Billete de ida. Jonathan Vaughters

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Billete de ida - Jonathan Vaughters

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Contaba los días que quedaban. Estaba nervioso e impaciente por comenzar a competir, mis salidas de entrenamiento en solitario y las de fin de semana con Bart comenzaban a aburrirme. El año anterior me había enamorado del excitante mundo de las carreras. Pero, como descubriría, el entrenamiento acaba convirtiéndose en algo un poco mundano, tedioso, en ocasiones aburrido. Sin duda, comenzaba a sentirme un poco estancado.

      Por suerte había un paso intermedio entre el entrenamiento y la competición en sí misma. En cuanto entró el horario de verano Bart me habló de un evento vespertino improvisado, la Meridian. Entre sesenta y setenta ciclistas se presentaban en las oficinas del parque sur de Denver -que recibía el nombre de Meridian- cada anochecer de martes y jueves, y simulaban una carrera desbocada de una hora. La Meridian era, y sigue siendo, toda una institución en el ciclismo competitivo de Colorado.

      Pero tenía algo de clandestino. Tenías que conocer a alguien que conociera a alguien que supiera cuándo había que aparecer. Era El Club de la Lucha del ciclismo. No había nada oficial en aquello; era clandestino, ilegal, en carretera abierta y no hablabas de ello, con nadie.

      Bart era el rey de este Club de la Lucha sobre dos ruedas. Llevaba varios años invicto y las historias de las palizas que daba se extendían por toda la red ciclista de Colorado, como la leyenda de Paul Bunyan. En cuanto Bart consideró que estaba listo para conocer el Club de la Lucha, me invitó a presentarme a una y probar.

      Me sentí tan honrado como acojonado, pero no había miedo capaz de hacerme desaprovechar esta invitación a la clandestinidad. La Meridian se convirtió en mi actividad extraescolar favorita.

      No había ni una sola cosa en ese Club de la Lucha que pudiera ser considerada una buena idea. El rango de niveles era inmenso. Desde triatletas a ciclistas en pista; hombres, mujeres, chicas y chicos; algunos que jamás habían corrido en un pelotón, otros que jamás deberían haberlo hecho... De todo, hasta llegar a gente de primer nivel como Bart. Cualquiera era bienvenido... Siempre y cuando molases lo suficiente como para que alguien te avisara, por supuesto. No había ningún papeleo, ni oficialidad alguna. No había distancia oficial ni líneas de salida o de llegada, y desde luego que no se cerraban las carreteras ni había protección policial. Tan solo te presentabas a las seis de la tarde y corrías. Nos saltábamos los semáforos en rojo, pasábamos entre el tráfico y hacíamos lo posible por hacer que alguno acabara camino del hospital. Era rápido, era peligroso, me encantaba.

      Y también fue todo un maestro. El ciclismo es un deporte que se aprende compitiendo, gracias a la experiencia, al método del ensayo y error. Hay cosas que no se pueden aprender a base de entrenamiento y práctica. La manera en la que el pelotón se estira o se comprime, o esa danza fluida que se da al entrar y salir de cada curva.

      El Club de la Lucha podría ser el sueño de un abogado y la pesadilla de toda madre, pero era un maestro excepcional. Me enseñó a maniobrar por el pelotón, a saber cuál es el mejor momento para lanzar un ataque, a mantener la aceleración, a evitar las caídas... al menos, evitar todas cuantas pudieras.

      Cada noche de martes y jueves, cuando regresaba a casa para compartir aquellas cenas de estilo medio oeste que cocinaba mi madre, me sentía como un guerrero cubierto de sangre. Mientras comía hamburguesas y ensalada de col les explicaba a mis padres que estaba aprendiendo a sobrevivir en la batalla.

      Esperaba impaciente a que sonara el timbre del colegio. Nunca llegaba lo suficientemente pronto, ya que ahora muchos de mis compañeros se habían dado cuenta de que yo era ese chico, el chico que veían por todas partes, pedaleando por todos lados embutido en licra. Y eso no estaba bien visto en la Norteamérica Central de 1987.

      De vez en cuando me pasaba algún coche conducido por estudiantes de instituto que se acababan de sacar el carnet y me arrojaban un batido a medio terminar. Y, como no podía ser de otra manera, estaban los insultos: cada semana tenía mi ración de «maricón» y «bujarrón». Llegados a este punto hacía ya mucho tiempo que había dejado de dolerme; ahora me llenaba de rabia. Algún día sería famoso y esos cabrones sabrían cómo me llamaba.

      Por complexión me resultaba imposible contraatacar, pero ya se había encendido la pólvora que me haría dejar en ridículo a aquellos cretinos. De alguna manera, de alguna forma se avergonzarían de haberme hecho tragar tanta mierda. Aunque tuviera que pasar una década. Ser pequeño y ser el objeto de las burlas inoculó en mí una enorme necesidad de alcanzar el éxito, de demostrarle a la gente que se equivocaban; además de alimentar mi rabia, una rabia que se convirtió en la clave de mi camino hasta convertirme en un ciclista.

      Era el momento de correr una carrera de verdad. Enviamos los papeles, pagamos la cuota, recibimos la camiseta y el dorsal y firmamos todas las exenciones de responsabilidad. Frankie me ayudó a revisar mi preciada bicicleta como si fuera el niño Jesús en el pesebre. Me explicó con todo detalle cómo montar todos los componentes, cómo cambiar los cables, cómo centrar mis ruedas y cómo poner el resto a punto. Mientras salía de la tienda me dedicó unas tiernas palabras de ánimo ante mi primera carrera, a su manera típica.

      «¡Más te vale ser mejor corriendo sobre esa mierda de bicicleta francesa de lo que eres arreglándola!».

      Estaba listo, y estaba nervioso. Mis padres también estaban listos... listos para que se acabara por fin esa extraña obsesión mía. Cargamos la ranchera familiar con una nevera para botellas, Fig Newtons, el bedlington terrier y mi bicicleta Vitus azul. Mi madre estaba preocupada porque no hubiera comido lo suficiente durante el desayuno, y mi padre estaba preocupado porque no hubiéramos salido lo suficientemente pronto. Muy pronto el Oldsmobile azul láser se arrastró rumbo norte, conduciéndome hacia a mi destino.

      Mi primera carrera era la Buckeye. Buckeye está en mitad de ninguna parte, Colorado, típico ejemplo de condado repleto de cardos rodadores, justo a las afueras de Fort Collins. Y como en todas las carreras de Colorado, la salida era a primera hora.

      Con los años he aprendido que si no te tienes que despertar en mitad de la noche no eres un auténtico ciclista. Aparcamos la bestia azul en un sucio descampado, bajamos mi bicicleta y comenzamos a colgarme los dorsales. Fue como si me dieran una descarga eléctrica. A diferencia del año anterior, cuando competía de mala gana, esta vez me subía por las paredes, tenía los nervios a flor de piel. Estaba listo para probarme.

      Se podía oler el miedo en el frescor matutino. Los demás padres daban vueltas de un lado a otro hablando por walkie-talkies, coordinando la carrera de sus hijos mientras trataban de no perder a los hijos más pequeños en medio de aquel caos. Entre aquella marabunta de padres-animadores unos llenaban sus bidones, mientras que otros se abrochaban los cascos o se calzaban las zapatillas de calas.

      Pude ver a los mitos del año anterior; y a Chris Wherry, que reinaba sobre todos ellos. Tras aquel día todos ellos sabrían quién era yo, estaba seguro... O eso pensaba, pese a que todavía no sabía si habría mejorado o no. Después de todo, la última vez que corrí contra aquellos muchachos no había estado nada bien. Mis inseguridades del año anterior comenzaron a bullir en mi cabeza y tuve que hacer un esfuerzo para acallarlas.

      La carrera consistía en una vuelta a un trazado circular de 30 kilómetros, casi todos llanos, en una brillante, apacible y agradable mañana de verano en Colorado. Permanecí callado, sacudido por mis nervios, esperando la salida. El pistoletazo de salida resonó entre los campos yermos y los cardos rodadores y yo enganché mi zapatilla en el pedal. Había practicado una y otra vez cómo engancharme, pero con tantos nervios estuve lento y torpe. Había perdido unos metros con respecto a la mayoría de mis rivales, pero rápidamente aceleré hasta llegar a la cabeza.

      Los ataques dieron comienzo de inmediato.

      Todo el mundo salía detrás de cada movimiento, haciendo que el pelotón menguase y se estirase

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