Billete de ida. Jonathan Vaughters

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Billete de ida - Jonathan Vaughters

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vez me alejaba más de los anodinos barrios periféricos, acercándome más y más a los límites de la ciudad, hacia las montañas y más allá, a un nuevo mundo. Estaba fuera de casa tres, cuatro e incluso cinco horas, machacando los pedales y explorando.

      Mis padres no tenían la más remota idea de dónde me encontraba, ni tan siquiera de si estaba bien, pero aceptaban que debían dejar rienda suelta a mi obsesión para que yo creciera.

      Y así salí en busca de mi sueño, de mi objetivo, en busca de mí mismo. Me encantaban esas largas salidas en las que podía soñar con victorias durante horas.

      Pero, más que limitarme a soñar con ganar, comencé a soñar con ser ciclista profesional. En todas mis lecturas comencé a aprender cosas sobre el místico mundo del ciclismo profesional europeo. Y me encantaba. Me encantaban los héroes, el romanticismo, la dificultad, el sacrificio, el dolor, la fama y la gloria.

      Me sentía hechizado por ello y comencé a buscar cualquier cosa que pudiera encontrar acerca de este mundo legendario. Además de aquellos libros encontré algunas viejas cintas de vídeo, como A Sunday in Hell (Un domingo en el infierno), y algunos resúmenes del Tour de Francia en la CBS, mal grabados. Esas cintas de VHS se convirtieron en mi posesión más preciada, las veía una y otra vez.

      El ciclismo profesional europeo era un completo desconocido en la Norteamérica provinciana de los 80, y aquella obsesión mía les parecía toda una locura a mi familia y amigos. Trabajaba durísimo y soñaba horas y horas con una carrera profesional que mis padres dudaban tan siquiera de que existiera.

      Mis amigos se cachondeaban de mis piernas, emergiendo como palillos de mis culotes de licra. Y cuando llegaba a casa contando lo lejos que había llegado con la bicicleta, no me creían. Se reían y se ponían a jugar al fútbol de nuevo. No era más que un niño raro y friki. Pensaban que, por algún motivo, había perdido la cabeza y había decidido expresar mis rarezas con la bicicleta. Aquel era un sueño que tendría que perseguir en solitario.

      Pero lo cierto es que ya era un solitario desde mucho antes de todo aquello.

      Jamás pude hacer un amigo en el colegio con el que me pudiera sentir identificado. Al no ser ni deportista ni muy empollón no había conseguido labrarme mucha fama. Era el niño más bajito del séptimo curso y me habían avasallado, se habían burlado de mí y me habían metido en unas cuantas taquillas y cubos de basura.

      Ir al colegio no era lo que más me gustaba, así que la soledad de la bicicleta se convirtió en todo un alivio. En las carreteras no había nadie que me juzgara por mis notas de clase, nadie que me juzgara por ser incapaz de atrapar una mierda de pelota. A nadie le importaba que no obtuviese menciones honoríficas. Nada de eso, en la carretera solo importaba lo rápido que pudieras alcanzar la cima de una montaña.

      La lectura me había facilitado amplísimos conocimientos sobre cómo entrenar y competir, pero aún carecía de la más mínima noción sobre cómo vestirme para practicar ciclismo. Puede que esto no parezca demasiado importante cuando se sale a entrenar en un cálido día de veranillo de San Miguel en Colorado, pero cuando los vientos de la montaña empezaron a soplar en noviembre mi plan de entrenamientos comenzó a hacerse un poco incómodo.

      En cuanto llegó el frío mis pantaloncitos cortos, finos como el papel de fumar, eran incapaces de proporcionar el más mínimo calor. En un bienintencionado intento por solucionar este problema mi madre me compró un pantalón de chándal muy grueso, pensando que eso podría servir de algo. Probé a ponerme mi culote sobre aquellos pantalones grises de chándal estilo años 50, pero no dio resultado. Al llegar a la mitad de cada entrenamiento era como si me sentase sobre unos pañales meados, mientras que las patas del pantalón se me enganchaban con la cadena. Por no decir que tenía una pinta ridícula. Tenía que parecer un ciclista de verdad, incluso cuando solo estuviera entrenando. Debía olvidarme de aquellos pantalones.

      El invierno se recrudeció. En los helados días de Colorado llegaba a casa con las rodillas entre azules y moradas y las manos doloridas por el intenso frío. Los dedos de los pies se me quedaban dormidos, era incapaz de mover los dedos de las manos y mis partes pudendas se encogían en un intento desesperado por escapar a esa cruda realidad.

      Por fin, antes de que sufriera alguna lesión nerviosa causada por el frío, mis padres me llevaron a la tienda en la que habíamos comprado la bicicleta, con la esperanza de que hubiera algún tipo de equipación hipertérmica especial que me salvara de morir de hipotermia.

      La tienda estaba escondida en una esquina de Middle America, en un insulso centro comercial, junto a una tintorería y un restaurante chino. A mí me pareció un diamante en bruto. Tenía el hermoso nombre de El Rincón de las Bicicletas, y los dueños eran una familia italiana de nombre Yantorno, apasionados de la bicicleta, y que, en algunas ocasiones, parecían unos maniáticos perturbados.

      Creo que cuando mi madre me llevó allí para comprar una equipación de invierno debió de ser la primera vez que veían a un chico de trece años preguntar cómo entrenar a temperaturas bajo cero. A pesar de sus modales broncos y hostiles pude ver el brillo en la mirada de Frankie Yantorno, el mayor de los hijos de la familia, cuando manifesté mi absoluto entusiasmo por la competición. Vio a un niño completamente enamorado del ciclismo, tal y como lo estaba él.

      Pero Frank jamás podría admitir abiertamente que le importasen lo más mínimo las bicicletas o el ciclismo.

      «¿Y para qué hostias quieres salir a montar en bicicleta bajo toda esa mierda?», dijo mientras señalaba la tormenta de nieve que caía en el exterior y haciendo que mi madre se ruborizase ante aquel lenguaje.

      «Porque tengo que entrenar», le contesté. «Para ganar hay que entrenar, ¿no?».

      «Pues no vas a ganar una mierda con esos puñeteros pantalones de chándal, chaval», gritó. «La madre que lo parió... Vale, vale, espera un momento...». Tras aquello cerró de un portazo la puerta del almacén que había tras él.

      Mientras regresaba comencé a explorar un poco aquella tienda. Era como estar en el cielo. Me sentí hechizado por las pletinas y racores pintados a mano de los cuadros Colnago, las pulidas bielas Campagnolo, el olor del caucho y el aceite de cadena, además de la amortiguada discusión en italiano que llegaba desde el almacén. Era mi puerta hacia el romanticismo y el glamur del ciclismo europeo. Me enamoré de ese lugar y quise convertirme en el pupilo de Frankie.

      Por fin Frankie reapareció con unos paquetes de ropa. «Aquí no habrá nada de tu talla, chaval, pero es mejor que esos horribles pantalones de chándal... o que se te congele la picha».

      Con timidez me probé toda aquella ropa. Eran muy exóticos, guantes italianos, perneras y manguitos.

      Frankie tenía toda la razón, no eran mi talla para nada. Eran demasiado grandes para mí y se resbalaban por mi cuerpo, todo piel y huesos. Pero me daba igual, estaban hechos en Italia y olían a aventura europea.

      Poco a poco mamá y papá habían perdido toda esperanza de que pudiera desear un perrito, o algo un poco más terrenal, a los pies del árbol de Navidad. Les había dicho a mis padres que lo único que quería por Navidad era algo de ropa que me mantuviera caliente mientras pedaleaba. Dubitativa, mamá le dio la tarjeta de crédito a aquel hombre malhumorado de la tienda de bicicletas.

      Antes de salir le pregunté a Frankie si le importaría que regresara para hablar del ciclismo en Italia y, con suerte, que me pudiera dar algunos consejos.

      «No tengo ni puñetera idea de ciclismo ni de bicicletas, pero a lo mejor puedo enseñarte alguna cosilla,

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