Billete de ida. Jonathan Vaughters
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Frankie, al que muy pronto comenzaría a llamar Tío Frank, se dio cuenta de que la única persona, aparte de mí, lo suficientemente loco como para entrenar en enero en Colorado era su excuñado, Bart Sheldrake. Bart era el ex de la hermana de Frank y hacía malabarismos para alternar tres trabajos, criar a un niño y entrenar para correr al máximo nivel amateur de Colorado.
Bart había corrido las clasificatorias para los Juegos de 1984 y era un ciclista de categoría. De vez en cuanto entraba quedamente en la tienda para recoger a su hijo de dos años después de que la hermana de Frankie lo hubiera recogido en el colegio. Frank pensó que deberíamos conocernos, así que me invitó a ir a la tienda un día en el que a Bart le tocaba la custodia compartida.
Pedaleé a través del tráfico después del colegio y me dirigí a la tienda para conocer a Bart. Tenía miles de preguntas que hacerle sobre cómo era ser un ciclista de verdad. Bart tenía la misma pinta que tenían los ciclistas que había visto en las revistas: una cara demacrada, larga, enjuta y como de cuero.
Tenía malas pulgas y era torpe en las relaciones sociales, además de tener una risa nasal muy graciosa. De muy mala gana accedió a compartir conmigo sus experiencias como ciclista durante la mayor parte de la tarde. Pero lo más importante fue que accedió a que lo acompañara a un entrenamiento.
Me dejó bien claro que si lo acompañaba en su entrenamiento dominical no quería lloriqueos, ni se pararía a esperarme, ni me ayudaría si pinchaba; y tampoco bajaría su ritmo. Con una sonrisa en la cara accedí, contando los minutos hasta el domingo, cuando saldría a pedalear con un ciclista de verdad.
Mi madre entró en pánico cuando llegó la mañana del domingo. Yo iba a hacer una ruta de más de 100 kilómetros con un hombre al que ella no había visto jamás, y que, de conocerlo, le habría producido pavor. ¿Por qué iba a querer un hombre que tenía un hijo pasar tanto tiempo montando en bicicleta un fin de semana y con aquel frío helador?
Bart tenía que salir a entrenar temprano, así que quedamos en la tienda a las nueve. Era lo más temprano que podíamos salir sin riesgo de pisar demasiadas placas de hielo sobre el asfalto. Con la cara congelada por el frío me dio unas instrucciones.
«Escucha, tengo que estar en casa para prepararle el almuerzo a mi hijo y quiero hacer cien kilómetros. Y los tengo que cubrir en tres horas», dijo. «Si eres capaz de seguirme, perfecto. Si no, mala suerte».
El ritmo que puso Bart fue implacable. No dejé de sufrir ni un instante, tan solo para seguir a su rueda. Pero en aquel entrenamiento había demasiado en juego.
Era mi oportunidad de ganarme su respeto, de ganarme el respeto de Frankie y, lo más importante, mi oportunidad de que siguiera diciéndome que saliera con él a hacer entrenamientos de verdad y aprender de un auténtico ciclista. No podía quedarme atrás.
Mi cuerpecito de gorrión se retorcía sobre el sillín, mis hombros iban de un lado a otro, apretaba los brazos y mis piernas me suplicaban que parara. Pero no permití que Bart me dejara atrás. Creo que le disgustó un poco que aquel mocoso de doce años fuera capaz de aguantar a su rueda.
A pesar de comenzar la ruta un poco entrada la mañana las carreteras seguían heladas y húmedas. Según fue avanzando aquella salida los cables del cambio de mi bicicleta se fueron cubriendo de hielo y quedaron fijos. Lo mismo le ocurrió a Bart. Durante la última hora no seríamos capaces de cambiar de desarrollo.
Me quedé atascado en un encantador 53x17. Seguí dando vueltas a los pedales, dolorosamente lento, pero Bart (quien estaba claro que ya tenía experiencia en este asunto) se mostró despectivo y siguió pedaleando.
«No tienes más que apretar el culo un poco más y aguantarte», gruñó.
Así era como Bart veía la vida, a más sufrimiento, mayor diversión.
Por fin, a cosa de quince kilómetros de casa, reventé, helado e hipoglucémico. Tal y como había prometido que haría Bart no me esperó, aunque pude escuchar que me gritaba algo según me detenía.
«¡Buen trabajo, chaval! ¡Nos vemos el próximo domingo!».
Sabía que me había ganado una pizca del respeto de Bart.
Me arrastré aquellos últimos quince kilómetros. Lo único que quería era detenerme y echarme a dormir en un sucio montón de nieve con la esperanza de que alguien me encontrara antes de que se hiciera de noche. Pero seguí moviendo los pedales, dolorosamente lento y cuadrado. No tenía dinero para telefonear a casa o para comprar un chocolate caliente. Solo me funcionaba una marcha. Y me caía hielo por la barbilla. Tenía muchísima hambre, muchísimo frío y me encontraba fatal, pero no había otra manera de llegar a casa que no fuera seguir adelante. Eso sería una gran lección. En ocasiones no queda otra opción. Lo único que puedes hacer es seguir adelante.
La cara de mi madre cuando entré por la puerta no tenía precio. Podías ver la furia, la decepción, el orgullo y el instinto maternal luchar entre ellos en su cabeza. Quería darme algo de comer, abrazarme, meterme en la bañera a darme un baño caliente mientras no dejaba de gritarme por ser tan imbécil; todo a la vez.
No suelen gustarme demasiado los baños. Me parecen demasiado indulgentes, largos y aburridos. Pero no hay nada en este mundo como un baño caliente después de pasar un día de frío que te cala los huesos sobre la bicicleta. El contraste entre llevar tu cuerpo tan al extremo que casi se hace pedazos bajo el agua y el frío y deslizarse en el interior de la cálida matriz que es una bañera caliente, es de lo más intenso.
Escapada en Buckeye
Cada mañana iba al colegio en mi bicicleta. Cuando salía al mediodía escuchaba las carcajadas de los chicos que subían a los autobuses del colegio o que iban al entrenamiento de fútbol, riéndose de mi ridículo culote y de mi casco en forma de cacerola.
Me dolía escuchar aquello y me dolía comprender que no encajaba, pero me repetía que iba a pasar el rato con un tío que molaba mucho más que los chicos del Instituto de Cherry Creek. Su nombre era Frankie, un artista que había visto mundo, un tío que se había ganado la vida en Nueva York como mensajero sobre una bicicleta.
En la tienda Frankie me mimaba con historias de grandísimos ciclistas con nombres tan fantásticos y exuberantes como Fons De Wolf. Me adoctrinó en su absoluta certeza de que todo componente de bicicleta fabricado en Japón era una auténtica basura, y que la única bicicleta de verdad es aquella que está hecha de cuadro de acero italiano y va montada en Campagnolo.
Me puso un apodo italiano, Gianni, y me ofreció algunas perlas de brutal sabiduría.
«Montar componentes de Marrano es como echar un polvo con condón, Gianni. Es seguro, funciona, pero es una puta mierda», decía de los componentes del gigante japonés.
La tienda se estaba convirtiendo en mi refugio. Amaba ese lugar y en él me sentía respetado y comprendido. Durante muchos de mis tortuosos años de adolescencia se convirtió en un segundo hogar.
Unos días después de aquel entrenamiento con Bart pedaleé hasta la tienda para contarle a Frankie mis peripecias de aquel domingo, y para que me arreglara la bici después de haberla