalidad a la cual nosotros nos hemos desacostumbrado; habituados como estamos a acotar –sin darnos cuenta–, el rango del operar de nuestra mente. Es difícil contestar a las preguntas de los niños, aportándoles lo que en su etapa mental necesitan, pero sin acotarles innecesariamente la profundidad y el campo de las respuestas posibles. Solo los muy sabios pueden contestar adecuadamente a los niños.
El proceso educativo y su equilibrio
La educación formal desarrolla, agudiza, fortalece el operar intelectual del niño. Ese desarrollo es algo bueno, es necesario e inevitable. Hay sin embargo en ello un riesgo: el de limitar, rigidizar, estrechar involuntariamente el campo posible de uso de la inteligencia. Atendiendo a un espectro acotado de objetos, se corre el riesgo de que los niños acaben por pensar que solo existe aquello acerca de lo cual ellos son capaces de pensar. Para que ello no ocurra, o que ocurra en menor proporción, la educación debe poder introducir los respectivos equilibrios o contrapesos.
El niño, junto con aprender ciertas cosas, debe asimismo tomar conciencia de las que ignora; peor que ignorar, es ignorar que se ignora. Si se conocen pocas cosas y se ignora que se ignoran otras muchas, se toma lo que se sabe por un absoluto. El problema es cuando se le da valor de absoluto a lo relativo. Hay por ejemplo cosas que tienen importancia absoluta y otras que únicamente la tienen de manera relativa. La justicia en la vida social, por ejemplo, es un valor de carácter absoluto, los modos de vivirla, relativos; relativos a las circunstancias históricas, geográficas, psicológicas y materiales de los pueblos. La educación debe permanentemente estar atenta a introducir las instancias adecuadas de relativización, a riesgo –de no hacerlo–, de engendrar absolutistas; y las instancias adecuadas de absolutización, a riesgo –de no hacerlo– de engendrar relativistas. Si se suprime lo absoluto, desaparece también lo relativo, y educar sin mostrar qué es absoluto y qué es relativo no es educar. La filosofía es máximamente ambiciosa, porque aspira a alcanzar conocimientos absolutos, desde los cuales se hace posible relativizar. “Dar a cada uno lo suyo”, expresa el carácter absoluto e inmodificable de la justicia. Qué sea exactamente lo suyo para cada persona y en cada una de sus circunstancias, será en ocasiones fácil y en ocasiones difícil de determinar. Lo que no cambia, y no es más fácil o más difícil, es saber lo que se quiere determinar. La veracidad en el lenguaje humano es asimismo un elemento esencial de la comunicación y la filosofía debe ser capaz de definirla. No obstante lo anterior, saber si fue o no veraz una tal comunicación no será siempre fácil de determinar. Tener la resolución, el coraje, la perseverancia para buscar el núcleo radical y absoluto que se encuentra en cosas relativas, exige rigor y flexibilidad, saber lo que se sabe y saber lo que se ignora.
Los profesionales, su potencia y su “estrechez mental”
Los profesionales de la salud llegamos a serlo luego de un largo período de instrucción formal: preescolar, escolar básica, escolar media, universitaria y profesional. En tanto que sujetos instruidos, somos mentalmente sofisticados. Somos capaces de captar con nuestra inteligencia dominios de la realidad que otros ni siquiera sospechan. Esto es bueno y necesario, pero igualmente tiene riesgos.
Si nuestra educación preescolar, escolar, universitaria y profesional no ha tenido las adecuadas instancias de contrapeso, hay cosas importantes de la vida que quizá no veamos, y no solo no las veamos, sino que, peor aún, no sepamos que no las vemos, y operamos entonces de hecho como si no existiesen. Y no las vemos porque no se aprenden en la educación formal, o porque nuestra educación formal no ha sido equilibrada. Es decir, se ha tratado de una instrucción que ha sido formativa en lo particular, pero tal vez deformante respecto de lo general o de lo fundamental. Y estar deformado con respecto a lo fundamental no es bueno, y en un profesional, peligroso.
El desarrollo actual de las ciencias naturales, sean estas físicas, químicas o biológicas, y de las ciencias humanas y sociales, ha alcanzado un grado tal de especialización, que el cultivo de cualquiera de ellas, con algún grado de profundidad, agudiza nuestra inteligencia en grado extremo. Esto nos permite discernir con facilidad en cada campo los fenómenos correspondientes a ese ámbito de realidad y a extraer de ellos su significación conceptual. Esta capacitación intelectual opera en nuestra inteligencia de modo análogo a como una lente de aumento operaría en el ámbito de la visión. Ahora bien, y continuando con la comparación, si luego de mirar por un tiempo al microscopio, para desentrañar la estructura oculta de un tejido, se nos solicita un rendimiento visual en el entorno habitual, tendremos que retirar nuestra vista del microscopio, y readaptarnos para mirar a la realidad de forma amplia –sin anteojos–, sin las restricciones que en este caso impondría inevitablemente la visión microscópica, esto es, estrechamiento del campo visual, imposibilidad de captar un objeto en su totalidad, pérdida de la visión de conjunto y de las relaciones que se establecen entre las cosas.
La formación profesional universitaria actual se basa de