Cosas que pasan. Federico Caeiro
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El obeso lo fulminó con la mirada.
Salió del cuartucho y miró el reloj. Debía apurarse si no quería perder el avión. Ensayó algo parecido a un trote desgarbado. Se agitó a los pocos metros. Por enésima vez se prometió empezar a hacer gimnasia. Nunca tuvo la voluntad de iniciar algún tratamiento. No estaba dispuesto al esfuerzo de salir de su zona de confort. Tenía una nula predisposición al esfuerzo. Estoy bien así, se mentía. Así, ensayó las más variadas excusas para postergar la decisión de iniciar un régimen por días, semanas, meses, años –no tengo tiempo para el ejercicio ni para prepararme comidas saludables–; –ya estoy demasiado grande y me aburre hacer gimnasia–.
Fue el último en subir al avión. Mostró su pasaje de clase ejecutiva a la azafata y se dirigió a su asiento. Había elegido uno de la última fila, no quería volver a pasar por la experiencia de pasar golpeando con sus adiposidades bamboleantes a los demás pasajeros ya sentados.
Se sentó pesadamente: su cuerpo encajó a presión en el amplio asiento. ¿Achicaron también los asientos de business?, qué miserables, ya no saben qué hacer para ganar más guita.
Sacó del bolsillo unas toallas húmedas perfumadas. A partir del momento en que había engordado se había vuelto un obsesivo de los olores. Se las pasó por la frente… y desabrochándose dos botones de la camisa, por los sobacos y por debajo de las tetillas.
Llamó a la azafata.
–¿Me podría dar un alargue para el cinturón de seguridad?
El alargue que le llevaron le quedó corto.
–¿Dónde guardaste el cinturón especial? –preguntó la azafata a una compañera a viva voz. Todo el pasaje se enteró de la cuestión.
Luego de unos minutos la segunda azafata apareció con el cinturón, que con el largo suficiente se perdió entre sus adiposidades.
El avión estaba por despegar. Otra azafata pasó a su lado.
–¿Tiene el cinturón ajustado?
–Sí –le contestó con sequedad.
–No lo veo, por favor póngase el cinturón –le pidió con amabilidad.
–Acá está –dijo, levantándose el abdomen.
–Perdón señor –dijo la azafata, sonrojándose y ahogando la risa al mismo tiempo.
–¿El señor va a comer pollo, carne o pescado?
–Todo.
–Debe elegir uno solo menú.
–Pagué business para comer lo que quiera, así que por favor tráigame los tres platos. Y una botella de vino tinto.
Nunca tuvo empacho en dar rienda suelta a actitudes patológicas frente a la comida. Comía de forma compulsiva –devoro cuando estoy angustiado, no puedo parar de comer–.
Con el postre tomó una pastilla fosforescente. Pidió dos frazadas y se tapó, pero no alcanzaron. Pidió una tercera. Todo tapado, se durmió casi al instante.
Se despertó cuando estaban sirviendo el desayuno.
–¿Jugo o café? ¿tostadas o medialunas?
–Jugo y café. Tostadas y medialunas.
Esta vez la azafata no comentó nada.
Apenas terminó de desayunar tomó una pastilla rayada.
Intentó levantarse, pero no pudo. Estaba encajado en el asiento. Las horas y el sudor habían hecho una suerte de efecto succión que lo adhirió al asiento.
Llamó a la azafata que le extendió la mano. La agarró y quiso impulsarse, pero lo único que logró fue atraer a la azafata que cayó sobre él.
–¿Por qué no utiliza el respaldo del asiento de adelante que está vacío para ayudarse?
La azafata pasó su brazo bajo la sudorosa axila e intentó levantarlo, al tiempo que el obeso hizo palanca con el codo en el apoyabrazos y se apoyó en el respaldo del asiento delantero. Un sonoro ruido hizo que varios pasajeros miraran sobresaltados y vieran cómo el respaldo del asiento caía al piso.
Logró incorporarse.
Se dirigió al baño. Cada ida era un enorme esfuerzo. Sincronizaba sus deposiciones con un poderoso y casi instantáneo laxante. No fuera a ser que le vinieran las ganas en algún lugar no apto.
Empujó la puerta tijera y quiso entrar, pero no pudo. Sus rollos lo trabaron en el marco de la puerta.
–¿Me ayuda por favor? –le dijo a un señor fornido sentado en la primera fila de económica.
–¿Cómo va a salir después?
–Todo lo que entra sale, así que no se haga problema.
El pasajero le dio un empujón y el obeso entró. Se apoyó en la esquina y cerró la puerta.
Cinco minutos después una azafata golpeó la puerta.
–Estamos descendiendo, vuelva a su asiento.
–Ya voy.
Trabajosamente se limpió. Odiaba el esfuerzo supremo que debía hacer por no tener un potente bidet como el que tenía en su casa que le aseguraba el acceso a los lugares más recónditos. Apoyándose en la mesada del baño se incorporó. La panza impidió que la puerta tijera se abriera.
Llamó a la azafata.
–No puedo salir… –dijo susurrando.
La azafata intentó plegar la puerta, pero no pudo. Pidió ayuda al señor fornido de la primera fila.
–Es un gordo boludo, le dije que no iba a poder salir –dijo, refunfuñando.
Los intentos de ambos fueron infructuosos, la enorme panza que impedía que la puerta tijera se abriera se convirtió en un obstáculo insalvable.
–Ya estamos por llegar, va a tener que aterrizar en el baño –le dijo la azafata, que fue a sentarse junto a una compañera.
–Vamos a tener que bajar con el gordo en el baño, no lo pude sacar.
–¿Y si le pasa algo?
–¿Qué le va pasar? Entró a presión… todo el baño es su cinturón de seguridad.
Una vez que el avión aterrizó y los pasajeros bajaron, ingresaron dos empleados de la aerolínea.
Desarmar el marco de la puerta les llevó tres minutos, sacar a El gordo, unos quince.
Llegó a su casa pasadas las once de la noche. Había sido un día agotador. Necesito una buena ducha de agua caliente, pensó.
Fue