Billete de ida. Jonathan Vaughters

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Billete de ida - Jonathan Vaughters

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      La presencia y el olor de mi padre fumando en pipa en aquel Volvo, con la ventanilla bajada en una helada mañana de enero en Colorado, es uno de mis mejores recuerdos. Ahora, este buen y viejo amigo con ruedas me llevaría a los campos de batalla del ciclismo de Colorado.

      Pero a este Volvo naranja le esperaban aún más tareas. Se convertiría en algo más que mi transporte a las carreras: metamorfosearía en un vehículo de apoyo ciclista multifuncional. Su destino era el de marcarme el ritmo en mis entrenamientos tras coche.

      El tras moto y tras coche son el arte de pedalear pegado a un coche o una motocicleta aprovechando la estela del vehículo para alcanzar velocidades mucho más altas de las que normalmente serían posibles. Por lo que tenía entendido, hacer tras vehículo era la puerta directa para convertirse en un gran ciclista.

      Había leído sobre aquello en el libro de entrenamiento de Eddie Borysewicz. Pero, más importante aun, lo había visto en las películas. Como cualquier flipado del ciclismo durante los 80 había visto Breaking Away y American Flyers. Esas dos películas, en las que salían chicos americanos que se adentraban en el mundo de las carreras ciclistas, personificaban todos mis sueños y experiencias.

      Me veía identificado en los chicos de Breaking Away, un «picapedrero» de familia humilde que vivía en el lado malo de las vías pero que asistía al siempre pudiente instituto de Cherry Creek. Me sentía Dave Stoller, el héroe de Breaking Away, un marginado que encontraba su propósito en la vida gracias a montar en bicicleta y soñar con la gran aventura europea. Y una parte de convertirme en Dave requería que aprendiera a hacer tras coche.

      En mis primeros intentos trataba de pegarme al parachoques de conductores que iban despacio, totalmente ajenos a lo que ocurría tras ellos; a menudo personas mayores. Pero comprobé que esto era un poco arriesgado. A menudo, en cuanto veían por el retrovisor la cara roja como un tomate de un chico sobre una bicicleta, entraban en pánico, tras lo que solían pisar con todas las fuerzas los frenos y yo acababa volando por los aires y aterrizando en el maletero.

      Después de unos cuantos incidentes como ese pensé que la solución pasaría porque el conductor supiera en todo momento qué era lo que estaba ocurriendo, y evitar así que entrase en pánico. Desde luego, parecía la mejor opción para todo el mundo. Así que le pregunté a mi padre si estaría dispuesto a probar aquello del tras coche.

      Su respuesta fue típica de él, ni sí ni no, sino que comenzó a hacerme más preguntas, como qué era lo que exactamente pretendía lograr al hacer algo tan extraño como pedalear sobre mi bici justo detrás del maletero de un coche ranchera. Aunque cedería casi en seguida.

      Supongo que lo vio como una de esas actividades que crean un vínculo entre un padre y su hijo. La mayoría de los chicos se lanzaban balones con sus padres, recibían su ayuda en las tareas o salían a pescar. Papá y yo nunca hicimos cosas de ese tipo, teníamos un temperamento muy diferente y básicamente sentíamos que nos separaba un abismo. Pero nuestras sesiones de tras coche acabaron con nuestras diferencias y se convirtieron en nuestro vínculo de unión.

      Y, contra todo pronóstico, resultó ser un marcador de ritmo perfecto. Seguramente, mi padre es el conductor más lento al que jamás haya visto conducir, y no le gustan nada los cambios de dirección bruscos, en ningún aspecto de la vida. Es la viva definición de prudente.

      Apenas necesita usar los frenos, porque nunca va lo suficientemente rápido como para necesitarlos... en ningún aspecto de la vida. Pese a que esa calma era justo lo contrario a mi tensa impulsividad, además de poder ser el motivo por el que jamás estuvimos nada cercanos, demostró ser perfecta para el tras coche.

      Y también aquel Volvo naranja demostró ser el vehículo soñado para ello. Era una mastodóntica y pesada bestia que hacía mucho tiempo que había dejado atrás sus mejores días. Apenas tenía capacidad de aceleración por lo quemado que tenía el motor. Tampoco es que los frenos hicieran una gran labor, pero ambas cosas juntas resultaban perfectas.

      Quedaba con papá en el Chatfield Reservoir cada miércoles a la salida del instituto. Chatfield era un parque estatal que apenas tenía tráfico. Casi todas las carreteras que lo atravesaban eran llanas, con muy pocas curvas y sin apenas baches. Justo las condiciones que necesitaba para perfeccionar el arte de perseguir parachoques.

      Al comenzar el entrenamiento me limitaba a pedalear detrás del coche, acercándome al parachoques a unos 40 kilómetros por hora. Ambos nos estábamos acostumbrando a los diferentes gestos y modos de comunicarnos que necesitábamos para lograr hacer de esta práctica algo remotamente seguro para que un padre lo hiciera con su hijo. Comenzamos a comprender, razonablemente rápido, los sutiles movimientos y gestos con los que le indicábamos al otro lo que ocurría. Se fue convirtiendo en nuestro lenguaje común.

      Papá y yo no hablábamos demasiado en nuestro día a día, pero durante aquellas sesiones de tras coche en Chatfield manteníamos una gran locuacidad. Muy pronto comenzamos a entender las subidas, curvas y el resto del tráfico de la misma manera. Un pequeño gesto y una rápida mirada a los laterales nos bastaban para comprender, sin atisbo de duda, lo que el otro quería decir. Aquellos gestos furtivos a través del retrovisor del Volvo naranja fueron la mejor comunicación que jamás tuve con mi padre.

      En cierto modo, creo que ambos estábamos deseando que llegaran nuestros entrenamientos de los miércoles por la tarde. No puedo ni imaginarme qué pensarían los vigilantes del parque cuando veían a mi viejo, recién salido de una vista en los juzgados y vestido con un traje de tweed de tres piezas, fumando en pipa y conduciendo un coche que parecía una batidora, con su flacucho hijo ciclista pegado al parachoques trasero del coche.

      Nuestros entrenamientos fueron haciéndose más intensos y complejos cuando integré las series en aquellas sesiones, en las que intentaba adelantar esprintando a aquel leviatán naranja. Muy pronto llegamos a sobrepasar sin dificultad los 60 km por hora, lo que técnicamente era ilegal y excedía el límite de velocidad.

      De vez en cuando, en el parque teníamos que pasar a una camioneta que remolcaba un bote de pesca o una caravana. Eso le ponía un poco de pimienta al entrenamiento. Papá cruzaba al carril izquierdo y comenzaba la maniobra de adelantamiento con su hijo pegado al tubo de escape. Las miradas y negaciones que nos dirigían mientras pasábamos a algún viejo pescador en una Ford pick up resultaban impagables. Notaba lo orgulloso que estaba papá. Su hijo pedaleaba sobre una maldita bicicleta más rápido de lo que iba un Ford F-150.

      Sigue siendo la única ocasión en la que he sido testigo de que mi padre sobrepasara el límite de velocidad. A pesar de tragarme esa mezcla tóxica de humos de aceite cancerígeno quemado y de tubo de escape que expulsaba el Volvo, los entrenamientos funcionaban. Comencé a adjudicarme carreras más largas, más a menudo.

      A pesar de mi escasa estatura resultó que se me daban bien las contrarrelojes, fueran montaña arriba o en llano. Las contrarrelojes me resultaban muy atractivas, porque se basan en comprobar cuánto dolor eres capaz de tolerar. En ellas no hay liebre a la que seguir, no tienes un rival junto a ti, ni motivación externa o pistas visuales. Tan solo tú, tu bicicleta y la carretera.

      No tenías esas súbitas aceleraciones de los esprints, ni había que tomar las fulgurantes decisiones tácticas que requieren las carreras en ruta. Eran puro esfuerzo. La capacidad de concentrarse en algo hasta lograr olvidarte de todo lo demás requiere de un talento muy específico, diferente del que se necesita cuando estás compitiendo en mitad de un pelotón.

      Tras embaucar a mi padre para que me llevara a unas cuantas carreras, y disfrutando de una confianza recién encontrada, me inscribí en los campeonatos de contrarreloj estatales de Colorado de 1988. Como comprobaría, aquellos campeonatos resultarían una encarnación de la

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