Cosas que pasan. Federico Caeiro

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Cosas que pasan - Federico Caeiro

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      Sentado atrás, un joven de unos veinte años, sin casco, pero con el chaleco verde flúo obligatorio, aunque la patente impresa en él, 789 RON, no coincidía con la de la moto, lo que me extraño. También tenía unos jeans y unas zapatillas negras con tres tiras rojas. El chaleco no me dejó ver detalles de la remera blanca que tenía puesta. El pelo negro le llegaba a la mitad de la espalda y estaba atado con una gomita amarilla que le hacía juego con una pulsera de goma, de esas que puso de moda un ciclista que resultó un bluff. Tenía puestos unos anteojos Ray–Ban Aviator polarizados que clamaban truchos. No como los míos.

      Me estaba impacientando, habían pasado los quince minutos previstos y Petronilo ni señales de hacer lo suyo. Siempre giraba tres o cuatro veces sobre sí mismo antes de hacer popó.

      La moto subió a la vereda y se le cruzó a la madre con el cochecito. Al tiempo que el conductor intentaba arrebatar la invitante cartera que la señora llevaba al hombro, el que estaba atrás se bajó y con destreza abrió el arnés que sujetaba al bebé. El chico se puso a llorar, la madre se olvidó de la cartera y se tiró sobre el joven, gritando:

      –¡Hijo de puta, hijo de puta!

      Saqué varias fotos y guardé el celular. A mí, no me lo iban a afanar.

      El portero miró de reojo y siguió limpiando la vereda.

      El dueño de los rottweilers los soltó y les ordenó:

      –¡Ataquen! -pero los perros se quedaron moviendo el rabo junto a su él.

      La parejita se dio vuelta y sin dejar de comer las medialunas, se limitó a observar la escena.

      A una cuadra, un policía terminó de textear e inició un cansino trotar para cumplir con su deber, al tiempo que gritaba:

      –¡Policía, deténganse!

      ¡Estos canas son unos inútiles!, me dije, ¿Creen que con un grito pedorro van a parar?

      El que manejaba la moto le pegó una trompada a la mujer, que cayó al suelo, y, llevándose la cartera, aceleró por la vereda.

      El otro, precedido por el ulular del bebé que llevaba en brazos, empezó a correr hacía mí. Era un poco más bajo que yo, no llegaría al metro ochenta. Flaco, huesudo, fibroso. Corría arrastrando levemente la pierna derecha. Una baldosa floja desacomodó más su renguera y empezó correr con más lentitud.

      El policía dudó a quién perseguir. Luego de un rato se dio cuenta de que no iba a alcanzar a la moto.

      La madre se incorporó con dificultad y empezó a correr con desesperación.

      El chorro con el bebé pasó junto al inmóvil portero. ¡Qué guacho, ni siquiera intentó levantar la manguera para que se tropezara!, pensé.

      Varias veces había imaginado cómo reaccionaría ante una situación como esta: ¿Lo interceptaría y le haría un tackle, como en mis épocas de rugbier? ¿Le pegaría un hombrazo que lo arrojaría contra la pared? ¿Me haría el distraído y cuando pasase a mí lado le haría una zancadilla? En cualquier caso, llevaría mi valentía hasta las últimas instancias.

      Estaría a unos cinco metros cuando se le cayeron los anteojos, no se detuvo a recogerlos. Vi sus ojos pardos, achinados, inyectados en heroinica sangre. Vestigios de un acné mal curado adornaban su cara. En el brazo derecho llevaba tatuado un corazón rojo con la palabra mamá, sin tilde, en blanco.

      Estaba casi encima de mí. Bajé la mirada al piso, como buscando algo. Por las dudas, sujeté fuertemente la correa de Petronilo. No fuera a ser que al chorro se le ocurriera cambiar bebé por perro.

      Cuando pasó a mi lado pude ver que era una beba, con un gorrito rosa con la leyenda I Iove Mummy. No tendría más de seis meses. Sus cachetes estaban rojos, pero no lloraba.

      El olor a birra no era de ella. Tampoco el olor a chivo; rancio, profundo. Quiera Dios que no queden grabados en la memoria de la beba –pensé.

      Al llegar a la esquina, el tipo se detuvo, y con una llamativa delicadeza depositó a la beba en la entrada de un edificio. Una gentileza para la madre, que al ver lo que pasaba, aminoró su marcha.

      Instantes después, llegó el policía que, usándome como excusa para desistir de la persecución, se detuvo. La remera bordó humedecida en los sobacos y la panza que luchaba contra el chaleco reglamentario, que más temprano que tarde se daría por vencido. Agitado me preguntó:

      –¿No lo viste al chorro? ¿No lo pudiste parar?

      –¿A quién? –le pregunté, preocupado porque mi Petronilo no quería hacer sus necesidades.

      Cosas que pasan

      Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera, y sin embargo sucedieron así.

       Miguel Delibes, “El Camino”

      El padre de Fortunata era muy testarudo y nada supersticioso. Cinco años antes que ella naciera había nacido otra Fortunata, su primera hermana mayor, que a los cuatro meses murió súbitamente. Dos años después nació otra Fortunata, su segunda hermana mayor, que tuvo tan poca suerte como la primera Fortunata; vivió sólo un año por culpa de una bronquitis aguda. Fortunata nunca supo de la existencia de sus hermanas.

      Eran casi las diez de la mañana. Fortunata volvía de una gira por el interior chubutense. Estaba terminando el verano, poco viento, un cielo azul profundo y la tranquilidad patagónica que todo lo envolvía.

      De repente, un caballo suelto se cruzó en su camino. Intentó esquivarlo pegando un volantazo pero mordió la banquina y volcó. La camioneta dio varios tumbos antes de detenerse, en medio de la polvareda, en un jarillar.

      Perdió el conocimiento. Tardó un largo rato en recobrarlo. Cuando abrió los ojos, el mundo estaba al revés; yacía colgada y atrapada por el cinturón de seguridad. Pensó que estaba muerta, pero no, no podía ser; la muerte no debía doler tanto.

      Lo primero que vio fue la bolsa del airbag, desinflada y colgante, que le recordó un enorme profiláctico usado. Y detrás, un zorro colorado que despedía un particular, denso y fuerte olor y husmeaba en busca de una comida que no iba a encontrar. Ella era muy pulcra. No comía en la camioneta.

      Miró sus manos, estaban perfectas. Unos guantes de antílope con las puntas de los dedos cortados que dejaban ver unas uñas siempre prolijas y pintadas. Ante todo, la coquetería. Empezó a palpar su cuerpo. Se tocó el pantalón, estaba todo mojado. El accidente había hecho que se orinara encima. Recién con el movimiento de las manos el zorro se percató de su presencia, la miró, la olfateó y sigilosamente se fue.

      Cerró los ojos… qué hacer. A su mente le llegaron reminiscencias de otro accidente.

      Tenía veinte años. Estaba en una cama. No sabía dónde ni desde cuándo. De a ratos tomaba conciencia, pero pronto volvía a dormirse. Un olor a formol flotaba en el ambiente. Cada tanto, una luz fina, penetrante, le perforaba los ojos. Cuando los abría, veía un barbijo y una linterna. A su costado una radiografía de una columna vertebral apoyada en una pantalla iluminada y tres personas que la miraban, y hablaban. A dos creyó reconocer como a sus padres, la tercera tenía un delantal blanco. Volvía a quedarse dormida. A la columna vertebral no la reconoció como suya hasta

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