Billete de ida. Jonathan Vaughters

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Billete de ida - Jonathan Vaughters страница 23

Автор:
Серия:
Издательство:
Billete de ida - Jonathan Vaughters

Скачать книгу

y otra vez, de manera inesperada, la gente comenzaba a echar su bienintencionado desayuno sobre la carretera. Por fortuna yo me había adelantado a este tipo de problemas, llenando mi equipaje con todo tipo de barritas energéticas, polvos de proteínas y bebidas isotónicas. Fue la cantidad suficiente de sucedáneo de alimento como para que no tuviera que probar la, mucho más, interesante cocina local.

      Pero el efecto secundario que tuvo esta dieta artificial basada en polvos fueron unas flatulencias que cortaban la respiración. Después de dos o tres días comiendo todo aquello mi cuerpo comenzó a producir un humo comparable al gas que el Duende Verde usaba para intentar acabar con Spiderman.

      También el pobre chófer de nuestro autobús tuvo que soportar mi olor cada día, aunque parecía más comprensivo con mis problemas que el crítico equipo alemán. Muy pronto el conductor del autobús comenzó a saludarme con un alegre «¡Hola, huevos y cebolla!». Con una gran consideración me había puesto ese apodo, y en cuanto todos los habitantes del autobús supieron lo que quería decir acabó convirtiéndose en mi nombre.

      Yo era el pequeño gringo «Huevos y cebolla» que competía (y puede que defoliaba) las junglas de Sudamérica.

      A pesar del hedor nuestro equipo estaba haciendo un buen papel. Habíamos logrado el liderato en la cuarta etapa gracias a un conductor de autobús escolar a tiempo parcial llegado de Minnesota y llamado Dewey Dickey. Defendimos aquel liderato como a un huevo de oro, echando abajo las escapadas todos los días y marcando el ritmo en el pelotón, igual que habíamos visto hacer a los equipos del Tour de Francia.

      Comenzamos a sentirnos todos unos machotes, vigilando los ataques mientras hacíamos que cada día lucieran nuestros maillots de barras y estrellas en cabeza. Incluso nos habíamos ganado el respeto de los locales y varios equipos comenzaron a unir fuerzas para desalojarnos. Sin embargo, aquella carrera no había llegado aún a las etapas decisivas, y sabían que tras tantos días martilleando en cabeza de carrera, durante toda la etapa, comenzábamos a sufrir el desgaste.

      Supongo que pensaban que cuando llegásemos a los auténticos Andes, en las últimas etapas, nos barrerían. Pero antes de aquellas etapas cruciales del final había una contrarreloj, y tras ella quedaría confeccionada la escena para el drama que se avecinaba. Durante las primeras etapas de la carrera no me había sentido muy allá, así que me sorprendí a mí mismo (y puede que a mis compañeros) al adjudicarme la contrarreloj y ascender a la segunda posición de la general.

      Dewey seguía siendo el líder por muy poco tras aquella crono, pero el favorito local, aquel infame Omar Pumar, había ascendido a la tercera plaza.

      Las últimas etapas eran las más duras de la carrera y se desarrollaban en el terruño de Pumar, las altas montañas de Táchira. Los colombianos, junto al equipo de Pumar, planeaban darnos a los ciclistas del hemisferio norte una dolorosa lección; y vaya si lo hicieron. Con el resto de nuestro equipo agotado tras tantos días en cabeza del pelotón protegiendo el liderato, en el mismo momento en el que la carretera picó para arriba, Dewey y yo nos vimos solos.

      Aun así, fuimos capaces de aguantar a los colombianos y a Pumar, ascendiendo a ritmo y no respondiendo a sus bruscas aceleraciones. Llegamos a la penúltima etapa, en la que, finalmente, Dewey se vino abajo en la última ascensión.

      Al principio, no me di cuenta de que se había descolgado del grupo en los últimos momentos de la que era la última ascensión de la carrera. Ni me había gritado ni me había pedido que parara, pero como no había radios y tampoco teníamos un director en el coche de apoyo, puede que tratara de enmascarar su debilidad no diciendo nada.

      Yo no sabía muy bien qué debía hacer.

      Si me limitaba a quedarme en el grupo delantero heredaría el liderato. Si esperaba, a lo mejor lograba reenganchar de manera heroica a Dewey, pero también podíamos perderlo todo si no conseguíamos reintegrarnos.

      No sería la primera (ni la última) vez en mis días de competición que preferí el egoísmo al heroísmo, y decidí quedarme en el grupo en lugar de esperar. Tal y como debía hacer, me mantuve a rueda en todos los esfuerzos que hacía el Táchira, intentando comerles la moral, haciéndoles ver que, por muy detrás que dejasen a Dickey sería otro gringo el que heredara el liderato. Pero no le esperé.

      Esto me hizo sentir culpable, pero lo justificaba repitiéndome que podía ganar aquella carrera para el equipo. Además, Dewey y yo ni tan siquiera nos conocíamos antes de llegar a Venezuela. No era un auténtico compañero de equipo, tan solo un compañero temporal, así que ¿qué demonios le debía?

      Crucé la línea de meta esperando a que me condujeran al podio para la ceremonia, pero, ¡qué extraño! no vinieron a por mí. En lugar de eso vi cómo le hacían entrega del maillot de líder a Pumar mientras yo les pedía a los comisarios, ansioso, una explicación. Al principio nadie quiso contestarme y parecía que habían decidido, de manera arbitraria, que el pequeño hueco entre Pumar y yo corría a su favor.

      Al final acabaron diciéndome que me habían penalizado con veinte segundos por no firmar a tiempo en el control de firmas de aquella mañana, tiempo que, como acabó viéndose, era justo el que Pumar necesitaba para ponerse líder. No podía creérmelo. Jamás había escuchado hablar de ese tipo de penalización y desde luego que nadie me dijo, en aquel momento, que había llegado tarde.

      Nuestro autobús escolar no siempre era el más rápido a la hora de llevarnos a los sitios, así que en ocasiones nos presentábamos un poco tarde en la salida. Aquella penalización era ridícula y ni tan siquiera aparecía en el reglamento, pero ¿qué podía hacer para cambiar aquello en la remota jungla de Venezuela? No había nadie a quien reclamar.

      Y ahora mi pequeño acto de egoísmo en la cima de la montaña se había convertido en todo un desastre, un movimiento de picha floja contra el propio Dickey. Al no querer ayudarlo y después recibir aquella pequeña «penalización» había hecho perder la carrera al equipo.

      Colby y yo decidimos quedarnos en Venezuela para hacer el vago en la playa e ir a pescar. Habíamos logrado el dinero suficiente como para disfrutar de él unos días, y yo necesitaba aclarar mi cabeza.

      Acabaron siendo algo más que unos pocos días y nos gastamos hasta el último centavo del premio en varios actos de desenfreno. Fuimos a pescar marlines, a hacer submarinismo, a beber piñas coladas y le dimos propinas descomunales a las camareras guapas.

      Mientras estaba sentado en la playa, evitando regresar a la realidad, hice lo que pude por olvidarme del drama de los últimos días de carrera. Pero todo aquello me hizo pensar. En el Saturn había sido el ciclista menos egoísta, y en Venezuela había sido el ciclista más egoísta, todo en un mismo año.

      Конец ознакомительного фрагмента.

      Текст предоставлен ООО «ЛитРес».

      Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.

      Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек,

Скачать книгу