Cosas que pasan. Federico Caeiro
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–Señor… –me insinuó el taxista al enésimo mensaje que le dejé a Fedra.
–Usted concéntrense en llegar rápido.
Al instante, me arrepentí de mi grosería, pero no me disculpé. Una generosa propina lo ayudaría a entender mi angustia creciente.
Estaba muy preocupado. Fedra vivía prendida al celular y siempre me devolvía los llamados al instante. Había intentado avisarle, sin éxito, que se había suspendido la reunión prevista para el último día de mi viaje y adelantaba mi regreso.
Apreté de nuevo el redial. Eran las cuatro y media de la madrugada.
Cuando entré al edificio, el sereno que dormía, se sobresaltó. Más tarde comprendería que lo hizo extrañado por mi presencia.
–Otra vez tá roto –balbuceó despabilándose, mientras señalaba el cartel en la puerta del ascensor donde se podía leer: decompuesto.
La puta madre, pensé, cinco pisos por la escalera.
Subiendo los escalones de dos en dos, atravesé el persistente hedor de la bagna cauda del primero, los gemidos lésbicos del tercero y el estruendoso televisor siempre prendido del viejo sordo del cuarto, hasta llegar a la oscuridad del palier del quinto.
El encargado no solo no escribe bien, pensé, sino que el inútil es incapaz de cambiar una bombita.
Como un ciego, tanteé las paredes hasta dar con la puerta. Mientras tocaba inútilmente el timbre, busqué las llaves en los bolsillos. La oscuridad, la agitación y el sudor de mi mano se aliaron con la esquiva cerradura. Luego de un rato eterno logré abrir la puerta.
Me detuve en el umbral, indeciso, expectante. Encendí la luz del hall y en la penumbra del living la vi, tirada en el piso, plácida, desnuda.
Pensé que estaba muerta. Temeroso, me acerqué a ella. No me animé a tocarla; ¿estaría fría?
Me alivié cuando escuché un abisal ronquido.
Entonces, percibí un ronroneo ahogado. Provenía de un objeto que sostenía en su mano izquierda, junto a nuestros corazones entrelazados tatuados en su muñeca.
Lo tomé y sentí una pegajosa humedad. Encendí la luz, y cuando vi el vibrador que languidecía en mis manos, se apagó mi ser.
La luz alumbró mucho más.
Otros consoladores, unas bolas chinas de metal unidas por un sedoso cordel, una peluca violeta, una botella de vodka vacía, latas de bebidas energizantes, copas con restos de rouges, un paquete de cigarrillos abollado, un cenicero lleno de colillas pintadas, velas consumidas alumbrando una pasión ajena, sahumerios y, en medio del living, el gong chino que habíamos comprado en nuestra luna de miel, descolgado de su sitio que, como un ciclópeo ojo voyeurista, había visto todo pero no iba a decirme nada. Jamás.
Llevé a Fedra a la habitación y la acosté en nuestra cama, inmaculada; al menos esta vez.
La vestí con un pijama hindú de seda. Con un algodón embebido en desmaquillador le limpié el rímel chorreado y despinté sus labios traicioneros. En la mesa de luz puse un vaso con un poco de agua y dejé un blíster de barbitúricos, vacío.
Seguía profundamente dormida.
Colgué el gong encubridor en su lugar. Puse las orgiásticas evidencias en una bolsa negra de consorcio. Limpié las copas, vacié los ceniceros y abrí las ventanas.
La casa empezaba a respirar.
Se llamaba Federica, pero cariñosamente le decía Fedra, mi Fedra. Éramos compañeros de clase. Nos enamoramos a los trece, a los catorce, a los quince… En los recreos, mirándonos a hurtadillas, a escondidas de nuestros compañeros, inventando excusas para acompañarla hasta la puerta de su casa, demorando despedidas que nunca se gastaban.
Me senté frente a ella en el piso, en posición de loto. Mi mirada tomó la forma de su cuerpo. Aún dormida, poseía una belleza radiante que invisibilizaba todo a su derredor. ¿Seguiría tan linda cuando fuéramos ancianos?, pensaba mientras la besaba con la mirada.
¿Continuaríamos juntos? No. No podíamos seguir unidos después de lo que me había hecho. No debíamos.
La ira creció (dentro de mí), y pronto, muy pronto, se hizo adulta.
Fedra me había vaciado. La odié en silencio, imaginando un futuro que nunca deseé.
Tirar por la borda tantos años de felicidad; qué disparate. ¿Me habría engañado antes? ¿Para qué le fui fiel? Qué boludo.
Mascullé mi bronca por largo rato hasta que un lejano recuerdo de mi padre vino en mi ayuda. No permitas que te arrecie el torbellino, me decía, experto en reprimir sentimientos, propios y ajenos. Y por primera vez, seguí su consejo sin rumiar lo horrible que sonaba la frase.
El enojo dio paso a la tristeza. Y a otras preguntas sin respuestas. ¿Serían sinceros sus orgasmos? ¿Estaría aburrida? Compartíamos fantasías, que suponía nuestras. Las suyas siempre me incluían, al menos eso me decía.
La pasión seguía siendo la de años atrás, no podía sentirse desatendida. Todavía parábamos el ascensor entre pisos y nos amábamos con desesperación adolescente, como cuando la soñaba en colores que no existían. Qué cursi que es el amor, ¡por Dios!
No le faltaban afecto ni compañerismo. Seguíamos siendo confidentes, riéndonos de cualquier cosa, entendiéndonos con la sola mirada.
¿En qué le había fallado para que traicionara nuestros votos de eternidad? Busqué entre mis muchas promesas incumplidas, en nuestras últimas peleas, en esos pequeños gestos que a ella tanto le importaban. Nada justificaba que hubiera actuado así.
¿Era mucho una semana de viaje? Una acá, otra en alguna ciudad del interior; así era mi trabajo desde hace años. ¿Debiera irme menos tiempo? ¿Lo haría cada vez que me ausentaba?
Recordé que aún antes de nuestra primera salida, tuve pánico de que alguna vez me dejara.
Y también nuestro primer beso, esperanzado en que sus labios tuvieran mi nombre, en que su sabor me quedara en la boca para siempre.
Me quedé a su lado dos largas horas escuchando mis palabras como si las dijera otro.
Cuando empezó a amanecer cerré las ventanas, borré de su celular todos mis llamados, la abracé como para siempre y me fui.
Bajé los cinco pisos pensando en el bendito cartel; era momento de tomar decisiones importantes: del escritorio del sereno que dormía cómplice, tomé un lápiz y le agregué la s a decompuesto.
Dejé la bolsa negra junto a un contenedor colmado; imaginé la sorpresa de quién la abriera y sonreí.
Estuve largo rato en un bar cercano frente al café que pedí sin tocarlo, pensando en cómo se enfriaba.
Salí a la ciudad indiferente y por horas deambulé abrazado a mis dudas, pensando en todo, pensando en nada.
Y cada tanto, una lágrima solitaria, desconsolada, era lavada