Billete de ida. Jonathan Vaughters

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Billete de ida - Jonathan Vaughters

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a modo de saludo.

      Después echó una mirada por mi lisiada máquina.

      «Esa bici está hecha un puto desastre, imbécil. ¡Jesús! ¡Has de tener un poco de cuidado con esa porquería!».

      Mientras Frankie convencía a mi bicicleta de que volviera a la vida me senté en el almacén, en el que se leía «Solo Empleados», a escuchar sus historias sobre la vida, el ciclismo y ser adulto. Le dio por llamarme «Gianni». De vez en cuando, tras una salida excepcionalmente dura con Bart le escuchaba decir «¡Gianni-morto!» o «¡ha palmado Gianni!». Durante muchos años más Frank pintaría con todo cuidado «Gianni» en el tubo superior de mis bicicletas.

      A menudo, en la tienda estaban también las dos hermanas de Frank, Dominique y Mónica, a las que también había puesto apodos: Tiny y Priss, respectivamente. Cuenta la leyenda que Priss, la exmujer de Bart, fue toda una auténtica ciclista. Al principio parecía que verme por allí las exasperaba, aquel pequeño mocoso siempre detrás de Frank por toda la tienda; pero después de un tiempo creo que les comenzó a hacer gracia. Para mí aquello era increíble; me relacionaba con una familia de adultos que lo sabían todo sobre las bicicletas. Era muchísimo mejor que pasar el tiempo con un puñado de niñatos de instituto obsesionados con el fútbol y el maquillaje.

      Los Yantorno tenían unas broncas tremendas. Se tiraban a la cabeza los platos de transmisión, comenzaban a escucharse las más variadas palabrotas en italiano y el perro de Frank, Ducco, que era un chucho bastante agresivo, comenzaba a agitarse y a tirar de la cadena con la que estaba atado, a menudo hasta romperla.

      Cada mes llegaba por correo un nuevo catálogo de Victoria’s Secret. Yo sabía, más o menos, sobre qué día del mes llegaba, así que pedaleaba con todas mis fuerzas hasta la tienda de bicicletas para poder echarle un ojo. Priss y Tiny ya la estaban ojeando en el cuarto, riéndose cuando yo aparecía. Disimulaban como si no pasara nada. Un día me metieron en aquel cuarto, como si fuera su hermano pequeño.

      «Vamos, Gianni, échale un vistazo», me dijeron. «Venga, será mejor que veas estas cosas si alguna vez quieres tener novia».

      Yo estaba lejos, muy lejos, de tener novia en el instituto. No hay muchas animadoras interesadas en los chicos diez centímetros más bajitos que ellas y que se visten con unos pantalones de licra y un cubo en la cabeza. Pero Tiny y Priss veían potencial en mi futuro, y me decían que algún día crecería y me desarrollaría, y haría muy feliz a alguien. Se convirtieron en mis hermanas mayores.

      Abrí aquel catálogo, con los ojos como platos y echando chiribitas mientras dejaba volar mi imaginación. Podía sentir como hervía mi sangre, de esa manera que solo los chicos que están pasando la pubertad pueden comprender. De repente me di cuenta de que llevar culote ciclista no solo me hacía blanco de las bromas de los chicos de mi edad.

      Esperaba que nadie se diera cuenta. Pero claro que lo hacían; siempre. «Eh, Gianni, ¡parece que a alguien se le ha puesto tiesa!» dijo Frankie.

      Priss y Tiny me defendieron.

      «¡Que te den, Frankie! ¡Tienes celos de que a él todavía se le empalme!».

      Y entonces estalló la guerra. Llaves de cadena, palabrotas en italiano y casetes Regina volaban por toda la tienda, una vez más, mientras Priss y Frankie se lanzaban uno contra la otra. Y así se consumían mis hermosas tardes, pasando el rato en aquella tienda. Lo adoraba.

      Mientras tanto los entrenamientos iban viento en popa. Era capaz de comprobar cómo mejoraba semana tras semana. Cada vez estaba más y más fuerte y, de vez en cuando, sentía que se acercaba el momento en el que mis piernas conseguirían el volumen necesario como para rellenar esos culotes de talla extra pequeña que todavía me quedaban tan anchos.

      Cuanto más entrenaba más cuenta me daba de que en mis habilidades ciclistas había un gran sumidero, el esprint. En comparación con otros ciclistas mi capacidad de aceleración era nula. En mis primeras carreras tampoco me había dado cuenta de aquella debilidad, pero ahora que estaba cada vez más en forma pude comprobarlo.

      Pisar los pedales como un loco no era mi fuerte. Si lo miro con el beneficio del tiempo que ha pasado no sé de qué me sorprendía, ya que parecía un espárrago con brazos. Mis rodillas eran unos cuantos centímetros más anchas que cualquier otra parte de mis muslos, y mis piernas parecían dos palillos pinchando una aceituna.

      Comencé a entrenar el esprint. Dos veces por semana esprintaba, una y otra vez, en un intento de aumentar un poco el volumen de aquellos palillitos. No era nada fácil. Para empezar, cualquiera podía ganarme. Cualquiera. Pero seguí picando piedra, por mucho que aquello pareciera una labor destinada al fracaso. Esprints largos, esprints cortos, esprints en subida, esprints en bajada, esprints con el viento a favor, esprints con el viento en contra... Esprintaba cada martes y sábado. Una y otra vez. Estaba obsesionado con el entrenamiento, pero durante mi preparación para la Red Zinger Mini Classic de 1987 acabé obsesionándome también con otra cosa, el equipamiento. En seguida me di cuenta de que este es un deporte para flipados. Me pasaba las horas babeando ante catálogos que mostraban radios planos y platos perforados. Ahorraba todo lo que podía para poder comprar cualquier cosa que pudiera hacerme ir un poco más rápido.

      También me obsesioné con el peso, y para gran disgusto de Frank me compré un cuadro de aluminio Vitus. Frank decía que estaba torcido y que, dado que lo habían hecho los franceses, era una basura.

      Muy pronto me di cuenta de que los Yantorno consideraban a los franceses culpables de todos los problemas del mundo.

      No eran capaces de hacer cuadros de bicicleta, ni de hacer buena comida, ni de hacer volar aviones, ni de construir coches. Olían mal y eran unos esnobs. En resumen, eran el enemigo para cualquier familia ciclista italiana con un mínimo de amor propio. Y lo peor era que yo había roto el código de honor al comprar un cuadro hecho en Francia.

      Frankie se puso manos a la obra.

      «Gianni, parece como si alguien se hubiera cagado en los racores de esa cosa. El pegamento se cae. No voy a tocar esa puta mierda de cuadro, lo más seguro es que me pegue un herpes».

      Acabé convenciéndole de que me montara mi ultraligero y pequeño cuadro Vitus de cincuenta centímetros. Me dijo que era demasiado flexible y se partiría. Puede que estuviera sobreestimando mi fuerza como ciclista. Le recordé que Sean Kelly usaba una Vitus. Pero seguía sin dar su brazo a torcer.

      «Gianni, los ciclistas profesionales pueden montarse sobre cualquier cosa y seguir yendo rápido. Bernard Thévenet ganó el Tour de Francia con una bicicleta hecha para repartir periódicos. Así que tu Vitus sigue siendo una mierda. Como lo es la de Sean Kelly...».

      Mierdosa o no, me encantaba mi Vitus azul.

      Bajo mis piernas parecía una pluma y subiendo por la montaña era rapidísima; aparte de que dudo de que yo fuera capaz de hacerla flexar más que esos franceses adictos a las baguettes y al queso que la diseñaron. Seguía pesando apenas una pizca por encima de los 45 kilos y comenzaba a quedar patente que mi gran arma a la hora de competir sería la escalada. Incluso en mis sufridas sesiones de entrenamiento semanales junto a Bart ya era capaz de ir a su ritmo cuando la carretera picaba para arriba de verdad. Todavía daba la impresión de que yo sufría mucho más que él, pero de una forma u otra jamás le dejaba poner tierra de por medio.

      Pronto, con la primavera, el clima comenzó a atemperarse y las carreras veraniegas se fueron acercando. Vigilaba el buzón en busca de los packs de registro a las carreras casi con tanto interés como el que ponía en encontrar catálogos de Victoria’s Secret extraviados.

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