Cosas que pasan. Federico Caeiro
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–Seventy two –le anunció la asexuada y amable voz metálica a través de los pequeños orificios, mientras el ascensor se detenía por completo.
Apenas se abrió la puerta saltó a un también espejado, frío y dicroico palier. Estaba satisfecho. Había superado con éxito la primera parte. Metió la mano en el bolsillo, abrió la billetera. Sus dedos transpirados le entorpecieron sacar la tarjeta magnética que abría la puerta del penthouse. Se lo había prestado su cuñado. Al principio, cuando supo que era en el piso setenta y dos se negó. Además de claustrofobia, sufría vértigo.
–No podés ser tan boludo a los cincuenta, un depto espectacular, la mejor vista de Chicago y ¡gratis!...
No le molestó que su cuñado lo tildara de boludo. De hecho, lo hacía seguido.
Un excelente departamento y una vista sensacional eran razones de peso, aunque no tan fuertes como para vencer sus traumas. Que fuera gratuito era, sin duda, un argumento imbatible.
Deslizó la tarjeta por la cerradura. La puerta se abrió de par en par. Un fuerte reflejo lo encegueció. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz pudo ver a sus pies la magnificencia de la ciudad. Quedó paralizado. La visión de Chicago a través de los ventanales, desde el techo al piso, era inigualable.
¡Este hijo de puta me lo hizo a propósito!, pensó, recordando a su cuñado. Sabe perfectamente que acá no me voy a quedar.
Nunca entendió cómo la claustrofobia del banco pudo haber devenido en vértigo. Lo cierto es que había dejado de visitar amigos que vivieran a partir del sexto piso, no se asomaba a balcones y había dejado de practicar esquí, su deporte preferido desde pequeño. No soportaba las subidas en las aerosillas que se le antojaban peligrosas, aunque colgaran de un fuerte cable de acero; no entendía cómo la gente no se caía de allí.
Miró la decoración minimalista desde la puerta. Aunque la estética no era su preferida, el excelente gusto de su cuñado era innegable. Qué bien le está yendo con los negocios, pensó, haciendo un esfuerzo para alejar los envidiosos pensamientos que sabía no podría refrenar una vez que se echaran a andar. De hecho, su mujer siempre le echaba en cara lo bien que le iba a su hermano en Chicago, y alguna vez le planteó la posibilidad de empezar de vuelta allá.
Entonces lo vio: en el exterior, sujeto a un arnés y colgado en una silleta, un limpiavidrios fregaba el ya limpio ventanal.
Este tipo está loco, pensó, al tiempo que se le empezaba a acelerar el pulso.
Bajó la vista. No podía mirarlo. Comenzó a sudar. No era el Chicago que siempre había soñado.
Respirá hondo, Bartolo, respirá hondo, se dijo.
Retrocedió mirando el piso. Sólo levantó la vista para ver dónde estaba el ascensor. Pasó la mano por el sensor. La luz indicadora empezó a cambiar.
… treinta y cuatro… treinta y cinco… ¡Treinta y seis!
El ascensor abrió sus fauces y un agitado Bartolo entró con desesperación.
Clac –la puerta automática se cerró suavemente.
–Plan… plan… planta baja –dijo, apresurado.
El ascensor no se movió.
–¡Ca… ca… calle! –dijo.
–¡¡Cero!! –empezó a ponerse nervioso. Una situación que ya conocía pero que no podía evitar. Y que mataba el tartamudeo.
–¡¡¡Garaje!!! –comenzó a faltarle el aire.
Acercó más su boca a los malignos orificios.
–¡¡¡¡Sótano!!!! –el corazón le latía a mil.
–¡Planta baja!, ¡Planta baja!, ¡Planta baja!, ¡Planta baja! –gritaba, mientras pateaba la pared del ascensor.
Se sentó sobre la valija sollozando. Los agujeros negros se estaban fagocitando la poca materia gris que Bartolo tenía en momentos como ése.
–¡Planta baja!, ¡Planta baja!, ¡Planta baja!, ¡Planta baja! –repetía, mientras sentía que se ahogaba.
–¿Zero? –preguntó, recordando que el ascensor reconocía solo un idioma, pero su voz ya era inaudible. Y los malditos orificios del ataúd, sordos.
Entonces recordó a una ex, Lilian, que era psicóloga. No se cansaba de repetirle “lo mucho más feliz que sería si se tratara”. Al principio creyó que hablaba de su felicidad; muchos años después entendió que se refería a la suya.
Varias veces se preguntó si Lilian no tenía razón; ¿hubiera sido mucho más feliz si hubiera hecho terapia? Y siempre se contestaba que no estaba para empezar a lidiar –liliar- con un psicólogo a los casi sesenta.
Aunque, pensándolo bien, si se hubiera “tratado”, no le hubiera pasado lo que le estaba pensando en ese ascensor. Quizás, si le hubiera hecho caso, no tendría éstos agujeros negros (y muchos otros) dentro de él.
Sus abrazos encerraban la promesa de un mañana. Lo habían enamorado su sonrisa contagiosa, sus perspicaces ojos miel que brillaban con luz propia, su forma de decir las cosas, su saber compartir, su sincero interés en el otro, sus ganas de cambiar al mundo y mejorar a las personas.
Durante mucho tiempo y sin éxito intentó conjugar en pasado lo que sentía por ella. Aprendió a llorar por ella; en un pañuelo guardó sus lágrimas, las de él.
Ahora necesitaba volver sobre sus pasos y encontrarla para que desarmara todos sus argumentos con un abrazo.
Nunca le preguntó por qué lo dejó. Por qué Lilian se fue con las instrucciones sobre cómo debía vivir su vida.
Quince minutos más tarde el espejado y dicroico ascensor se movió.
En exactos doce segundos se detuvo en el piso cuarenta y ocho. La puerta se abrió y una figura entró sin que Bartolo lo notara.
Un bolso de lona lo golpeó. Colgaba del hombro de una pintarrajeada mujer de mediana edad que vestía un caro jogging tornasolado.
–Sorry –dijo la mujer sin mirarlo.
La no respuesta hizo que mirara al piso.
–¿Míster?
Bartolo lloraba en medio de inacabables temblores mientras susurraba:
–Planta baja, planta baja, planta baja…
–Veo que habla español, permítame ayudarlo –le dijo la mujer en un castellano que parecía dominar.
–Planta baja, planta baja, planta baja…
–My name is Meredith. Let me help you.
–Planta baja, planta baja, planta baja…
Meredith trabó la puerta del ascensor con su bolso diciendo:
–Enseguida