Billete de ida. Jonathan Vaughters

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Billete de ida - Jonathan Vaughters

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colegio, igual que en los juegos en el patio, igual que cuando trataba de encajar. Había fracasado en todo aquello y ahora sería también un fracasado en el ciclismo. No valía para nada: en nada.

      Hablé con mi madre y le dije que quería irme de allí, de inmediato. No pintaba nada en ese lugar. Se mostró comprensiva, escuchándome mientras le contaba lo malo que era en el ciclismo y que, seguramente, lo mejor que podía hacer era salir de allí e irme a casa.

      Angie notó lo triste que estaba. Se acercó y comenzó a darme pequeños besos perrunos, en un intento de comprender qué ocurría. Le di un largo abrazo con la esperanza de que saldríamos de allí, que nos alejaríamos de aquel lugar y aquella gente.

      Mientras tanto, mi madre y mi padre estaban inmersos en una discusión sobre algo. Estaba claro que estaba siendo una discusión acalorada, y podía ver a mi padre gesticulando con sus brazos.

      A mis padres nunca les interesó demasiado el deporte. Mi padre es un abogado con una acusada querencia por la Constitución de los Estados Unidos y un gran sentido de la justicia. Tenía gran pasión por la lectura y la justicia, lo que he heredado de él. Le encantaba ayudar a los demás, llegando hasta límites insospechados a la hora de defender los derechos de sus clientes. Era querido y respetado. A menudo nos daban leña, carne de pollo o nos ayudaban en las tareas domésticas como pago por las facturas que sus clientes no podían pagar; clientes a los que, no obstante, había aceptado representar. Si algo le movía era el ideal de igualdad para todos, no el dinero.

      Mi madre trabajaba con niños con problemas de aprendizaje y habla. Quiso ser doctora en medicina, pero su abuelo, quien a su vez era médico, le quitó aquella idea de la cabeza diciéndole que la medicina no era para mujeres. Siempre le atormentaría no haber luchado por ser doctora.

      Pese a esto acabó siendo bastante moderna para una mujer que llegó a la mayoría de edad en la chovinista década de los 50: obtuvo un máster en patologías del lenguaje y antepuso su carrera a todo lo demás.

      Se había casado con un hombre más joven que ella a una edad ya avanzada, y no me tuvo hasta los treinta y ocho años. Mis padres formaban un extraordinario conjunto de potencia intelectual. Pero, su hijo, al tomar parte en los deportes, en particular en un deporte tan poco extendido y minoritario como el ciclismo, era todo un desconocido para ellos.

      Me senté en el césped mientras observaba su discusión, hasta que por fin llegaron a un acuerdo por el cual (sabiendo lo decidida y combativa que era mi madre) cargaríamos el coche y regresaríamos a casa.

      Pero, en lugar de eso, mi padre se acercó a mí y con la mayor firmeza me dijo que nos quedábamos y que tomaría la salida en la carrera de la tarde. Me quedé estupefacto y me quejé con todas mis fuerzas.

      Papá tiene un espíritu amable, poco predispuesto a ponerle límites inquebrantables a nada. Tiene una asombrosa habilidad para ver todos los lados de cualquier problema. Casi siempre cedía ante la naturaleza más decidida de mi madre, incluso ante mí.

      Pero no en aquella ocasión. Hizo que me sentara.

      «Tienes que acabar aquello que empiezas, maldita sea», me dijo con la mayor convicción. «Da igual que seas el mejor o el peor, nunca has de rendirte. Esta tarde tomarás la salida en esa carrera y lo harás lo mejor que puedas».

      Me quedé sorprendido.

      «Me ha costado un montón de dinero que vengas a esta chorrada, así que no vas a retirarte», dijo exasperado. «Ni hablar».

      Mi padre era el apoyo, siempre comprensivo, que jamás contraatacaba en nada. Era la primera ocasión en la que me obligaba a hacer algo. Y con esa decisión cambiaría el resto de mi vida.

      Aquella tarde tomé la salida en la segunda etapa de la Red Zinger, de mala gana y convencido de que me iban a machacar y me doblarían enseguida. No quería estar allí ni quería competir. Pero lo hice, por muy mala cara que llevara.

      Sonó el disparo que daba la salida e intenté meter rápidamente en el calapié de mi bicicleta el pie que llevaba libre. Al final de la corta primera vuelta conseguí reintegrarme en el pelotón de púberes. Parecía que no era tan terrible como me había imaginado, y pasar tan rápido por las curvas era muy divertido. Incluso me lo estaba pasando bien.

      Aunque fuera el peor de los ciclistas que allí había, me estaba gustando. Estaba a años luz de mis intentos de jugar al fútbol en los recreos, en los que odiaba cada minuto que duraba. No, esto era muy diferente. Estaba claro que era un manta, pero me encantaba.

      El miedo al trazar las curvas a punto de perder el control era todo un subidón de adrenalina que hacía brincar mi corazón. Me centré en la rueda que llevaba delante y no me rendí. A cada vuelta se me hacía más y más complicado, pero apreté los dientes negándome a darme por vencido.

      Uno tras otro comencé a adelantar a otros chicos que eran incapaces de aguantar el ritmo en la cola del pelotón. A pesar de que parecían mucho mejores que yo sobre la bici y de estar, no tengo dudas, mucho más en forma, yo era capaz de sufrir, de dejarme las entrañas ese poco más, para lograr aguantar. Apenas veinte minutos antes ni tan siquiera quería estar allí, pero ahora me lo estaba pasando mejor que en toda mi vida. Y eso era una experiencia nueva para mí.

      En el tiempo que me llevó dar unas cuantas vueltas alrededor de una anónima caseta de un parque a las afueras de Boulder, mi mente cambió de parecer respecto al deporte.

      Quería convertirme en deportista.

      Quería competir.

      Las carreras me habían inoculado su veneno. Era una combinación de aspectos mentales, técnicos, tácticos y físicos. De alguna manera se me hacía más natural mantener el equilibrio sobre una bicicleta mientras trazaba una curva, que lograr la coordinación necesaria entre vista y manos para atrapar una pelota. El movimiento circular de hacer girar los pedales tenía mucho más sentido para mi excesivamente cerebral mentalidad que el que tenía ese supuestamente más «natural» movimiento que se necesitaba para correr. Me había enamorado del ciclismo. Seguía dando pena de lo lento que era y la mala forma en que me encontraba, pero quería ser bueno en ello con todas mis fuerzas.

      Aquella semana, día tras día, etapa tras etapa, fui mejorando mis habilidades competitivas. Aprendí a trazar las curvas, a seguir la rueda lo más cerca posible, a moverme por el pelotón. Quería luchar tan duro como fuera capaz por mejorar un poco, aunque siguiera estando lejísimo de ser capaz de ganar nada. Por primera vez en toda mi vida no iba a rendirme cuando las cosas se pusieran difíciles. En el colegio, en otros deportes, e incluso en la vida misma, había mostrado muy poco talento natural para cualquier cosa que no fuera memorizar anécdotas de la Guerra Civil sin orden ni concierto.

      En lo más profundo de mí resultaba que era competitivo, solo que jamás lo había dejado florecer. Era, simplemente, que no se me daban igual de bien las típicas cosas en las que la mayoría de padres e hijos quieren ser buenos. Fútbol, béisbol, baloncesto... en todo aquello para lo que se precisase una pelota yo era un truño.

      Era bajito y miope, por lo que la mayoría de la gente daba por sentado que se me darían bien los estudios, pero mis notas también eran un desastre.

      Entonces apareció el ciclismo, y lo cambió todo.

      Cuando se acercaba el final de la Red Zinger se me podía ver ya de vez en cuando en cabeza de carrera. Durante aquella semana me había dado cuenta de que podía superar a muchos de aquellos chicos que tenían mayor fuerza física que yo tan solo con estar dispuesto a llevar mi cuerpo un

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