Cosas que pasan. Federico Caeiro

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Cosas que pasan - Federico Caeiro

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en ningún lugar.

      En el momento en que mi avión debería haber aterrizado, le mandé un mensaje: llegué, tomando taxi.

      Su respuesta no se hizo esperar; varios corazones rojos pasión iluminaron la pantalla de mi celular.

      En la esquina de nuestra casa compré un ramo de camelias, las flores que más le gustaban.

      Fantasmas del pasado

       Mirá el corto basado en este cuento

      Malos recuerdos, sin embargo, sed bienvenidos, sois mi juventud lejana.

       Jean-Pierre Melville. El ejercito de las sombras (1969)

      Desde la vereda de enfrente, Florencio miró instintivamente la entrada vidriada del edificio donde su hermana había vivido cuando estuvo casada con Margarito. A pesar de que se había separado y mudado diez años atrás, se le había vuelto costumbre; de hecho, Florencio siempre miraba las entradas de los edificios donde habían vivido o vivían aún familiares o amigos.

      A través del blindex lo vio saliendo del ascensor. Había pasado por allí cientos de veces y nunca antes se lo había encontrado.

      Margarito llevaba su eterna campera Barbour verde que habían comprado juntos en Londres, un año antes de que le presentara a su hermana, cuando aún eran íntimos amigos. Esos tres meses recorriendo Europa de mochileros marcaron sus vidas.

      Lo conocía mucho, demasiado. Tenía la certeza de que no lo saludaría. No saludaba a sus padres o a sus hermanas, ¿por qué saludarlo a él?

      Entonces se le ocurrió. Cruzó la calle y se le adelantó. Florencio sintió los pasos de Margarito que empezaban a seguirlo.

      ¿Adónde iría tan temprano? Supuso que, como todos los miércoles, pasaría a buscar a sus hijas por la casa de su hermana y las llevaría al colegio. Conocía su camino.

      Su andar cansino, casi inmovilizado, como acariciando la vereda, que parecía no llevarlo a ningún lugar, y esa campera verde oscura. A Florencio le recordó a una escultura que tenía en su casa; ambos cubiertos de una musgosa pátina oxidada. La diferencia radicaba en que la pátina de la escultura provenía de la oxidación del cobre y el estaño, mientras que la de Margarito procedía de su corazón. A pesar de esto, durante largos años había sido su mejor amigo.

      Florencio aligeró su andar para adecuarse a la marcha de Margarito. Reguló sus pasos con los suyos, sintiendo en sus espaldas el odio a su hermana, a él, a su familia, a él mismo.

      Era una desapacible mañana primaveral. Lloraban las tipas. Una lluvia de flores de jacarandás había teñido de violeta la vereda, duplicando las copas de los árboles.

      Doblaron por Quintana hacia Cinco Esquinas, mientras caminaban, Florencio pensaba: ¿sentirá, como yo, frustración por nuestra amistad malograda?, ¿seguirá rumiando el pasado?, ¿sentirá algo, o nada?

      Pasaron por varios edificios donde vivían conocidos; Florencio no miró las entradas, estaba concentrado en Margarito. Se cruzó con un amigo a quien dejó pagando con el saludo. Más vale pasar por maleducado que perder una presa; después lo llamaría para disculparse.

      Una ambulancia pasó haciendo sonar la sirena y por unos instantes dejó de escuchar sus pasos; se alarmó, ¿se habría ido? El alma le volvió al cuerpo cuando lo sintió detrás.

      El semáforo de Juncal detuvo sus pasos.

      Margarito paró unos metros más atrás. Simuló atender un inexistente llamado mientras esperaba que el semáforo cambiara de color y les permitiera avanzar. En ese momento, y a pesar de que estaba nublado, se puso unos innecesarios anteojos negros, tal vez creyéndose un avestruz. ¿Pensaría que así Florencio no lo vería y ahora era él quien estaba jugando? Siempre le había gustado desafiar a los demás.

      Florencio tenía la certeza de que Margarito lo había visto y se estaba haciendo el estúpido. Le salía tan bien.

      Hubiera seguido siendo su amigo, pero después de su separación Margarito optó por pelearse con todo el mundo; si no hubiese visto que el problema era con la humanidad toda, Florencio habría tomado su alejamiento como algo personal.

      Continuaron la marcha. Metros más adelante, para dejar que se distanciaran, Margarito paró frente a una casa de lotería.

      Inmediatamente, Florencio detuvo su andar. Se aburrió de ver los resultados de apuestas que no había hecho.

      De reojo lo observó: Margarito estaba mucho más viejo que la última vez que lo había visto, cuando atestiguó en su contra en el juicio de su divorcio; quiso quedarse con lo poco que su hermana había heredado.

      La vida se había ensañado con él; los años se le habían adosado con esa tristeza que se atornilla para no irse más. Enjuto, encorvado, hombros vencidos por la fuerza de gravedad, demacrado, cara comedida, religiosa. No era más que piel y huesos, el cutis oliva mustio, canoso, ojeras y arrugas que se mostraban como parte esencial de él, tenía el labio inferior levemente caído, la amargura se lo había bajado.

      Su presencia no generaba en Florencio odio, sino que actualizaba su sentimiento. Era un auténtico desastre. En todos los sentidos. Quizás no fuera un completo inútil, aunque todo indicaba lo contrario.

      Apenas empezó a andar, Florencio se le adelantó. Margarito apuró sus pasos, Florencio apuró los suyos, no lo iba a dejar pasar. En el reflejo de otra vidriera percibió la intención de Margarito de cruzar la calle. Florencio nunca cruzaba por la mitad de cuadra, pero esta vez tenía un motivo valedero. Apenas Margarito bajó del cordón, él también lo hizo. Sonrió especulando cómo lo estaría maldiciendo.

      Cruzaron Libertad, y Florencio sintió que los pies de Margarito se arrastraban menos, que tomaban fuerzas para pasarlo. Lo intentaría antes de llegar al puesto de diarios, que actuaría como un brete. Florencio se figuró que trataría de hacerlo por su derecha. Jamás se animaría a quedar encerrado entre la pared y su humanidad. Adivinó. Con disimulo empezó a desviarse hacia la calle.

      Así caminaron, uno detrás del otro, hasta el puesto de diarios que apenas dejaba espacio libre para que pasara una persona. Florencio se detuvo a hojear unas revistas. Margarito también. Podría haber salteado el kiosco, evitándolo, pero no lo hizo.

      Hojeó varias revistas de viaje con desgano. Margarito tuvo menos suerte, le tocó detenerse frente a las de moda. Florencio se decidió por una que invitaba a leer un artículo del norte de España, un sueño anhelado por su suegra. Florencio pagó y empezó a caminar. Segundos después, Margarito lo siguió. Quería jugar su juego. Florencio avanzó despacio unos metros; y cuando lo sintió cerca, frenó de golpe. Por poco Margarito lo choca, pero tuvo reflejos.

      Pasaron frente a una pared llena de graffitis; uno decía: basta de perseguir. Florencio percibió que más allá de la diversión, había llegado la hora de terminar el juego. No se sentía mal por molestarlo, pero estaba empezando a asfixiarlo lo que no fue, lo que podría haber sido, lo compartido y perdido.

      Cuando llegó a la esquina, se corrió adrede. Margarito apuró su paso y con la mirada fija en el piso, lo pasó.

      –Chau, flaco –le dijo Florencio en voz alta, para que Margarito esta vez lo escuchara.

      En

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