Cosas que pasan. Federico Caeiro

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Tenía la certeza de que hablar con la necia de las tetas marchitas y los bebés alquilados o prestados o robados, sería inútil. Intentó pasar.

      –Yo que usté ni trato –le dijo la vieja haciendo un nuevo ademán, ahora hacia el otro lado. Allí, petrificados como los guerreros de terracota de Xi'an, estaban ellos. Una docena de panzones pero amenazadores policías de la temida guardia de infantería provincial con la sacra misión de proteger a la anciana.

      Se dirigió a ellos y amablemente les solicitó ayuda:

      –Por favor, préstenme un teléfono… o al menos déjenme pasar.

      Una mirada gélida y un silencio sepulcral fueron la respuesta. Pensó en recordarles que eran servidores públicos o hablarles sobre sus derechos, pero supo que sería inútil en época en que había derechos más importantes que otros, y algunos con más derechos que otros.

      Añoró cuando era una de las mujeres más escuchadas de la Argentina; durante años había sido la locutora del 113, la hora oficial.

      Volvió sobre sus pasos pensando que al menos la vieja no era sorda. Recurrió entonces a un remedio infalible, a esa llave mágica que abre todas las puertas, a ese argumento irrebatible que tira por tierra todo principio. Abrió la billetera y sacó un billete de dos pesos:

      –Tome, buena señora, para el futuro de sus hijos –le dijo, señalando a los bebés prestados o alquilados o robados.

      –¿Usté se cree que yo valgo sólo dos pesos? ¿está loca?

      Fortunata abrió nuevamente la billetera y, lamentando no tener un billete de cinco, sacó uno de diez.

      Los ojos de la vieja brillaron. Miró a los policías que simulaban no verla, y tomando el billete y señalando a los bebés prestados o alquilados o robados, le dijo:

      –No lo hago por mí, lo hago por ellos.

      –Lo sé, buena señora, lo sé, es por ellos… –y agregó: –¿Me daría un poco de agua?

      La vieja pensó un rato.

      –Tome, pero un solo sorbo –le dijo la vieja, dándole una botella con un líquido oloro, sípido y coloro.

      Lo tomó ávidamente.

      –¿Puedo llenar la cantimplora?

      –Debiera agradecer en vez de pedir, le dije un solo sorbo –le dijo la vieja secamente.

      El viento comenzó a rugir. En el horizonte, un muro de arena de un poder incontrolable avanzaba como un monstruo; una imagen estremecedora de una belleza inquietante y caótica. En un instante el día se hizo noche y la visibilidad se redujo a cero.

      La arena que volaba golpeaba con violencia su rostro, aguijoneándole la piel como lo haría un enjambre de avispas furiosas. Puso el freno de mano de ambas ruedas, inclinó la cabeza casi hasta tocarse las rodillas, se tapó los ojos con la bolsa arpillera y se agarró fuertemente a la silla.

      Fueron pocos minutos, pero parecieron una eternidad. La tormenta pasó. Fortunata se sacó la bolsa y miró a su alrededor. La vieja no estaba ni tampoco los chicos. Se preguntó si el viento se los habría llevado. En cambio, los guerreros más de terracota que nunca, esperando órdenes de la superioridad para pestañear.

      Comenzó a alejarse mientras rumiaba: “qué vieja chota”.

      La ruta seguía vacía.

      Al rato empezaron a aparecer los carteles, principalmente de hoteles y de servicios para el automotor. Unos pocos eran de restaurantes. En pocos metros eran cientos. Una sinfonía de derruidos colores y óxido que afeaba el paisaje. Sobresalía uno, mucho más grande, nuevo, lustroso, que anunciaba las virtudes de un celular e invitaba: No deje de tenerlo ya.

      Nunca supo si fue por las barras de cereales, el agua contaminada de la cantimplora o la que le dio la vieja chota, lo cierto es que una brutal diarrea la asaltó sin preaviso. Luego siguieron una serie de retorcijones que la tiraron de la silla, que se volcó. Instintivamente miró atrás para ver si venía algún vehículo; recordó que por culpa de la vieja chota, nadie pasaba por allí. Se sacó el pantalón, por suerte la bombacha había contenido las heces.

      Al tener dificultades para controlar sus deposiciones, Fortunata utilizaba una bombacha para incontinencia extrema con un diseño anatómico elastizado ultra delgado que le facilitaba la movilidad otorgándole mayor independencia y protección, con un gel súper absorbente que neutraliza olores, vías antidesbordes y una cubierta interior de tela hipoalergénica con aloe vera que colabora en la prevención de escaras y permite mantener la piel siempre seca. Además, la bombacha tenía una cubierta exterior impermeable que protegía a las prendas del contacto con los líquidos.

      Se la sacó y con la parte limpia se aseó, se puso nuevamente el pantalón y empezó a escarbar un pequeño pozo para enterrar la bombacha, pero la tierra seca y compacta se lo impidió. Haciendo un bollo, la arrojó lo más lejos que pudo. Se subió a la silla y continuó su andar.

      Los álamos flacos que alguna vez habían intentado ser el bulevar de entrada a la ciudad, con los troncos pintados de un llamativo color blanco, le indicaban que estaba cerca. Pasó frente al cementerio; en las paredes encaladas aún se podían leer, pintados en rojo, los nombres de unos políticos que años atrás quisieron sin suerte llegar al poder y que ahora ofendían la memoria de quienes intentaban descansar en paz tras los muros. Semiocultos en la sombra del paredón, una prostituta vieja con una dentadura malograda y un travesti, casi desnudos, desafiando el viento sureño, esperaban a clientes que difícilmente vendrían, no solo por el corte de la ruta. Fortunata bajó a la banquina y avanzó por el pastizal hacia ellos. Una vez más celebró la compra de la silla.

      –Nunca estuve con una paralítica –la recibió la puta. –Si querés que te la chupe son 10, si querés chupar una buena verga arreglá con ella que tiene un lindo regalo para vos –le dijo, señalando al travesti.

      Fortunata reprimió su asco.

      –Lamento desilusionarlas, pero no vengo a contratar sus servicios, necesito un teléfono, ¿tendrían uno para prestarme?

      –No estamos acá para hacer caridad sino para laburar. Chau, mi amor, rajá –le dijo el travesti.

      Volvió a la ruta. Unos metros más adelante el telo Mimos, con una estética setentosa de acrílicos naranjas y rojos ajados por el tiempo, que no invitaban a entrar por más que un cartel ofrecía un combo imperdible: “Una botella de champagne gratis por turno. Si se queda toda la noche, desayuno bufé sin costo”. Enfrente, la parrilla El chorizo alegre, usualmente llena de camioneros, estaba cerrada.

      Siguió su camino. A su derecha, unas chapas oxidadas iban tomando forma de asentamiento precario, como si pretendieran emular las chapas de los latones de combustible que recubrían las casas de las pocas familias que en 1901 se asentaron allí.

      Un poco más adelante, piqueteros muy duros de la Conspicua Asamblea Ciudadana Ambiental (CACA) con las caras tapadas, que reclamaban por cloacas –vana promesa eleccionaria de cuatro años atrás–, habían cortado la calle. Unos metros más allá, otro grupo piquetero exigía la liberación de uno de sus líderes, preso por extorsionar a una cadena de jugueterías extranjera con el objeto de obligarla a entregar juguetes gratis para niños de los barrios carenciados.

      “Espero que no sean como la vieja y me dejen pasar”,

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