Cosas que pasan. Federico Caeiro
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–A mí no me gusta jugar… –le dijo Anastasio.
Si empieza a joder le encajo otro Rivotril, pensó, y le preguntó:
–¿Cómo que no te gusta jugar?
–No me gusta jugar solo…
–Vas a jugar con tu hermano.
–¿Ah?, ¿Atanacio viene después?
Sofía miró por el espejo y vio vacío el otro asiento. Tardó en reaccionar. Cuando se dio cuenta, clavó los frenos y sin mirar, giró ciento ochenta grados. No provocó un accidente por casualidad.
–Qué boluda soy –repitió una y otra vez mientras volvía a Mar del Sur. –Melchor me mata.
Milagrosamente, y luego de muchas vueltas encontró el lugar donde antes había estacionado. Sentado en el cordón de la vereda, Atanacio estaba jugando con unas latas con el chico que cuidaba autos.
–Subite ya.
–¿Sabés que me contó que tiene que trabajar porque es pobre? ¿Sabés que vive en un barrio que se llama La Villa?, le dije que algún día que no trabaje podía venir a jugar al campo.
Sofía aceleró sin contestar.
Apenas llegaron a su casa, los chicos fueron corriendo a sus habitaciones.
–¡Báñense! –les gritó Atanasia Nicasia, sin demasiadas expectativas, pero con la certeza de estar cumpliendo, una vez más, con sus deberes de madre.
Tres horas más tarde fue al cuarto de sus hijos. Golpeó la puerta. No obtuvo respuesta. La abrió y entró diciéndoles:
–Hola chicos.
Silencio.
–Hola chicos.
Más silencio aún.
–Hola chicos –repitió, esta vez levantando la voz. –No se bañaron.
–Hola Ma –le respondió Atanacio sin sacar los ojos de la pantalla. Anastasio seguía ensimismado en su mundo.
–Vayan a bañarse.
Sofía se quedó mirándolos largo rato. No se movieron.
Una lágrima empezó a caer buscando la comisura de sus labios, los ojos se le empañaron, ahogó un sollozo. Los chicos nunca se dieron cuenta.
Fue a la cocina. Aplastó dos pastillas de Lexotanil y las mezcló con el puré –Les hace mal jugar tanto tiempo con la compu y no duermen nada –se justificó. –Con esto por lo menos van a dormir.
Entró sin llamar a la habitación de sus hijos, ¿para qué golpear la puerta si no le iban a contestar?
–Chicos, acá les dejo unas salchichas con puré, hasta mañana –les dijo, y abandonó el aire rancio del cuarto sin esperar respuesta; sabía que no la iba a tener.
A veces (muy de vez en cuando, unas diez veces por día) Sofía extrañaba a Melchor.
Él sabía que ella era un amor imposible, como si él tuviera agorafobia y ella claustrofobia, como si tuvieran que accederse eternamente bajo el marco de una puerta, uno mirando siempre al interior y el otro hacia afuera. Su historia de amor con él había sido basura. Restos para los que no había reciclaje.
Sofía había tenido un pasado pluscuamperfecto, pero su presente dejaba mucho que desear. Se había casado por civil, por iglesia y por boluda. Desde un principio estuvo poco convencida del amor y las intenciones de Melchor ¿livianas pinceladas de intuición femenina?, pero tenía la absurda y firme convicción de poder cambiarlo –está demostrado técnicamente que es imposible cambiar a un hombre, le decía siempre su madre–. La primera vez que tuvo vida interior fue cuando se quedó embarazada de Atanacio.
En un principio conversaban, pero eso no era cierto. Melchor no la escuchaba…
Así, Sofía mantenía largas conversaciones con la nuca de su marido.
Durante un tiempo compartieron sus días sin hablarse. Tampoco hacían esfuerzos por entenderse. La recíproca indiferencia se había transformado en desdén. Dejaron de hacer el amor –entre ellos– sin darse cuenta; ninguno se preocupó demasiado. El final del matrimonio fue una cuestión de tiempo. Cuando la ley de gravedad se apoderó de las tetas y el culo de Atanasia Nicasia, Melchor la dejó.
Al año siguiente, Sofía heredó a su tía.
Un lifting desdibujó aún más su ya desdibujada personalidad amalgamándola con tantas otras. En sus alas retenía los vestigios de su otra nariz, la que se había operado. Además, se hizo las gomas y se levantó el traste. Dejó de ser un 65,0% de oxígeno, 19,37% carbono, 10 % hidrógeno, 3,2% nitrógeno y el resto calcio, fósforo, cloro y potasio, para ser 50% botox y 50% silicona, tan plástica que su médico le había prohibido fumar. La brasa encendida de un cigarrillo hubiera bastado para la instantánea combustión de sus nuevos pómulos.
Obviamente, Melchor quiso volver. Y por un tiempo Sofía intentó encontrar su felicidad en quien se la había arrebatado. Pero se dio cuenta de que ahora no lo necesitaba. El campo le proveía el sustento, las tetas nuevas, el culo parado, y los amantes.
Tiempo más tarde, Melchor empezó a salir con la hermana de Sofía, que tenía diez años menos, las tetas y el culo todavía firmes y naturales y además no había dilapidado la fortuna. ¿No resultaba extraño que cada vez que Melchor se enamoraba de una mujer, esta tuviera más dinero que la anterior?
Sofía había complicado su día, como siempre. Pero ella no lo recordaría. Como no recordaría haberse olvidado a Atanacio o haber hecho que se embadurnaran con crema antiestrías.
En el baño intentó sacarse el inútil maquillaje. No le gustó lo que vio en el espejo. Descartó su imagen abriendo la tapa del botiquín.
Fue a su cuarto. Encendió el home theater y puso una película de Chaplin, necesitaba reírse un poco. No pudo concentrarse. Apagó el video, empastilló su dolor con un Rivotril y se fue a dormir.
La tele
–¡Porfirio, apagá la tele! –le gritó su mujer Rudecinda desde el baño.
¿Cómo puede ser que escuche el televisor con el ruido que hace el secador de pelo y la puerta cerrada? –pensó Porfirio Autogol.
Como tantas otras veces, hizo que no la escuchaba.
–¿No ves que tenés a tu hijo al lado? –le dijo Rudecinda, levantando la voz.
Cuando ella se refería a Saturnino como tu hijo, algo andaba mal.
–Es nuestro hijo, creo –le contestó, y diciéndole que se tapara con la sabana, le dijo a Saturnino: –Y vos no mirás ni escuchás la tele.
Porfirio sabe que los noticieros de estos días no son para chicos, pero Saturnino está por cumplir diez, y pronto dejará de visitarlos todas las mañanas antes de ir al colegio.