Billete de ida. Jonathan Vaughters

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Billete de ida - Jonathan Vaughters

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estaba llena de baches y con el asfalto roto por culpa del clima extremo de esas alturas.

      Miré atrás para comprobar si, por fin, me había librado de Engleman, y justo en ese mismo instante me comí un bache.

      ¡Crack!

      Rompí la tija y el sillín cayó al suelo. Durante unos minutos pensé que sería capaz de seguir hasta la cima pedaleando de pie sobre los pedales, pero a 4250 metros no es tan sencillo pedalear fuera del sillín. Por fin, exhausto, reventé y no pude más que mirar a Engleman mientras desaparecía y pulverizaba el récord. Acabé abatido. Haber asumido tantos riesgos en la elección de componentes acabó convirtiéndose en una patada en el trasero. Pero aun así seguí decidido a regresar y ganar, y destrozar el récord; solo que, al final, ese acabó siendo el día que más cerca estuve de lograrlo.

      Tras aquello seguí empeñado en conquistar el Monte Evans, pero siempre se me cruzaría algún contratiempo estrambótico: un pinchazo, calambres que no venían a cuento o cambios de clima de lo más extraño. El incidente que mejor lo ejemplifica tuvo lugar en 1999, cuando logré la victoria, pero no el récord.

      Con mi equipación del U.S. Postal Service y recién conquistado el Mont Ventoux, en el sur de Francia, no había duda de que era un ciclista mucho más poderoso que aquel capullo de dieciocho años. Pero, además, para ese año de 1999 ya había hecho mis pinitos en el dopaje.

      Dejé atrás al pelotón con toda facilidad. Volaba montaña arriba directo al récord, bailando sobre los pedales. Justo cuando comenzaba a pensar en cuánto tiempo rebajaría el récord se levantó el viento. Y sopló muy fuerte. Sin apenas tiempo de darme cuenta me vi luchando contra un vendaval de cara, apenas era capaz de mantenerme sobre la bicicleta. La violencia de las ráfagas se mantuvo durante la larga sección entre Echo Lake y Summit Lake. Da igual lo fuerte que pudiera encontrarme aquel día, no lograría batir ningún récord.

      En el mismo momento en el que crucé la meta el cielo se abrió, de repente, y el viento cesó. Terminada la carrera me senté bajo los apacibles rayos del sol mientras me roía el sentimiento de culpa. ¿Acaso trataba de decirme algo aquella montaña? ¿Se habría vuelto, de alguna manera, en mi contra ante las oscuras prácticas en que estaba envuelto?

      A lo mejor era el propio Bob Cook el que no estaba nada contento de verme batir aquel récord. Aún hoy sigo pensándolo. De alguna manera, el espíritu que habitaba aquellas alturas quería que comprendiera que no podía tener todo lo que quería; no si para ello pasaba por encima de lo que fuera necesario. Le debía un respeto a la montaña y a la pureza que representaba. Y no se lo había tenido.

      La ascensión al Monte Evans fue, además, la última carrera en la que luché por una victoria. Quise terminar mi carrera deportiva allí, porque había sido la montaña que me había inspirado durante tantos y tantos años. Nunca conquisté a La Vieja Señora, pero conseguí estar en paz con ella.

      Ambos sabíamos que no merecía aquel récord, pero en un guiño a todos mis intentos, incluso puede que al camino de regreso que poco a poco recorrería en mi intento de ser una persona más recta y honesta, me permitió ganar aquel año. Fue como un rápido beso de despedida en la mejilla.

      No tengo muy claro por qué me apunté a mi primera carrera ciclista.

      En el colegio era un desastre y en los deportes también. Apenas tenía coordinación, mi musculatura era raquítica y era prácticamente quince centímetros más bajito que el más bajito de la clase. El último adjetivo con el que a nadie se le ocurría describirme era «deportista». En pocas palabras, tenía el talento académico y atlético de un gusano.

      Entonces ¿cómo, incluso por qué, decidí a los doce años de edad convertir el ciclismo de carretera en mi gran aventura? No tengo la menor idea. Pero así fue. En una mañana de primeros de julio de 1986 mis padres me llevaron desde la beis y urbanita Denver a la pintoresca y azulada Boulder. Iba a competir en la Red Zinger Mini Classic, una carrera infantil por etapas que duraba una semana, y que trataba de imitar la famosa carrera por etapas Coors Classic.

      La primera etapa era una contrarreloj. No estaba nada familiarizado con aquella disciplina y me preguntaba si, de verdad, me había apuntado a una carrera para correr a solas por una carretera vacía, toda para mí. Al notar lo nerviosos y concentrados que estaban mis rivales me retiré al maletero del coche familiar de mis padres y me puse a pelearme con Angie, nuestra adorable bedlington terrier. Es posible que lo mío fuera más montar en bici que ser ciclista. Por supuesto que me encantaba ir de un lado a otro sobre mi bicicleta, a ver a mis amigos y a las chicas por las que estaba colado. Pero ¿competir para ganar? Todos aquellos chicos parecían más grandes, agresivos y fuertes que yo. Me parecían lobos hambrientos.

      De manera apocada avancé hasta la línea de salida, sin tener la más remota idea de dónde me metía. Sobre el papel, aquello era de lo más simple: ocho kilómetros, ir del punto A al B en el menor tiempo posible. Aun así, coherente con mi naturaleza, había estado dándole vueltas a todo aquel calvario y casi prefería escabullirme hasta el Oldsmobile de la familia para pedirles a papá y a mamá que me llevaran a casa. Acabé tomando la salida, rumbo al territorio desconocido de una carrera en solitario contra el reloj por la Autopista 36. Poquísimo después de la salida otro ciclista pasó volando por mi lado. Y entonces, muy poco después, un segundo hizo lo mismo. Mi actuación en esa carrera ciclista iba de acuerdo con la absoluta ausencia de logros atléticos que había experimentado hasta entonces en mi vida.

      Era lento. Muy lento.

      Habíamos salido en orden alfabético y unos pocos puestos detrás de mí salía Chris Wherry. Wherry era alto y apuesto, con doce años era toda una leyenda en el folclore ciclista de Colorado. Ganaba casi todas las carreras en las que participaba e inspiraba respeto, incluso entre las otras «superestrellas» de doce años que merodeaban por el sucio aparcamiento que hacía las veces de salida.

      Por supuesto que pasó volando a mi lado tras muy poco tiempo, directo a una nueva victoria en otra carrera. Según me adelantaba gritó: «¡Venga, colega! ¡Tienes que echarle un poco más de ganas!». Fue bochornoso. Como era de esperar intenté subir mi ritmo para poder seguir con él, pero apenas duré treinta metros. Me dejó atrás resollando y padeciendo, mitad avergonzado mitad dolorido.

      Me arrastré hasta la línea de meta. Sabía que no lo había hecho muy bien, pero calculé que Wherry tampoco me había atrapado demasiado pronto, así que con suerte habría acabado en mitad de la tabla de la categoría de doce años. Me temo que fui un poco más que optimista.

      Mis padres habían traído un pícnic para comer entre la contrarreloj de la mañana y la carrera de critérium vespertina. Nos sentamos junto al resto de familias, esperando con paciencia a que anunciaran los resultados de la contrarreloj.

      Me comí un sándwich de mortadela y queso y me bebí una soda, todo aquello mientras, a escondidas, daba de comer a Angie algunos de los trozos de mi sándwich que no me apetecían. Por fin colgaron una hoja de papel en la pared de uno de los servicios del parque.

      Mi padre y yo fuimos de mala gana a ver cómo me había ido.

      Por encima de todos esos cuellos estirados y cabezas más altas que la mía conseguí ver al fin mi nombre: en la mismísima última línea de la hoja.

      El ultimísimo lugar.

      Estaba destrozado y avergonzado de, tan siquiera, estar allí. Quería irme a casa. Quería salir de allí, de inmediato.

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