Billete de ida. Jonathan Vaughters
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Soltó una risita.
«Puede que ese sea un gran problema para Andy... pero, desde luego, es mucho mejor para su salud...».
Rechacé creer que mis héroes hubieran pensado en doparse, jamás.
«Puede que tengas razón», dijo encogiéndose de hombros, «pero no des por sentado que porque alguien sea americano no sentirá jamás la tentación de doparse».
Nos sentamos en silencio, escuchándole mientras nos contaba cómo los ciclistas júnior de todo el mundo habían tenido esta misma discusión que estábamos teniendo ahora. Nos contó que todos ellos deseaban creer que sus ídolos estaban limpios. Jamás nos habríamos imaginado que nuestra opinión pudiera sustentarse sobre prejuicios culturales. Jamás habríamos pensado que solo porque alguien hablara una lengua diferente, o viniera de una cultura diferente, no pudiera tener la misma perspectiva moral.
«Lo único que desea un buen ciclista es que en el pelotón haya justicia: que todos sigan las mismas reglas», dijo. «Porque todos pensáis que ganareis si nadie hace trampas, porque seguro que nadie es capaz de ser mejor que vosotros. Y eso está bien, es la manera en que piensa un campeón».
Después de que el Team USA regresara de aquellas aventuras europeas, todos nosotros nos aplicamos en nuestra tarea de intentar masacrarnos entre nosotros en nuestra tierra natal. Y, por supuesto, esto incluía dejar de correr en la categoría júnior y participar en todas las carreras profesionales en que nos permitiesen correr con diecisiete años. Si estábamos llamados a suceder a los Greg LeMond y Andy Hampsten teníamos que ganar ya a todos los ciclistas locales de primera categoría y a los profesionales de menor nivel antes de cumplir los dieciocho.
Acompañado de mi nuevo amigo, Colby Pearce, fui a todas esas carreras locales o regionales. Era un año mayor que yo y poseía un fiable coche japonés con el suficiente espacio como para meter dos bicicletas y el equipaje. Incluso tenía una baca para poner las bicis. Además, ambos compartíamos nuestra pasión por la música oscura y alternativa, además de por las mujeres de aspecto gótico vestidas de negro.
Colby era la antítesis del resto de ciclistas que había conocido. Leía a Nietzsche, odiaba el resto de deportes, odiaba las hermandades, odiaba el pelo con demasiado volumen y odiaba la mayor parte de lo que constituye la vida en sí misma. Estaba clarísimo que era el compañero de viajes ideal.
Nos hicimos grandes amigos y viajamos a lo largo y ancho de EE. UU. en busca de las carreras con el mayor premio en metálico posible, y en las que pensásemos que podíamos ganar a ciclistas que nos sacaban más de diez años. Si una carrera se nos daba medianamente bien sabíamos que tendríamos el dinero suficiente como para acudir a la siguiente.
Nuestra primera aventura comenzó con un viaje desde Denver a Oklahoma City. Después, una vez que nos hicimos con unas cuantas estampitas verdes del gobierno de los Estados Unidos nos dirigimos a Bisbee, Arizona, para una carrera por etapas de cinco días. Como contrapartida, toda esta libertad y exploración traía aparejada no ir a clase, no ir a las fiestas de último curso y no poder encontrar a nuestros primeros amores en las clases de álgebra.
Dormíamos en el suelo de las habitaciones de hotel de otras personas, conducíamos horas y horas y después montábamos en nuestras bicis. No teníamos teléfono móvil ni forma de comunicación alguna con casa. Éramos, simplemente, nosotros dos, unos adolescentes con un Honda blanco y dos bicicletas en el techo, en un continuo viaje por carretera, un continuo cabalgar a lomos de la libertad. Colby y yo nos hicimos inseparables, unos hermanos del asfalto que escuchaban a Duran Duran.
Colby era un alma interesante pero atormentada. Había perdido a su madre siendo un niño por culpa del cáncer, y unos años después su padre había muerto de un ataque al corazón. Era un ateo convencido, bajo el razonamiento de que ningún dios permitiría que un niño tuviera que soportar un dolor como aquel a una edad tan tierna.
Cada vez que una carrera no le iba como esperaba, o que tenía algún problema con su bicicleta, Colby culpaba a Dios. Gritaba mirando al cielo mientras decía: «¡¿Por qué me odias?!».
En uno de esos accesos de ira Colby arrojó un viejo extractor de bielas Campagnolo directo a los cielos. Ambos le perdimos la pista, pensando que, a lo mejor, esta vez sí que había golpeado en el mismísimo Dios. Es decir, lo pensamos hasta que, de repente, el extractor cayó justo sobre mi pie. Mi cara se puso como un tomate; y mi pie más aun.
«¿A qué coño ha venido eso, imbécil?», le pregunté. Colby se quedó de piedra.
Rápidamente se disculpó.
«Mi pie no tiene culpa de tu ateísmo, así que ¿podríamos dejar de gritarle a Dios, aunque fuera un poquito?», dije lleno de rabia.
Tras aquel incidente con el extractor de bielas hubo algo menos de debate filosófico y bastante más de escuchar a Depeche Mode y The Cure. Daba igual cuáles fueran nuestras diferencias, estábamos de acuerdo en nuestra manera de viajar y perfeccionamos el arte de recibir multas por exceso de velocidad y mear en botellas cuando no podíamos parar porque no llegábamos a tiempo a la siguiente carrera.
Nuestra parada final en aquella aventura nuestra que duró un mes fue la carrera por etapas de Mammoth Lakes. Se rumoreaba que iba a participar el equipo de la Unión Soviética, y ambos nos sentíamos intimidados y excitados a partes iguales.
«¡Que vienen los rusos...!».
Era como en la escena de Breaking Away en la que el Team Cinzano participaba en la Bloomington 100.
Las estrellas de los soviéticos era Vladislav Bobrik y Evgeni Berzin, quienes acabarían gozando de un gran éxito en el circuito profesional europeo años más tarde. Pero ya entonces eran unas estrellas de nuestro mundo, tras haber dominado durante años el circuito de carreras amateur en Europa. Parecía que su destino era convertirse en ciclistas profesionales, siempre que su todavía comunista gobierno les permitiera perseguir una aventura tan capitalista.
Condujimos las dieciséis horas que nos separaban de Mammoth Lakes, entusiasmados por demostrar lo buenos que éramos en comparación con la apisonadora rusa. Ambos teníamos mucho que demostrarle al mundo y el peso del rencor que cargábamos sobre nuestros hombros era como el de una montaña rocosa. Esta sería una buena oportunidad de demostrarle a todo el mundo que nosotros también podíamos pedalear como unos malditos cohetes.
Un gran número de ciclistas profesionales había decidido presentarse a la carrera y medirse contra los soviéticos. Eran cinco días y un buen puñado de etapas por encima de los 150 kilómetros atravesando puertos de montaña y desiertos: sería la carrera más dura en la que ninguno de los dos hubiera competido hasta entonces, por mucha diferencia.
La primera etapa era una cronoescalada hasta la estación invernal de Mammoth. No tenía ni idea de cuál podía ser mi papel, ni el de los contrincantes. Que me invitaran a una carrera tan prestigiosa era todo un orgullo para un soñador de diecisiete años.
Sabía que era bueno escalando, y disfrutaba de medirme en el arte de la contrarreloj, pero jamás me había enfrentado a una prueba con tantísimo nivel entre los participantes. Estaba demasiado nervioso y excitado como para comer mucho durante el desayuno. Mientras nos dirigíamos a la salida vi a muchos de mis héroes calentando. Estaban Alexi Grewal, Bobrik, Jeff Pierce, ganador de una etapa del Tour en los Campos Elíseos, y muchos más.
Al comenzar la cronoescalada consideré que un buen objetivo sería que no me pasaran los que venían por detrás, así