Billete de ida. Jonathan Vaughters

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Billete de ida - Jonathan Vaughters

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tan altruista. Me dijo que había demostrado una ausencia de egoísmo muy difícil de ver en el ciclismo, pero que, tras haber demostrado tal lealtad hacia el equipo, el equipo me recompensaría; sin duda.

      En aquellos dos días comprendí la auténtica relación entre un patrocinador, la dirección de un equipo y los ciclistas. Gibbo había estado sometido a un gran estrés durante las semanas que condujeron a las clasificatorias, y este derivó gran parte de ese estrés sobre los ciclistas y el equipo.

      Estoy seguro de que el equipo de marketing de Saturn le llamaba y le preguntaba: «¿Cómo van las opciones para conseguir plaza en el equipo de los Juegos?».

      Y él soportaba aquel peso, que a su vez acababa recayendo sobre el equipo. Cuando logramos lo que se suponía que debíamos lograr, la presión tornó en alegría de manera inmediata; o al menos en un respiro para Gibbo. Fue un pequeñísimo atisbo de las lecciones que estaban por venir sobre cómo afectaban las presiones comerciales al deporte y a los deportistas.

      Por ahora, me sentía contento por el equipo, pero resultaba difícil olvidar la olla a presión en que se habían convertido aquellas dos carreras, en las que lo único que importaba era nuestra relación con el patrocinador. Lo primero era el dinero y después venía la competición.

      Por desgracia, mis días en aquel equipo estaban contados. Gibbo soñaba con que ese equipo pasara a profesionales en la siguiente temporada y no sentía que yo estuviera listo para dar ese paso. Me telefoneó a finales de agosto para decirme que no me ofrecerían volver, y para decirme que tenía que devolver mi bicicleta lo antes posible.

      Discutí un buen rato con él, recordándole la cantidad de resultados que había logrado en la segunda mitad de aquel año; pero Gibbo no estaba dispuesto a ceder. Necesitaba ciclistas más maduros y yo le había demostrado ser una apuesta demasiado de futuro como para pensar en hacerme pasar a profesionales. Muchos años más tarde me di cuenta de que tenía razón, pero en aquel momento odié a ese tipo.

      Le mandé la bici de vuelta por piezas, sin haberla limpiado en más de un mes. En el ciclismo impresiona lo sencillo que es pasar de adorar a alguien y verlo como un héroe, a odiarlo desde las mismas entrañas, y todo ello en cuestión de un año. Especialmente cuando se habla de directores. O bien son héroes o bien son demonios, y no hay término medio

      ¿Qué fue de aquel bonito discurso sobre la lealtad y todo aquello tras las clasificatorias para los Juegos? Esta sería una lección que se me grabaría a fuego: el único pensamiento verdadero en el ciclismo gira en torno a la pregunta «¿Qué has hecho por mí últimamente?».

      Así que ahí estaba de nuevo, en el sofá de casa de mis padres otra vez.

      Da igual lo rabioso que estuviera después de que me hubiesen despedido del Saturn, la cruda realidad era que, una vez más, no tenía equipo para la temporada siguiente. Así que me apunté a más clases de filosofía, con la esperanza de encontrar alguna suerte de camino a seguir en mi vida, mientras a la vez esperaba, desesperado, a que me llamara algún equipo.

      Al final me llamaron para participar en una carrera en Sudamérica. Fue una conversación un poco extraña con alguien de la Federación de Ciclismo de EE. UU., casi parecía que me estuvieran tendiendo una trampa, en lugar de preguntarme si quería competir en una carrera.

      «¿Tienes algo que hacer en octubre...?», preguntaron de manera evasiva.

      Daba la sensación de que, si conseguía entrar en contacto con algún norteamericano cualquiera que viviera en Caracas y estuviera trabajando para alguna especie de cártel petrolero, entonces podría entrar en un equipo que representaría a USA Cycling en Venezuela. ¿Quién podría negarse?

      La Vuelta a Venezuela constaba de catorce etapas entre la jungla y los Andes venezolanos. El equipo nacional de EE. UU. me pedía que acudiera a aquella carrera, pero en realidad no era un viaje organizado por la Federación. De hecho era, más bien, como una invitación que lanzaban con la esperanza de que un grupo de peregrinos mercenarios y majaras la aceptaran.

      Y me apetecía un montón: una aventura por Sudamérica, completamente desorganizada y que me haría posponer los estudios un nuevo semestre. De la misma manera que ocurre cuando se restablece una relación, esto era justo lo que necesitaba para curar el dolor después de que Gibbo me hubiera rechazado de manera tan cruel.

      En cuanto llegamos a Venezuela a Colby, quien había decidido apuntarse, y a mí nos dio la bienvenida un taxista con un gran sentido emprendedor, que nos convenció de que era muy complicado dar con nuestro hotel y que teníamos que darle 100 dólares para que nos llevara allí. Tras algún tira y afloja accedimos a ello y le entregamos a aquel hombre su dinero para que pudiera llevarnos a nuestro hotel, que estaba a seis kilómetros de distancia en una carretera bastante recta. Empezábamos bien.

      Poco después de nuestra carrera en el taxi nos reunimos con nuestro heterogéneo grupo de compañeros americanos, y nuestro patrón del petróleo venezolano, en el hall del Hotel Ejecutivo de cara a prepararnos para las dos semanas que nos esperaban.

      Jamás había estado en un hotel con cubiertas de plástico en los colchones y tapizado azul en las paredes y el techo. Ni he vuelto a hacerlo. El Hotel Ejecutivo apestaba a prostitución y a asesinatos; pero el aire acondicionado funcionaba muy bien, así que no me iba a quejar porque hubiera unos pocos fluidos corporales resecos en mi habitación.

      En cuanto el equipo se inscribió y recibimos nuestros dorsales comencé a flipar con el libro de ruta. Me encontré con perfiles de ascensiones enormes en los Andes y mapas de carreteras que se adentraban en partes remotas de la jungla. Me hizo las veces de lectura de intriga y, en parte, de terror. Parecía una aventura mucho mayor que competir en la gris y aburrida Europa. Aquel asunto sudamericano me caló hasta el fondo; me hizo sentir valiente y molón, como un Indiana Jones en bicicleta.

      La salida de la primera etapa estaba a unos cientos de kilómetros del hotel y nos llevaron allí en un enorme y oxidado autobús escolar, que lo más seguro era que realizase sus primeros kilómetros allá por los años sesenta. Aquel autobús fue el hogar de cuatro equipos nacionales -estadounidense, alemán, italiano y danés- durante las siguientes dos semanas.

      Teníamos que amontonar nuestras bicicletas, maletas y cuerpos en el autobús, arrastrarnos carretera abajo cada día hasta la salida y después regresar tras la llegada. Era la Asamblea General de las Naciones Unidas de los autobuses escolares, con un montón de pálidos pasajeros europeos y estadounidenses experimentando su primera aventura en un lugar muy diferente de sus casas.

      Mientras descargábamos el autobús en la salida pude ver por primera vez a los ciclistas sudamericanos. Eran tipos duros, flacos, intimidantes. Los más amenazadores eran los colombianos, que pese a ser bajitos tenían una mirada feroz en los ojos.

      Nuestro traductor, perteneciente al cártel petrolífero, nos dijo que el gran favorito para ganar era Omar Pumar, que corría en un equipo de Táchira, una remota provincia venezolana, montañosa y sin ley, que estaba situada en la frontera con Colombia. Aquellos tipos me fascinaban y atemorizaban como ningún francés lo había hecho.

      Pero, a pesar de estar intimidado, había ido a competir y podría ser mi última oportunidad de demostrarle mi valía a algún equipo o patrocinador potencial. ¿Y si aquello salía bien y podía correr para algún equipo sudamericano? Mudarme a Táchira, disputar carreras, aprender español... A mi madre le encantaría todo aquello.

      Cada día de carrera fue duro y caluroso. Cuando no nos estábamos asando bajo el sol ecuatorial estábamos remontando por alguna ascensión de cuarenta kilómetros que nos llevaba hasta los cuatro mil metros de altitud.

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