Billete de ida. Jonathan Vaughters

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Billete de ida - Jonathan Vaughters

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de gritos que avisaban que otro estaba atacando. El ritmo era demasiado alto para la mayoría de los chicos de trece años y la fatiga comenzó a cobrarse su peaje, esquilmando el pelotón, ciclista a ciclista.

      El tramo final de ocho kilómetros del circuito de Buckeye tenía unas pocas colinas de cierta longitud que ascendían de manera gradual hasta la meta. Había decidido esperar hasta ese tramo para mostrar mis cartas. La espera hasta alcanzar la parte final se me hizo eterna; quería mostrar mis habilidades y hacer que aquellos tipos aprendieran. Pero era consciente de que debía ser paciente. Esperé, como un arquero con el arco tensado, que llegara el momento perfecto para soltar la cuerda.

      Girando a la derecha entramos en la parte final, directos a la mayor de las colinas de aquella carrera prácticamente llana. En un momento de pausa en el que el pelotón se daba un respiro antes de la colina, ataqué. Dado que casi nadie me conocía no salieron a por mí de inmediato. En cuestión de unos segundos abrí hueco. Fue entonces, en ese mismo instante, cuando sentí que me sacudía un instinto primario de lo más intenso.

      Yo era la presa, y eso me hizo sentir que una oleada de adrenalina recorría mi cuerpo. Me sentí a punto de perecer, como si aquello fuera una escena del documental de la BBC Planet Earth, un ñu solitario perseguido por una manada de chacales rabiosos. Pero este pequeño ñu de 45 kilos demostraría ser todo un desafío para esos chacales arrogantes. Jamás me había sentido así, no en mis carreras del año anterior, ni tan siquiera en mis entrenamientos con Bart.

      Era un sentimiento desconocido, algo feral e intenso. Un miedo como el que jamás había sentido. Miedo a perder, miedo al fracaso, miedo a que me atraparan.

      Era el deseo de salirme de aquella carretera y simular una caída para evitar el fracaso en la confrontación, enfrentado al deseo de seguir empujando todavía más fuerte para no permitir nunca que ganaran esos chacales. Necesité de todas mis fuerzas para convencerme de que la mejor manera de seguir adelante era dar todo lo que tenía en aquel intento, no permitir que el miedo al fracaso me paralizara y me hiciera esconderme ante el desenlace.

      El hueco se mantuvo al coronar. En la lejanía podía ver las pancartas de la meta. Ahora empezaba a pensar que podía lograrlo.

      Quería que mi madre me viera cruzar esa meta en primer lugar.

      Quería que Frankie escuchara el relato de mi victoria aquella tarde, en la tienda.

      Quería demostrarle a Chris Wherry que era más fuerte que él.

      Y quería demostrar a todos mis estúpidos compañeros de instituto que yo era mucho más, que era mejor de lo que ellos se creían. Era el ñu que podía liderar la manada. Quería ganar.

      Agaché mi cabeza y apreté todo lo fuerte que pude rumbo a las pancartas, mirando bajo mi brazo apenas en una ocasión para comprobar si los otros tenían opción de atraparme.

      «No se lo permitas. No se lo permitas. No-se-lo-permitas», me dije una y otra vez.

      Ahora, mi necesidad de ganar tenía más que ver con el miedo a que me atrapasen que con la alegría de correr o vencer. Me obsesionaba demostrarles a todos que estaban equivocados. Me obsesionaba hacer hincar la rodilla a toda la negatividad. Mis puños se crisparon apretando el manillar mientras intentaba combatir el deseo de bajar el ritmo un poco.

      Resoplaba como un tren de cercanías y sentía las piernas como gelatina, pero en mis salidas con Bart había aprendido que si había algo que mi debilucho cuerpo podía hacer era tolerar y superar una inmensa cantidad de dolor. Y eso hice.

      En lugar de intentar ignorar o minimizar el dolor que padecía me sumergí en él, abrazándolo, centrándome en él, sintiendo casi una adicción por él. Por primera vez en mi vida tenía el control. Recuerdo visualizar un gigantesco letrero que decía no en cuanto mi cuerpo me gritaba que parara, que frenase.

      No a parar, no a abandonar, no a dejarme atrapar, no al fracaso.

      No era capaz de lograr que ninguna chica quisiera venir conmigo al baile de bienvenida, ni podía aprobar el examen final de álgebra, pero sí que podía obligar a mi cuerpo a soportar el dolor como casi nadie es capaz de hacerlo y lograr, con ello, ir un poco más rápido sobre una bicicleta.

      En el pelotón acabaron organizando una persecución, pero era demasiado tarde. Me habría matado antes de dejar que me cogieran, y como tal pedaleé. A punto de cruzar la meta eché una última mirada atrás. No había nadie cerca. Pude celebrar mi victoria mucho antes de lo que en realidad lo hice, pero por si acaso seguí pedaleando a tope, hasta que la línea de meta estaba justo debajo. Entonces, por fin, levanté un brazo, victorioso.

      Un intenso alivio comenzó a inundarme, como si me arroparan con una cálida manta de algodón después de ser rescatado de un mar enfurecido. Debería haber sentido una intensa alegría, eso suele decirse. Pero, ante la victoria, no sentí ninguna ola de orgullo.

      Tan solo estaba contento de no haber defraudado a nadie. Ni a Frankie, ni a mi madre, ni a Bart. Había ganado. Por fin.

      Aquel Volvo Station Wagon Naranja

      La victoria en la Buckeye avivó mi mono de más «mierda» ciclista de aquella. Comencé a buscar carreras en los rincones más lejanos de Colorado, en otros estados, e incluso comencé a pensar en cómo clasificarme para los campeonatos nacionales.

      Estoy seguro de que mis padres estaban, por un lado, contentos al ver que el veleta de su hijo por fin se involucraba de verdad en una actividad; pero también estoy seguro de que, por otro lado, sentían cierta preocupación ante las cotas a las que llegaba mi obsesión. Mientras tanto, la economía en Colorado se había ido al garete y papá y mamá estaban pasando algunos apuros económicos, añadiendo preocupaciones extra.

      Les preocupaba más poder pagar la hipoteca y poner un plato en la mesa que viajar de una carrera de bicicletas a otra. Mis planes de participar en esas carreras tan remotas parecían demasiado disparatados como para, tan siquiera, tomárselos en serio; además de estar demasiado lejos como para acudir. Con todo, seguían apoyándome en mis sueños y me ayudaron a concebir planes para viajar a esos lugares de manera económica.

      Aquello era esencial para mí. Ansiaba llegar al siguiente nivel en el ciclismo, pero tampoco deseaba que el coste económico de mi obsesión se convirtiera en una carga para mis padres.

      Pero a la vez necesitaba, por lo menos, presentarme a algunas carreras regionales para, con un poco de suerte, conseguir llamar la atención. Necesitaba que se fijasen en mí los equipos locales, los entrenadores nacionales y, a lo mejor, uno o dos patrocinadores. Si lo hacía bien podría ganar un poco de dinero con los premios, más del que sacaría con trabajos veraniegos, e incluso que me alcanzara para pagar la gasolina y poder así presentarme en la siguiente carrera.

      Por supuesto que aún tendría que convencer a mis padres de que me llevaran. Sabía que papá tenía el tiempo suficiente para hacerlo, ya que su trabajo estaba sufriendo los embates de la deteriorada economía. Así que pensé en lanzarle la idea de que me llevara a unas pocas. Es así como entra en acción, por el lateral del escenario, el Volvo Station Wagon naranja brillante de 1974 de mi padre.

      El Volvo tenía más de 330 000 kilómetros a sus espaldas y olía al acre aroma del tabaco en pipa y a café derramado. Era el coche que me había llevado al colegio desde que era un niño.

      La velocidad máxima que lograba alcanzar no llegaba, ni tan siquiera, al límite de velocidad máxima permitida, y quemaba tantísimo aceite que había

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