Billete de ida. Jonathan Vaughters

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Billete de ida - Jonathan Vaughters

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el daño.

      Una de las primeras cosas que llaman la atención al dirigirse hacia el oeste desde la casa de mis padres, situada sobre una colina en un barrio de las afueras de Denver, es la descomunal formación rocosa del Monte Evans.

      Cada vez que mi padre me llevaba al colegio en su Volvo Station Wagon naranja, y cada vez que salía a entrenar con mi bicicleta cuando era un crío, me veía contemplando la cima de esta enorme montaña.

      Resulta una vista hermosa e imponente que contemplar cada día. Me insufló un propósito, una motivación y, aún siendo apenas un crío, hizo que en mi corazón arraigase el espíritu de la alta montaña.

      Es una montaña preciosa de contemplar desde lo alto de la pequeña colina en la que se asienta la casa de papá y mamá. Durante el invierno te devuelve la mirada un gigantesco coloso cubierto de nieve. En verano es el vivo ejemplo del «esplendor de la montaña florida» de la canción America, The Beautiful (La hermosa América), de Katherine Lee Bates.

      Con 4347 metros de altura es una de las cimas más altas de Colorado y, con diferencia, la más visible desde la ciudad de Denver. Lo que la convierte en especial, sobre todo para los ciclistas, es que cuenta con una carretera asfaltada que lleva hasta la mismísima cima. Es la carretera asfaltada de mayor altura de toda Norteamérica y una de las más altas del mundo.

      Todo niño que haya competido sobre una bicicleta en Colorado sueña con vencer en la legendaria carrera que asciende al Monte Evans. Pero el encanto de esa carrera no reside solamente en la victoria, sino en marcar el mejor tiempo en la ascensión a La Vieja Señora. Para un adolescente obsesionado con el ciclismo, ostentar el récord de la subida al Monte Evans es como recibir la llave a la inmortalidad.

      A los 4000 metros la naturaleza cambia de manera repentina y, si deseas romper ese récord, necesitarás un poco de ayuda divina. El viento ha de ser el preciso y el tiempo atmosférico ha de mantenerse lo suficientemente estable. Si quieres conseguir el récord no puedes bajar el ritmo en ningún momento, pero tampoco puedes dejar de vigilar a tus contrarios, ya que pueden coger tu rueda en las rampas menos duras esperando a que la victoria les caiga en las manos, sin haberse preocupado por el récord.

      Bob Cook, natural de Colorado y amigo del tres veces ganador del Tour de Francia Greg LeMond, no solo era un ciclista de clase mundial, sino que era, además, todo un intelectual e ingeniero de gran valía. Bob ganó la subida al Monte Evans una y otra vez en los 70 y los 80, pero, después, tras licenciarse en la universidad, le fue diagnosticado un tumor cerebral y falleció. Desde entonces la carrera recibió la denominación de Memorial Bob Cook.

      La primera vez que vencí en el Monte Evans tenía catorce años. Fue una «victoria técnica», ya que competía contra chicos mayores y terminé el quinto, solo que los cuatro que terminaron por delante de mí tenían todos entre diecisiete y dieciocho años. Nuestra carrera solo ascendía hasta la mitad de la montaña, tras lo que nos pusimos a contemplar cómo pasaban frente a nosotros los ciclistas profesionales, adentrándose en el fino y enrarecido aire empujados por un agónico esfuerzo montaña arriba.

      Quise así convertirme en uno de ellos. Pensaba que, tal vez, Bob Cook era una suerte de mentor espiritual para mí. Quería ser como él.

      Tras aquella victoria acabé obsesionado con el Monte Evans. Quería convertirme en una de las leyendas que conquistara aquella montaña. Quería reinar. Y así fue como empecé un camino por el que, durante quince años, intenté batir el récord del Monte Evans.

      Ese récord se convirtió en mi Moby Dick, evocándome a «Ahab y su angustia... yaciendo juntos en una misma hamaca».

      Lo intenté con un empeño cercano a la locura. Hubo muchas ocasiones en las que, estando prácticamente a punto de caer en mis redes, sin saber cómo, lograba escabullirse de entre mis manos. Tras cada nuevo fracaso contemplaba aquella montaña durante todo el año, esperando una nueva oportunidad de hacer mío el récord.

      Taladré mi bicicleta, busqué los componentes más ligeros con los que montarla, experimenté con dietas novedosas y sumé semanas de entrenamiento en altitud extrema. Hoy en día, en 2019, esas cosas resultan de lo más normal, pero a principios de los 90 se consideraba un comportamiento demencial y obsesivo. Y es cierto que estaba obsesionado.

      Mi primer intento serio de romper el récord fue en 1992. Un año antes, con apenas diecisiete años, ya había terminado quinto en la carrera absoluta. Así que supuse que un año más de crecimiento adolescente me pondría en las condiciones óptimas para salir a por la victoria. Le pedí a mi equipo que me dejase fuera del calendario de carreras y así poder ir a entrenar a Leadville, a 3000 metros de altura. A regañadientes, me dieron permiso para concentrarme en aquella vieja ciudad minera durante un mes y convertirme en un ermitaño trastornado.

      Entrené más duro que nunca y adopté una dieta baja en carbohidratos con la que traté de perder unos pocos kilos. Asumí el riesgo de que me echaran del equipo al desmontar todos los componentes de mi bicicleta proporcionados por los patrocinadores, cambiándolos por los más livianos que pude encontrar.

      El resultado fue una bicicleta tan ligera que hoy en día abriría un boquete en el reglamento de pesos de la UCI. Los frenos apenas cumplían su función, toda la tornillería era de titanio o aluminio y la despojé de todo lo que pudiera quitarle. No puse cinta en el manillar, el sillín no tenía acolchado y la tija no pesaba prácticamente nada. Mi peso era de 58 kilos, mi bicicleta apenas aportaba lastre y me había tirado todo un mes respirando aire con poca concentración de oxígeno. Al igual que Gollum con el anillo, estaba listo para aceptar la llave a la inmortalidad.

      Desde el mismo comienzo de los 45 kilómetros de ascensión la carrera se desarrolló tal y como yo necesitaba. Los del equipo profesional Coors Light habían decidido ir a por el récord, también, e impusieron un ritmo feroz desde la misma línea de salida. El Monte Evans no comienza a endurecerse de verdad hasta el kilómetro 12, más o menos, así que para batir el récord siempre será necesario contar con un equipo sólido; hay que cubrir esos casi 12 kilómetros lo más rápido posible.

      Soldado a su rueda, asistí tranquilamente al trabajo que realizaban. Yo era todo un desconocido para ellos y, rebosantes de confianza, no le prestaron demasiada atención a ese flacucho chavalín de dieciocho años con frenos de plástico en su bicicleta.

      En el kilómetro 25, cuando la carretera se despide del firme ancho y bien pavimentado para desembocar en la mucho más estrecha carretera de parque estatal, es cuando el desnivel también aumenta. Justo después de ese cambio, más o menos cuando se alcanzan los 3350 metros de altitud, decidí lanzar un duro ataque.

      Pese a su estupefacción los Coors Light acabaron respondiendo, aunque les costara unos cuantos minutos alcanzarme. Para entonces yo ya había mostrado mis cartas, aunque tal vez un poco pronto. Necesitaba reducir el grupo cabecero un poco más, llevar conmigo, como mucho, a otro Coors Light, pero nunca tres.

      Me pareció que, ya que me había puesto a ello, lo mejor era ir a por todas. Así que aceleré de nuevo. Y luego otra vez. En muy poco tiempo me quedé solo junto a Mike Engleman. Podía sentir lo mucho que le costaba seguirme, así que mantuve el ritmo, pensando que podría asestar el golpe de gracia en los kilómetros finales. El día estaba totalmente calmado y la temperatura era cálida, incluso había algo de viento a favor en la parte más larga de la subida, la que va de Echo Lake a Summit Lake. Acababan de reasfaltar la carretera y se notaba lo suave que estaba la superficie. Íbamos rápido, muy rápido.

      A casi 4000 metros hay un pequeño descenso que lleva hasta Summit Lake. Dejé correr la bicicleta por esa única bajada que concedía toda la carrera, con Engleman

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