Cosas que pasan. Federico Caeiro

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Cosas que pasan - Federico Caeiro

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      COSAS QUE PASAN

      FEDERICO CAEIRO

      Caeiro, Federico José

      Cosas que pasan / Federico José Caeiro. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tamara Herraiz, 2020.

      Libro digital, EPUB

      Archivo Digital: descarga y online

      ISBN 978-987-86-4609-1

      1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos de Ciencia Ficción. 3. Cuentos de Suspenso. I. Título.

      CDD A863

      Prólogo y agradecimientos

       Y en la luz desnuda ví

       Diez mil personas, quizás más.

       Gente hablando sin conversar,

       Gente oyendo sin escuchar.

       Gente escribiendo canciones que las voces jamás compartirán

      Sounds of silence. Paul Simon. 1964. Simon and Garfunkel

      ¿Correrán mis cuentos la misma suerte?

      Los libros no necesitan introducción del propio autor. ¿No entendés que la literatura ocurre en la cabeza del que lee, que a nadie le interesa porqué escribís sino lo que escribís?... en el caso que tengas la suerte de que te lean, claro.

      Así terminó mi charla con una ex profesora de escritura.

      Son infinitos los motivos por qué alguien escribe.

      Podría adueñarme de las palabras de Amélie Nothomb: “para buscar desesperadamente la puerta de salida” o de Julio Cortázar “para quitarse esa cosquilla molesta del estómago”. Pero prefiero hacer mías las de Horacio Salas: “La verdad es que escribo porque me gusta, me divierte hacerlo. Experimento una felicidad cercana al orgasmo cuando, al concluir un texto, siento que lo que dice se parece bastante a lo que pretendía decir en un comienzo”.

      Con el ensayo y las notas de opinión, ante la indiferencia de los propios, logré el respeto de los ajenos, quienes, con el tiempo, se volvieron propios. Pero el ensayo te introduce en un callejón que te lleva al centro del laberinto del que querés salir, te lleva a la cárcel de la que pretendes escapar. En cambio, escribir cuentos, me aleja de ese laberinto, de esa cárcel, y me hace volar, disfrutar.

      A todos nos pasan cosas. Quisiera que vivenciaran mis relatos como verdaderos, que los vivieran “desde adentro”. La anécdota es una excusa para escribir, pero el tema sólo, por más original que sea, no hace a un (gran) cuento. No saben lo complicado que es pasar de la mera descripción de hechos a la narración, porque escribir no se trata únicamente de contar una historia, sino de darle vida a los personajes, que estos sean queribles, que los lectores se imaginen protagonistas, que tengan el frío que ellos sufren, que huelan lo que ellos, que los lugares sean reales. Hay que poner las piedras con las que uno va a tropezar, lograr la verosimilitud de la ficción a través de la precisión de los detalles. Hay que darle vida a palabras muertas, ordenarlas para que tengan sentido, tornarlas visibles, rodearlas de pares que las signifique, lograr que una (palabra) se enamore de otra, se entrelacen y, jugando, formen un texto.

      Padecí párrafos que nacían llenos de vida y luego se marchitaban; excitantes anécdotas que iba matando mientras las escribía. Genialidades de las que me había enamorado y planteos que cambiarían al mundo, fueron a parar a la papelera de reciclaje (en otra época se decía tacho de basura; hoy la tecnología nos permite guardar lo escrito, por las dudas, aun sabiendo que no hay programa que convertirá lo malo en bueno).

      Algunos cuentos nacieron en algún taller literario (intentando sin suerte seguir consignas prefijadas), otros a partir de vivencias reales o anécdotas familiares, uno de la charla con un amigo que espero me lea desde el cielo, otros imaginando situaciones que se podrían dar a partir de un hecho determinado; ¿situaciones demasiado grotescas? No lo creo, la realidad termina siempre superando a la ficción.

      Hay quienes inferirán en que el tono tragicómico de algunos de los cuentos deja entrever difíciles tiempos vividos. Quizás el inconsciente haya escrito conmigo, no lo sé, ni me lo planteo. Esos tiempos van quedando atrás y son sólo prólogo de otros tiempos que vendrán.

      Ciertos protagonistas de mis relatos tienen nombres raros. Nombres en desuso que no intentan mostrarme "original", sino rendir homenaje a quienes fueron obligados a vivir encorsetados en otros tiempos. Nombres que te servirían para ganar una partida de Scrabble si los nombres propios no estuvieran prohibidos. No es antojadizo. Uno de los mejores amigos de mi padre era Lalo. Un Lalo que no era Lalo, sino Sandalio. Un Sandalio que nunca pudo ser Sandalio; que tuvo que ser Lalo para no ser estigmatizado. La idea de que se suicidó debido a eso se apoderó de mí apenas me enteré. Lo que aún no he podido dilucidar es si Sandalio suicidó a Lalo o Lalo suicidó a Sandalio.

      Muy pocos por suerte, tuvieron que padecer el leerme años atrás, conejos de indias que sufrieron mis ansias primerizas. A ellos, perdón y gracias. Perdón por lo que les hice leer -en bruto, sin corregir, denme otra oportunidad- y gracias por sus aportes, dolorosamente sinceros algunos, pero enriquecedores y necesarios todos.

      Quiero agradecer especialmente a quienes, desde distintos lugares, me ayudaron a mejorar mi escritura. José María Brindisi, Ariel Dilon, Mariana Travacio, Cecilia Todesca, Pablo de Laferrère, Ernesto Toubes, Alicia Vandamme, María Casado, Isabel Ferreira Lamas y a mi mujer Valeria, lectora primigenia y crítica feroz (por saber qué hay detrás de cada cuento).

      La relectura y corrección final de los textos en tiempo de cuarentena fue terapéutica. "Provéete tus propias salidas, conéctate con lo tuyo, que el corregir sea tu salida, la escritura es el afuera", me dijo alguien que está dándome una mano para sobrellevar el encierro, y le hice caso.

      La niña

      Todos los martes almorzaba en el patio del monasterio de las Catalinas. Un lugar embalsamado en un tiempo que no es pasado, presente ni futuro. Intentaba llegar cuando las campanas daban las doce. Sentía que repicaban por mí.

      Lo hacía siempre en la misma mesa, a la sombra de un palo borracho adornado de espinas que no lastiman. Cada tanto tenía la fortuna de que me obsequiara algún pétalo rosado, que complementara mi lectura. Un día terminé un libro, no me acuerdo cuál, cuando aún no había tomado mi café.

      Me puse a observar el recoleto entorno. La cruz de hierro que corona la cúpula del campanario se recortaba en el cielo azulino. En la visión de las galerías abovedadas que enmarcaban el patio, los enormes ladrillos de los pisos y del aljibe de mármol en el centro del patio, imaginé a las monjas de la Segunda Orden Dominicana que dedicaron allí su vida al silencio y la oración.

      Entonces la vi.

      Tendría unos doce años. Tenía puestos un jean y un buzo gris que, aunque viejos, estaban en perfecto estado. Las zapatillas gastadas. El pelo rojizo, atado en dos prolijas trencitas. Dos aritos redondos, nacarados. La nariz un poco aplanada.

      Estaba sentada en un banco verde bajo una palmera. La luz que pasaba a través de las ramas jugaba en su cara. Por momentos, el sol se le metía en los ojos, haciéndolos brillar más aún. Apoyado sobre sus piernas, un libro. El dedo índice

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