Cosas que pasan. Federico Caeiro

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Cosas que pasan - Federico Caeiro

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costó encontrar la tijera ideal para cortar las finas láminas de aluminio y plástico termosellados. En una vieja ferretería industrial compró una de hojalatero, pequeña, de color rojo, que trozaba el material en sentido curvo hacia la izquierda, ideal para los despuntes. Intentó hacer figuras, pero su destreza manual sólo le permitió incursionar en el mundo de las letras; así, cortando huecos vacíos, el blíster adquiría la forma de la C, la E, la F, la J, la L, o una P medio trucha. A la anodina I nunca la intentó, su confección no suponía ningún desafío. Que la mayoría de los blísteres tuvieran sólo dos hileras de pastillas no le permitía incursionar en letras más seductoras, como la M o la T.

      Había llegado a comprar remedios que no iba a tomar pero que venían en blísteres de tres o más filas. Su imaginación volaba mientras el bolsillo adelgazaba. Varias veces, al ir recortando, se encontró con que el nombre del medicamento había desaparecido. Así, el Tamoxifeno no le curaba la gripe ni el Ibuevanol le sacaba la acidez.

      Antes usaba cualquier tijera común. Terminó desafilándolas a todas. La de hojalatero que compró tiene cuchillas de acero al carbono que no se desafilan y corta rápido, sin hacer sufrir el blíster. Además, no hacía ruido al cerrarse, ya que el tornillo axial tenía una silicona especial.

      Un día, un dolor punzante en el metatarso, cerca del 2º o 3º espacio interdigital, la llevó al médico. Se ilusionó cuando mediante la maniobra de Mulder le descubrieron un neuroma de Morton. No sabía qué era, pero lo de neuroma la excitaba.

      Excitación que se desvaneció cuando el médico le explicó que técnicamente la denominación más correcta es neuritis de Morton, ya que es impropio llamarlo neuroma porque no es un tumor. Su decepción fue total cuando le dijeron que con dos días de antiinflamatorios ya no tendría más dolor.

      Vivía pendiente de todas las señales que su cuerpo le daba. Se pasaba horas frente al espejo estudiándose, buscando descubrir cualquier modificación apenas esta apareciera. Su esperanza se centraba en la posibilidad de descubrir nuevas dolencias. Tenía miedo de que eso que sentía fueran sólo síntomas. Deseaba que el médico de turno le confirmara que tenía algo, no importaba qué.

      Comenzó a centrar su atención en las funciones biológicas y fisiológicas básicas, pensando en ellas como fuentes de seguras enfermedades. ¿Qué otras enfermedades estarían ocultas, acechándola detrás de los signos corporales más ínfimos?, ¿cuál sería su enfermedad? Así, un día se despertó con la impresión colesterosa de que su aorta se había convertido en un caño de acero obstruido por el óxido. Cuatro estudios, en distintos centros de imágenes, fueron necesarios para demostrarle que no era nada.

      Contrató una segunda medicina prepaga que le abrió no solo la posibilidad de nuevos galenos, sino también poder hacerse un mismo examen varias veces.

      Durante unos meses consultó a distintos clínicos para realizarse análisis rutinarios con mayor asiduidad, pero un día le llevó a un médico estudios que le había pedido otro. Seguramente hablaron entre ellos porque todos dejaron de atenderla.

      Los consultorios pasaron a ser sus lugares más deseados. A pesar de que nunca comprendió por qué los cuestionarios para los pacientes tenían tan poco espacio para extenderse, nada disfrutaba más que las visitas a los distintos médicos. Realizaba un exhaustivo análisis de su lenguaje corporal mientras analizaban los estudios. Una mueca, un bufido o una levantada de ceja sería claro indicio de una enfermedad letal.

      Amaba sus interrogatorios:

      –¿Náuseas?, ¿sensación de ahogo?, ¿sabor amargo en la boca?, ¿sudoración olorosa?, ¿vértigo?, ¿expectoraciones?, ¿fiebre? –¿Aumento de temperatura corporal, le hubiera preguntado el doctor Ramos Mejía–, ¿encías sangrantes?

      Pero mucho más amaba su invariable respuesta:

      –¡Todo!

      Eran tantos los estudios que pedía, que acondicionó un ropero para guardarlos. Cuando no tuvo más lugar, empezó a cargar los resultados en la PC. Armó una suerte de historia clínica en la nube a la que podía acceder cuando quería, estuviese donde estuviese. Cambió la forma de leer el diario, dejó de leer los chistes y la sección espectáculos, para abocarse a estudiar qué farmacias estaban de turno.

      Cambió las idas al cine por las salas de espera de hospitales públicos. Allí siempre se encontraban ancianas necesitadas de sociabilizar sus cuitas. Que comparasen sus enfermedades con las de ella las aliviaba. ¿Cómo podían pensar que podrían estar peor que ella?

      Se transformó en cardióloga, oncóloga, mastóloga y todas las ólogas imaginables.

      Se convirtió en una It girl. Padecía todas las inflamaciones posibles, desde una amigdalitis a una encefalitis.

      Comenzó a automedicarse; para eso falsificó un talonario de recetas y el sello de un médico conocido que había muerto unos meses atrás.

      Los prospectos médicos se convirtieron en su Biblia; cumplía a rajatabla con lo que estos decían, no las indicaciones, sino los probables efectos colaterales.

      Se imaginaba poseedora de todas consecuencias adversas de cada remedio. En la letra pequeña –muy pequeña, tamaño 3– de un folleto de un té de muérdago –para bajar la presión arterial por sus funciones vasodilatadores–, había leído: no deseche cualquier síntoma por más pequeño que sea, un control a tiempo puede salvar su vida, consulte a su médico. La periodicidad de dos veces a la semana le pareció la adecuada. La enfermedad era su camino. Optar por la enfermedad la hacía sentir libre.

      Ante la proximidad de un análisis de sangre, se imaginaba miles de posibles malos resultados y después leía con voracidad los resultados, comparando cada ítem con los anteriores. Convertía la posibilidad en certeza. Se bajoneaba cuando al fin la realidad le mostraba que no existía ninguna enfermedad asociada a los clarísimos síntomas que percibía.

      Tomarse la presión se convirtió en otro de sus hábitos preferidos; se decepcionaba cuando le decían que era la correcta. Desconfiaba de los resultados y sugería que se la tomaran de nuevo. Los estetoscopios no son infalibles –les decía.

      Google se volvió su mejor aliado. Donde la mayoría de las personas veía una fuente de consulta, Esculapia Agripina, la posibilidad de alguna nueva dolencia. Como el vértigo, esto la atraía, la seducía, despertaba en ella el deseo de caer. Google, como un oráculo moderno, la secuestraba. Ya no buscaba "dolor de cabeza + molestia luz", sino "cefalea + fotofobia".

      A un googleo de la muerte; así vivía. Un zumbido en el oído era algo que terminaría fagocitándole el cerebro. Las manos temblorosas sólo tenían una respuesta: una falla neurológica. Pequeñas heridas requerían de cirugías mayores y decenas de puntos de sutura, una tos ocasional era prólogo de una neumonía, un dolor de cabeza era consecuencia de un tumor cerebral, o sensaciones físicas vagas y ambiguas preanunciaban un pronto final. Defecaba sospechando una enterocolitis y orinaba imaginando una cistitis. Una roncha violácea le recordó a alguno con quien veinte años atrás había tenido relaciones sin cuidarse. Los resultados que decían que "es normal" que la piel tenga alteraciones no fueron tenidos en cuenta. Por las dudas se hizo exámenes de sida –tres pruebas veinte años más tarde resultaron negativas–.

      Un día un médico la malinterpretó. Se había desnudado para que le viera un pequeño grano en la espalda. No entendió que podía ser el principio de un cáncer de piel o una segura gangrena.

      La convicción de tener las enfermedades más graves, a partir de la interpretación personal de uno o más signos, la hizo padecer tres tipos de cánceres, lupus

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