Billete de ida. Jonathan Vaughters

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Billete de ida - Jonathan Vaughters

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días luchamos contra los mejores «ciclistas-quiero-y-no-puedo-que-siguen-viviendo-en-el-ático-de-mamá» de Boulder por entrar en los lugares de honor en las Rocosas de Colorado. No resultó sencillo, ya que desde los mundiales júnior no había prestado demasiada atención a mis entrenamientos, pero luché con todo lo que tenía. Cuando la carrera llegó a su fin había ganado 5000 dólares en metálico, un cuadro de titanio Moots y, sobre todo, mi apuesta con Colby.

      Tras la carrera me apoyé en una cabina de teléfono junto a Colby en el aparcamiento del Motel Rabbit Ears, esperando a que él hiciera esa llamada. Él comenzó a quejarse, diciendo que en el fondo le gustaba y que tal vez no quería romper con ella. Le contesté que muy bien, pero que entonces tendría que llamarla y pedirle matrimonio.

      Al final, después de unos cuantos momentos de lo más extraño, llamó y estuvo unas dos horas al teléfono. Yo no hacía más que ir de un lado a otro buscando más monedas que meter en aquella cabina, porque él no hacía más que esquivar el asunto. Al fin dejó caer la bomba.

      Todo se había acabado: nuestra inocencia, nuestra última carrera júnior, nuestra temporada de carreras y también aquella relación. Regresamos a casa escuchando a The Cure una y otra vez.

      Después de que la temporada de carreras de ese año llegará a su fin comencé, sin demasiadas ganas, mis clases en el infame Metro State College. La Metro era la universidad en la que acababas cuando tus padres no tenían suficiente dinero para mandarte a ningún otro sitio.

      Había decidido estudiar algo parecido a filosofía e historia del arte, ya que me parecía que ninguna de esas cosas se entrometería demasiado en mis entrenamientos en caso de que, por fin, encontrara un equipo con el que correr la temporada siguiente. No sé por qué, pero no llegué a preocuparme por la posibilidad de que no apareciera ninguno. Tenía tal confianza en que mi destino era convertirme en ciclista que tenía la certeza absoluta de que, antes o después, algún equipo acabaría llamando a mi puerta.

      Comencé un agotador horario de debates sobre Aristóteles y de dibujos impresionistas para tener así un poco controlados a mis padres. Técnicamente «iba» a la universidad, así que tampoco tenían de qué quejarse. A pesar de mi cansado horario académico entrenaba cada día, sin un objetivo claro, pero considerándolo una especie de empleo.

      Como había ganado más dinero con el ciclismo del que mis amigos habían ahorrado repartiendo pizzas consideraba que me merecía contemplar que el ciclismo era mi empleo. Y desde luego que eso era en lo que quería que se convirtiese, pero alguien (algún equipo, alguna persona) tendría que hacerlo realidad.

      Y eso me condenó a largas sesiones de espera junto al teléfono. A veces todo el día.

      En ocasiones parecía como si estuviera esperando a que me telefonease alguna chica a la que había invitado al próximo baile. Si no encontraba un equipo o lograba que alguien me patrocinase sería muy complicado seguir con mis progresos en el ciclismo. De eso estaba seguro.

      Ya había logrado el galardón como mejor ciclista del estado de Colorado en la primera división/profesional, así que no me quedaba mucho más que lograr a nivel regional. El equipo nacional de los EE. UU. me llevaría a algunas carreras en Europa y Sudamérica, pero no iba a pagarme por ello y tendría que limitarme a competir en las carreras nacionales.

      Seguía viviendo en casa de mis padres, en la misma habitación de cuando era un crío, comiendo a sus expensas. Precisamente lo que quería evitar con todas mis fuerzas. Había visto a muchísimos júnior prometedores hacerse invisibles para los grandes equipos en las carreras júnior, teniendo que inventarse después la manera de seguir corriendo.

      Y eso solía llevar implícito vivir en casa, pidiendo dinero para echar gasolina, tener un trabajo a media jornada, intentar entrenar lo más posible y acabar pareciendo un auténtico perdedor en comparación con tus amigos universitarios. Miraba con desdén a aquellos ciclistas a los que les había ocurrido, aunque yo mismo estaba a punto de convertirme en uno de ellos.

      Yo quería ser como Lance o Bobby Julich. En cuanto salió de la categoría júnior, Lance firmó con un gran equipo, el Subaru- Montgomery, que le pagaba una pasta. No vivía en casa: tenía su propio apartamento, sus ingresos propios y su propio Camaro. Era la vida con la que yo soñaba.

      Envié currículos, hice llamadas, intenté pedir favores, todo lo que pude para conseguir llamar la atención de alguien, que alguien me llamara. Y por fin sucedió.

      Cuando me telefonearon fue mi madre la que cogió el teléfono y me llamó desde la planta de abajo. Al tomar el auricular escuché una voz extrañamente áspera y quejumbrosa.

      «Hola, Jonathan, soy Warren Gibson».

      Warren Gibson había dirigido unos años antes el equipo Plymouth-Reebok y era un buen amigo de Greg LeMond. En el mundo del ciclismo era conocida su displicencia, aunque se le reconocía su habilidad a la hora de hacer tratos. Había sido responsable de lograr que Paul Willerton fichase por el Z de LeMond, así que era un buen contacto que tener en tu agenda.

      Me explicó que se había fijado en mi actuación en la Mammoth Lakes y que le había impresionado mi capacidad para plantarles cara a los rusos. Estaba organizando un nuevo equipo para la temporada de 1992 y quería contar conmigo.

      Me dijo el sueldo que tendría (¡1500 dólares al mes!), las carreras en las que participaría el equipo e incluso me comentó cómo haría para ayudarme a entrar en el equipo de Greg LeMond en Europa. Estaba tan excitado que quería ponerme a gritar. Por fin. Así es como saldría del sótano de mis padres.

      El equipo estaría patrocinado por la compañía automovilística Saturn, una nueva filial de General Motors, y giraría alrededor de Bob Mionske, quien había sido cuarto en los Juegos de 1988.

      Oficialmente sería un equipo amateur -nuestros sueldos serían, técnicamente, «dietas y gastos básicos a reembolsar»- y nuestro objetivo era el de meter al mayor número posible de gente en el equipo que iría a los Juegos de 1992; sobre todo a Bob. Después de escuchar la voz, nada relajante, de Warren durante más de una hora corrí escaleras abajo, contento de poder decirles que ya no seguiría siendo una carga.

      Estaban contentos de que me fueran a pagar, pero no les hacía tanta gracia que a partir de la primavera no siguiera en la universidad. Pero aquello no tenía vuelta de hoja, era mi primer paso para convertirme en un auténtico ciclista profesional.

      Justo después de Año Nuevo recibí por correo mi prima por haber fichado por el Saturn y me fui a comprar un oxidado Porsche de 1971 que me costó 2000 dólares. Meter la bici en aquel Porsche era de lo más complicado, pero eso apenas me importaba. Necesitaba que mi coche fuera una prolongación de mi personalidad, y un Porsche naranja lleno de óxido, y que apenas funcionaba, era la elección perfecta.

      En cuanto llegué a Los Gatos, California, al día siguiente, vi a un corpulento hombre con pinta de morsa, con bigote y una brillante calva, que se acercó caminando de manera extraña hacia mi coche en cuanto entré en el aparcamiento. Era Warren.

      Me saludó de la misma manera en la que un padre saluda a su hijo que acaba de regresar a casa tras años en la guerra. Me tomó en brazos y me abrazó, llamándome todo el rato «amiguito», y lleno de alegría se puso a enseñarme el mejor hotel de carretera de Los Gatos. Hombre, el tío estaba contentísimo de tener su propio equipo, y su alegre entusiasmo era de lo más contagioso.

      La gente llamaba a Warren «Gibbo» (también le llamaban «la morsa», aunque jamás se lo decían a la cara) y Gibbo parecía un chico con un enorme juguete nuevo. No podía creerme la cantidad de dinero que se estaba

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