Billete de ida. Jonathan Vaughters

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Billete de ida - Jonathan Vaughters

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El campeón olímpico en los Juegos de 1984, Alexi Grewal.

      Me encantaba Alexi. Escupía a las cámaras y destrozaba su maillot al ganar carreras para evitar darle publicidad a sus patrocinadores cuando sentía que en su equipo lo habían tratado mal. Se mantenía fiel al papel de «El Hombre». Hacía las cosas a su manera, sin importarle las consecuencias. No tenía nada de niño bonito. Todos los entrenadores y directores le odiaban, y él odiaba toda clase de autoridad. Yo quería ser como él, justo lo contrario a Lance.

      Sin embargo, resultó que aquellos entrenadores salidos del régimen soviético no se dejaban impresionar por adolescentes americanos tendenciosos e idealistas. Fue divertido ver el caos que montamos, pero los cierto es que tuvo sus consecuencias. Me arrastraron a las oficinas de los principales entrenadores del Vertedero y me dijeron, sin dejar ningún lugar a las dudas, que sabían que aquel alboroto había sido idea mía y que si se me ocurría llegar dos segundos tarde a cualquier salida de entrenamiento o reunión del equipo, me echarían del equipo en ruta para los mundiales.

      Mi acto de rebeldía a lo James Dean murió durante aquella reunión. Me disculpé y me fui enfurruñado hasta mi habitación, con el rabo entre las piernas y la cabeza gacha. Durante el resto de la concentración previa a los mundiales cumplí con las reglas, no moví ni un pelo y siempre dije «sí» y «gracias».

      El equipo para la contrarreloj por equipos formado por George Hincapie, Fred Rodríguez, Chris Wherry y Matt Johnson lo hizo bastante bien sin mí, terminando en segunda posición y logrando la primera medalla en unos mundiales júnior para los EE. UU. en unos cuantos años. Los entrenadores se aseguraron de que me enterara de lo bien que lo habían hecho sin mí. Por una vez, cerré el pico y me limité a esperar hasta el día de la prueba en ruta.

      Cumplí las reglas, esperando mi oportunidad de proclamarme campeón del mundo. Durante los días previos me había encontrado un poco apagado, tal vez luchando contra los síntomas de un catarro, aunque me encontraba demasiado nervioso como para pensar en ello. En la salida temblaba de nerviosismo.

      Al mirar a mi alrededor vi lo mismo, chicos de todo el mundo temblando por los nervios. Fue una tensa mañana. En el último momento se aplazó la salida porque el equipo de Egipto acababa de llegar desde el aeropuerto en unos viejos taxis de los que había en los 80.

      Vimos cómo les montaban las bicicletas en la misma línea de salida. En apenas cinco minutos, esos chavales, recién salidos de un bonito vuelo que había durado veinticuatro horas, estaban a punto de tomar la salida en unos mundiales.

      «No van a durar ni dos vueltas», pensé.

      Sonó el pistoletazo de salida y desde el primer momento me vi en problemas. La carrera fue rápida y peligrosa. Nerviosos ciclistas júnior estaban dispuestos a arriesgar lo que hiciera falta en aquellos mundiales, los cuales veían como el primer paso para lograr un contrato profesional.

      En las primeras vueltas hubo varias caídas. Esquivé las peores, pero no hice más que quedarme taponado por detrás, intentando encontrar mi ritmo. El equipo de los EE. UU. estaba considerado como uno de los más potentes que había en carrera, y todos sabíamos quiénes eran los más peligrosos, en cabeza de los cuales estaba nuestro viejo amigo Philippe Gaumont.

      Pese a todo, aquello se estaba celebrando en nuestros dominios, en nuestro país por una vez, y sabíamos que podíamos ganar. El problema era que todos nosotros queríamos ser el que se llevara la victoria. La vieja paradoja del ciclismo. Es un deporte de equipo en el que solo un miembro alcanza la gloria.

      Y todos queríamos esa gloria. Pero había una persona que la quería un poco más que el resto de nosotros y no estaba teniendo ningún problema para sentir que volaba: Jeff Evanshine.

      Aquel día luchó por conseguir la victoria todavía con más coraje que el demostrado cuando lo sacamos bajo la lluvia en Bretaña. Y cuando todo el pescado estuvo vendido fue el flacucho Jeff el que se llevó la victoria. El menos favorito del equipo, el tipo que acaparaba todo el agua caliente en Francia.

      Jeff se vengó de aquella tarde bajo la lluvia. Ahora nosotros éramos los que nos habíamos quedado bajo el frío, asistiendo, con las manos vacías, a su imagen en lo más alto del podio, resplandeciente con las bandas arcoíris de campeón del mundo luciendo a lo largo de su pecho, igual que Greg LeMond.

      La vida se convirtió en todo un anticlímax tras los mundiales júnior. Fue un verano caluroso y perezoso en Colorado, y mientras todos mis amigos se preparaban para ir a la universidad, yo me echaba siestas en el sofá y trataba de ignorar la realidad que tenía ante mí.

      En apenas cuatro años había pasado de ser el último clasificado en mi primera carrera a representar a los EE. UU. en unos mundiales. Había demostrado ser uno de los mejores ciclistas júnior del mundo y pensaba que estaba predestinado a hacer algo grande. Pero en aquel momento se cernía, amenazante, una pregunta sobre mí: ¿y ahora qué?

      Mis padres sabían que no me planteaba, de manera muy seria, la posibilidad de ir a la universidad. Estaba apático, apenas competía y entrenaba poco, por hacer algo, pero sin estar muy seguro de cuál sería mi siguiente paso.

      Ya no podía correr en categoría júnior y tendría que competir con los adultos y contra ciclistas profesionales: no por elección propia, sino porque era lo que debía hacer si quería seguir compitiendo.

      ¿Me seguiría prestando mamá su ranchera? ¿Tendría que buscarme un trabajo? ¿Querría algún equipo senior apoyarme e incluso patrocinarme? ¿O acabaría como esa caterva de ciclistas profesionales «quiero y no puedo» de veinticuatro años que todavía vivían con sus padres, envidiando a aquellos que habían conseguido un contrato con un equipo y que todavía soñaban con ser grandes algún día?

      En mi interminable tiempo libre decidí que tampoco sería tan mala idea apuntarme a un par de cursillos en el centro de estudios superiores local. Como necesitaba ganar un poco de dinero extra para poder así gastar más dinero, tampoco resultaba tan mala idea apuntarme a alguna carrera local en la que hubiera buenos premios en metálico. Por suerte para mí, Colby pensaba lo mismo.

      Como dos mercenarios en busca de un botín comenzamos a buscar carreras locales en las que nos resultara sencillo lograr premios. La primera de todas fue la Steamboat Springs, una carrera por etapas. Ambos nos apuntamos a la categoría profesional uno, pensando que podríamos escapar de allí con unos cuantos cientos de dólares.

      Mientras conducíamos rumbo a la carrera Colby no hacía más que lloriquear sobre una chica con la que quería romper, aunque no tenía agallas para decírselo. Esto era algo típico de él. Era un imán para las mujeres, en cuanto se enteraban de que había perdido a sus padres apenas siendo un niño todas querían convertirse en su madre y amarlo. Y a menudo él mismo jugaba esa carta.

      «Escucha, vamos a hacer una apuesta», le dije. «Si gano esta carrera tú tendrás que cortar con ella, en ese mismo momento».

      Colby se rio.

      «¡Colega, no tienes la más mínima posibilidad de ganar en categoría profesional siendo un júnior! ¡Ni de coña! Hay demasiado capo ahí».

      Nos estrechamos la mano y convinimos que si yo ganaba la carrera él pararía en la primera cabina que viéramos y llamaría a aquella chica.

      Tras una larga temporada de competición a ninguno de los dos nos quedaban demasiadas fuerzas ni ganas como para gastarlas en una pequeña carrera en Steamboat. Pero aquella apuesta avivó mi hambre de victoria.

      Las

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