Cosas que pasan. Federico Caeiro

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Cosas que pasan - Federico Caeiro

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estaba se le ocurrió más oscuro. Se lamentó de haber desobedecido a su padre y haber salido con “esos” amigos que resultaron ilesos en el accidente. Había decidido seguir viva hasta el final de su vida. Con la definitiva parálisis y la inevitable infertilidad, también murió el deseo sexual.

      Fortunata tenía casi cuarenta y a pesar de sus limitaciones, un estado físico envidiable que no hubiera logrado de no haberse obligado a hacer tres horas de ejercicio diario. Muchas repeticiones con poco peso, brazos, espalda, tórax, abdominales fuertes como el hierro, pero no desarrollados como los de esas fisicoculturistas tan poco femeninas.

      Fortunata se juró que no sería un estorbo para nadie, nunca. Apenas salió del hospital empezó a entrenarse. Se había acostumbrado a las adversidades y se había resignado a las desgracias, encarando la vida como una obligación. No usó su silla de ruedas como púlpito o para dar lástima, como muchos en su condición, sino que por el contrario fue mucho más terrenal: capacitaba a las maestras rurales en el uso de las computadoras.

      Se desabrochó el cinturón de seguridad y cayó pesadamente sobre el techo de la camioneta. Intentó hablar por la radio, pero el cable del micrófono se había cortado. Buscó su celular; revisó hasta donde pudo, no lo encontró. Intentó abrir la puerta. Tardó quince minutos en sacar los restos de vidrio de la ventana, se agarró fuerte del marco, se deslizó, salió y se apoyó en el capot.

      Estudió la situación. Estaba en el medio de unos matorrales, a unos treinta metros de la ruta. Era imposible que la vieran desde allí.

      Tuvo que romper el parabrisas con una piedra para sacar la silla de ruedas del lugar del acompañante, a la que también le había puesto el cinturón de seguridad. Era extremadamente versátil, una silla todo terreno motorizada de última generación con una batería solar envirofriendly que había comprado por catálogo en Special Mobility Inc. Las ruedas no eran macizas, sino que se inflaban lo que hacía que fuera mucho más liviana y fácil maniobrarla. Se felicitó por la inversión realizada.

      Se puso entonces a buscar una primera edición del comic Giant Size X–men de Marvel Comics. Era el ejemplar de mayo 1975 en el que aparecía Storm, la súper heroína de cabello blanco y ojos azules capaz de controlar el clima. Fortunata la llamaba por su verdadero nombre, Ororo Munroe. Le había costado conseguirla y no iba a dejarla abandonada en el medio de la Patagonia. Suspiró aliviada cuando vio la revista enganchada en el paragolpes.

      Se puso la silla sobre la espalda y comenzó a arrastrarse. Entre la piedra laja y las espinas de neneo tardó casi media hora en llegar a la vera de la ruta. En la banquina, un caballo husmeaba un poco de pasto. Esperó un rato para retomar el aliento. Armó la silla de ruedas; se subió a ella y comenzó a andar.

      Si bien las lomadas no eran demasiado altas, el ripio y el viento en contra que se había levantado se sumaban para dificultar su andar. Se extrañó que nadie anduviera por la ruta. A lo lejos vio un poste de esos que los concesionarios de la ruta habían puesto para comunicarse en caso de una emergencia. Cuando llegó, sus peores temores se confirmaron: no había teléfono, solo un derruido y solitario cartel con la leyenda “S.O.S.”.

      Fortunata se fue haciendo ducha en eso de manejar la silla en el ripio, y avanzaba cada vez más rápido. Todo iba sobre ruedas hasta que una de las gomas reventó. No se preocupó, quería verdaderamente poner a prueba las virtudes de la silla. De la alforja del respaldo sacó un spray e infló la goma, solidificándola al instante. Si bien el andar fue menos fluido, pudo avanzar. Una vez más se felicitó por haber comprado esa silla.

      Siguió andando, disfrutando la inmensidad ¡cuánto cielo! El sol tibio le había secado la mancha oscura del pantalón. La vista del mar, plácido, verde azulado, y alguna manada de guanacos hicieron menos tedioso su andar. Cada tanto una suave brisa marina le llenaba los pulmones y le daba fuerzas para seguir. A la vera de la ruta observó una osamenta blanqueada por los años que se aburría en soledad.

      Veinte años atrás había decidido que sus manos jamás acariciarían a nadie, que en cambio las usaría para modelar. La escultura era su cable a tierra; la práctica asidua había perfeccionado su técnica. Estaba muy satisfecha con cómo había evolucionado su obra. Deseaba llegar a su casa para esculpir.

      El sol empezaba a picar, Fortunata improvisó un sombrero con una bolsa de arpillera que encontró tirada a la vera del camino, la sacudió y voló una nube de polvo. No le importó demasiado, ella estaba tan sucia como la bolsa. Se secó con la manga unas gotas de sudor denso y amarronado que le corrían por la frente y las sienes.

      La boca seca, mucha sed. Recordó que la silla tenía una cantimplora en el respaldo, ¿tendría agua? La sacudió. Sí, pero tomó solo dos sorbos para que no le cayeran mal. Decidió guardar un poco, no era fácil conseguir agua en esos lugares. Junto a la cantimplora encontró dos barras de cereales, las palpó, estaban duras, poco importó, y se las comió al instante.

      Siguió su marcha. Estaba mirando el mar a lo lejos cuando sintió que había pisado algo. Se dio vuelta y miró al piso. Allí vio una mezcla negruzca y amorfa que le recordó una mosca aplastada por un matamoscas. En el verano, eran muchas las enormes arañas pollitos que cruzaban la ruta y Fortunata había pisado miles sin darse cuenta. Empezó a mirar por dónde avanzaba, y de aburrida que estaba empezó a avanzar en zigzag, esquivando arañas, vivas y muertas.

      Era casi mediodía cuando, después de una curva en bajada, vio a lo lejos una larga hilera de vehículos parados. Tardó unos veinte minutos en llegar allí. No había nadie. Autos, camiones, un ómnibus y una ambulancia con la puerta trasera abierta de par en par, todos vacíos. ¿Qué pasó?, ¿dónde se habrán ido los conductores?, se preguntó. Alguna radio prendida, la mayoría de los vehículos sin restos de polvo. Llegó a la conclusión de que no estaban abandonados. Extrañada, siguió avanzando hasta que la vio.

      Bajo un despintado pasacalle, pasaruta en este caso, pensó Fortunata, con la leyenda Por la vida, una anciana solitaria cortaba la ruta. Estaba sentada en una mecedora que no se mecía. Un cigarrillo apagado colgaba de sus labios resecos. Dos bebés de edades parecidas pero distintas tonalidades intentaban vanamente mamar de sus pechos secos que parecían diminutas pasas de uva. “Es muy vieja para tener hijos ¿Serán sus nietos? ¿Serán prestados? ¿Alquilados? ¿Robados?”, se preguntó.

      Junto a la vieja, arriba de una destartalada mesa hecha con un cajón de manzanas, había una pila de panfletos con la leyenda “Por la vida, no a la fábrica contaminante”, “No al cáncer para nuestros hijos”. El viento los sacudía y los hacía volar, uno por uno. La vieja ni se inmutaba.

      –Buen día, Doña, ¿qué anda pasando por acá?

      –Por acá no está pasando nada… ni nadie. La orden de la asamblea soberana es que hasta que no se desmantele la fábrica de cemento, por acá no pasa nada con ruedas. Si quiere deje la silla y siga como pueda.

      –Volqué con la camioneta… –intentó explicar Fortunata, pero fue interrumpida por la vieja de los pechos rancios, el cigarrillo apagado y los bebés alquilados o prestados o robados.

      –Es la voluntad de la asamblea, es por el futuro de nuestros hijos –dijo, bajando los ojos hacia los bebés…. Y aclaró: –La fábrica tira aire contaminado.

      Intentó convencerla de que la dejara pasar, pero la postura de la vieja era inamovible: –¿No entiende castellano? Si no pasaron ellos, ¿por qué usté sí va a pasar? –le dijo, haciendo un ademán hacia un costado. Fortunata observó que junto a la ruta yacían motos, bicicletas además de un carrito de cartonero y una camilla.

      –¿Tiene teléfono?

      –Acá no hay forma de comunicarse.

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